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Oriente y Occidente y el enemigo entre nosotros

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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No hay preguntas más apremiantes que las preguntas ingenuas. ¿Dónde empieza el oriente, dónde termina el occidente? Dicen que en el comienzo fue el verbo. Esta frase bíblica, de resonancia inaugural, refiere justamente a la creación, es decir a la búsqueda de una respuesta sobre el origen de todos los orígenes. El verbo le fue dado al ser humano, y el ser humano lo usó para designar todos los entes del mundo. O sea, para ponerles nombre. Así se fue desenvolviendo una verdadera maraña de significados sobre todas las cosas imaginadas y por imaginar; entre ellas, los conceptos de oriente y occidente. Siempre han existido lazos poderosos y terribles entre ambos hemisferios, pero nunca se ha sabido muy bien dónde comienza uno y dónde termina el otro, especialmente si se tienen en cuenta los tremendos desplazamientos de pueblos a lo largo y a lo ancho de la historia. Muchas veces mi abuelo, siendo yo una niña, se acercaba conmigo a la playa de Malvín o a la de Las Flores, señalaba el sur con su dedo delgado de escritor y declaraba que la tierra tiene un arriba y un abajo, marcados por los polos; que se pueden dar vuelta, mirarlos de costado y hasta pintarlos en un mapa con lápices de colores, pero que siguen siendo inconfundibles. Se trata del norte y el sur, por supuesto. También decía que no ocurre lo mismo con el este y el oeste, o sea con el occidente y el oriente. El sol nace por un lado y se pone por el otro, es cierto; y sin embargo, si yo voy caminando, y camino durante muchos días, meses e incluso años, seguiré teniendo la seguridad de que el polo norte es el polo norte, pero no sabré a ciencia cierta dónde estoy pisando territorio oriental y dónde, territorio occidental. Mi abuelo tenía mucha razón. Yo le podría haber contestado, si no fuera por mi corta edad y mi larga ignorancia, que se pueden encontrar diferencias tajantes en, por ejemplo, las manifestaciones culturales de la gente, los pantalones en la mujer occidental, el burka en la mujer oriental, las especias de Turquía, las interminables plantaciones de arroz de China, los campos de maíz en Estados Unidos, los cultos budistas en la India, la peregrinación musulmana a la Meca y la misa papal en el Vaticano… pero ya me parece verlo, guiñando un ojo, divertidísimo de antemano con la pobreza de mi alegato y mi creciente confusión. Porque ¿acaso no están hoy por hoy los musulmanes (por poner un solo ejemplo) instaladísimos en toda Europa occidental, sin que ello les impida seguir mirando hacia la Meca? ¿Acaso no estuvieron, esos mismos musulmanes, aposentados a sus anchas en el territorio de España, y lo dominaron y lo sembraron de su propia sangre, de su gastronomía, de su música y de su espíritu singular, y se quedaron allí nada menos que siete siglos, en plena Edad Media? Y si vamos al caso, si tomamos a un español promedio, nacido en Córdoba o en Andalucía, en Madrid o en Barcelona, ¿alguien puede decir a ciencia cierta cuánta sangre mora corre por sus venas?; ¿y cuánta sangre celta?; ¿y cuánta sangre judía?; ¿y qué es ser español, al fin de cuentas? Ahora se sabe que los autores de los dos atentados terroristas en Barcelona y en Cambrils no vinieron de afuera para perpetrar sus actos de violencia; no viajaron desde ninguna región pretendidamente oriental o musulmana, sino que se habían criado en Cataluña. Digo todo esto para dejar en evidencia, simplemente, que la cuestión de “nosotros los buenos, los pacíficos, los correctos” y ellos “los malos, los asesinos, los despiadados” no es más que una fórmula falsa e inútil. El asunto es bastante más complejo. Para mucha gente hoy vivimos, sin la menor duda, en la encrucijada de una nueva guerra entre Oriente y Occidente, entre el islam y la cristiandad, aunque ya no realicemos campañas bélicas dirigidas a reconquistar Jerusalén; aunque no tengamos ni siquiera un campo de batalla definido, con tropas de infantería, tanques y cañones, aviones y mapas estratégicos, en donde los que van a morir saben que, muy probablemente, van a morir. Pero la guerra del terrorismo, con toda su carga de sorpresivo horror, sigue siendo una guerra, y en buena medida está vinculada al mundo islámico, pero no de manera exclusiva. De muchas maneras, el enemigo está entre nosotros y forma parte de nuestra propia mentalidad, idiosincrasia y costumbres. El enemigo nace, cada día, de nosotros mismos. Para empezar, la Edad Media nunca se fue del todo, aunque la ingenuidad del hombre moderno se empecine en proclamarlo. Seguimos, por lo menos en Europa, ungiendo papas (Francisco es un ejemplo reciente), coronando reyes y reinas y trazando férreos y paranoicos límites con el mundo musulmán, como si existiera algún afuera y algún adentro pintado, a la manera de una cancha de fútbol, con una línea blanca. Trump prohibió la entrada a Estados Unidos de personas provenientes de siete países musulmanes, y sospecha hasta de los niños menores de cinco años; pero en su propio país aparece cada pocos meses algún joven ciudadano estadounidense “sin tacha” étnica o ideológica, que mata a balazos a varios estudiantes y maestros de escuela, o a desprevenidos transeúntes y, según ciertas estadísticas, cada día mueren en Estados Unidos siete niños y adolescentes por disparos de armas de fuego fabricadas y manipuladas por estadounidenses. Eso es lo que ocurre de puertas para adentro en el país del norte. En cuanto a Europa, tampoco necesita que ningún terrorista venga de afuera. Se calcula que sólo en Cataluña hay una población de medio millón de musulmanes, y no se trata de un fenómeno nuevo. Incluso el propio nacimiento de la filosofía occidental y el formidable movimiento de la escolástica medieval estuvieron determinados en buena medida por los cruces y el intercambio con Oriente; primero, en virtud del legado grecorromano a partir del cual se constituyó el germen de Occidente; y más tarde, gracias a Platón y la patrística, en la Alta Edad Media, y las traducciones de Aristóteles del siríaco al árabe, y del árabe al latín, en la Baja Edad Media. Hasta los viajes transatlánticos y el primer imperialismo europeo en América estuvieron determinados por los avances científicos y tecnológicos tomados por los cristianos de los chinos y los árabes. Los límites entre un oriente que está allá, y un occidente que está por acá nomás, no existen ni existieron nunca. El asunto es mucho más complejo, como dije, y no se arreglará echando mano al viejo recurso de la discriminación, el odio cultural y étnico, los cierres de fronteras, la vigilancia armada de las orillas del mar, o la construcción de muros demenciales, de los cuales la historia tiene, por desgracia, pésimos recuerdos. Lástima que, para empezar siquiera a redondear la primera palabra de una improbable respuesta, no pueda ya ir a preguntárselo a mi abuelo.  

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