El jueves 1º de julio había 620.000 firmas, un número demasiado alto para tirar la toalla, pero demasiado bajo para alcanzar la meta en una semana, y mucho menos con suficiente holgura para garantizar que las eventuales invalidaciones no impidieran la convocatoria. En la Comisión Pro Referéndum se encomendaban a la hazaña y a la tendencia nacional a la procrastinación (esa costumbre tan uruguaya de dejar todo para último momento), dos señas de identidad de nuestra sociedad. Sin embargo, ni siquiera el más optimista de los militantes podía imaginar lo que iba a suceder en los días sucesivos: una verdadera avalancha de firmas que llegaban desde todas partes, colas en las mesas para firmar, los comités de base del Frente Amplio recibiendo gente a lo largo de todo el día y una enorme masa de jóvenes, trabajadores, veteranos y veteranas sin organización ninguna que salía a recorrer barrios, a poner mesitas, a levantar firmas casa por casa hasta llegar a los rincones más recónditos del país. Las firmas para convocar al referéndum venían de todo Uruguay, pero también de todas las colectividades uruguayas dispersas por el mundo. Un aluvión que primero llenó el vaso, y luego lo desbordó, y desbordó el balde donde estaba el vaso y la palangana donde estaba el balde, alcanzando un número impresionante de casi 800.000 firmas, superando en 125.000 el número requerido y convirtiendo al referéndum en un hecho insoslayable que marcará los próximos meses de la política y los próximos años de este gobierno.
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Porque si hay algo que quedó meridianamente claro es que empezó otro partido. Ayer cambió todo y cambió de la manera abrupta y menos esperada por el presidente de la República, que estaba absolutamente convencido de que era imposible que se arrimaran a las firmas necesarias. No solo no creía que se llegara al número requerido del 25% del padrón, sino que tanto él como el resto de la coalición creían que iba a ser un fracaso rotundo, y que el número final iba a ser muy lejano a las 675.000 firmas necesarias. El batacazo fue tan grande que la escena política cambió completamente y sepultó ya los 135 artículos de la Ley de Urgente Consideración, que deberán ser sometidos a la consulta popular, seguramente en marzo de 2022, si se cumplen todos los plazos; sepultó el propio instituto de las leyes de urgencia, que, de ahora en adelante, deberán ser utilizadas de manera muy prudente por los gobiernos que vengan y solo ante urgencias reales y concretas, porque nadie nunca más se va a animar a tratar de contrabandear un programa de gobierno mediante una ley ómnibus prevista para un caso de extrema urgencia y gravedad. Es el golpe de gracia a las tentaciones oportunistas y profundamente antidemocráticas de mandatarios ensoberbecidos que creen estirar las normas constitucionales como un chicle.
De ahora en adelante al gobierno no le va a quedar otro camino que debatir y a los medios no le va a quedar otra posibilidad que dar amplia difusión al debate nacional sobre la ley de urgencia. Se rompió el blindaje y se rompió en un sitio donde no tienen ninguna posibilidad de restaurarlo, en el seno del pueblo, abajo, donde no hacen mella ni las operaciones de las encuestadoras ni los acuerdos cupulares. Ahí donde no llega otra cosa que pueblo organizado y es ahí donde el gobierno ostenta su mayor debilidad: no tiene militancia real. Tiene trolls en las redes sociales, tiene legisladores vociferantes, tiene el control de la agenda de los medios de comunicación, pero le falta gente común que recorra las plazas, las ferias, las calles de todo el territorio, que convenza abajo, que desequilibre en el sitio final donde se hace la historia.
Porque semejante recolección de firmas tiene la enorme virtud de poner muchas cosas en su lugar y derrumbar muchos mitos. Es que acaso es posible imaginarse que estamos ante un gobierno que derrocha popularidad si la militancia de base de la izquierda y las organizaciones sociales son capaces de juntar 800.000 firmas en seis meses, superando cualquier registro de recolección de la historia nacional, en tiempo récord y, para colmo, en el medio de la peor pandemia de los últimos 100 años, que nos atravesó de manera brutal durante este período, poniendo a Uruguay a la cabeza de los países con mayor cantidad de casos y de muertes durante 80 o 90 días consecutivos. No, no es posible imaginarlo y esta campaña viene a demostrar que el gobierno vive en un microclima de fantasía, en una hiperrealidad construida con base en un autoengaño. Y el pueblo uruguayo lo acaba de poner en su lugar, de manera pacífica, pero brutal, aleccionante, demarcatoria, definitiva.
La izquierda que había vivido en los últimos 18 meses el peor período político de los últimos 20 años se acaba de encontrar con una realidad que a veces ignoraba. En primer lugar, la izquierda está viva y es enorme: sigue siendo la primera fuerza política de este país, por lejos. Y en segundo término, y mucho más importante, tiene una capacidad de militancia inigualable, capaz de cualquier proeza, sobre todo cuando se encuentra mancomunada con los trabajadores y los movimientos sociales.
Reservo para el movimiento obrero, el movimiento estudiantil, cooperativo y feminista las últimas palabras de esta nota. Han dado una elección enorme. Fueron, claramente, los únicos que siempre creyeron en esta gesta y se la pusieron completamente al hombro. Los dirigentes de la central de trabajadores mostraron un desempeño impresionante en un contexto de hostilidad real, organizada, financiada, publicitada para destruirlos. Dieron la lucha abajo, contra todos los poderes fácticos, contra la desesperanza de los más débiles, y contra el escepticismo de los demasiado racionales como para atisbar la hora de la gloria. Y vencieron. Vencieron. No es posible a esta hora saber el peso de esta victoria, pero es histórica y seguramente marque el futuro próximo y no tan próximo de Uruguay. Ayer lloraban militantes y líderes obreros como chiquilines, se daban cuenta deque la tortilla se dio vuelta, que aquella frase muy hermosa del Indio Solari era verdad: “Nos merecemos bellos milagros y ocurrirán”.