Por G.P.
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“Me genera incomodidad hablar de un músico, o de cualquier persona, para alabarlo después de muerto”, empieza el email que envía Martín Rivero, cantante de los legendarios Astroboy y fan declarado de Bowie. Es el primero al que consulto y también el primero en contestar. Adjunta al mensaje una foto en la que él aparece con el maquillaje de Ziggy Stardust. Tengo recuerdos de esa noche, en BJ de la calle Soriano, con los Astros recorriendo el repertorio del primer Bowie. Sigo leyendo el mensaje: “Además –continúa Martín–, con el atomice de las redes sociales, da la sensación de que nos regodeáramos cada vez que alguien relevante muere. Como si tuviéramos la necesidad de ser los primeros en decir que alguien murió. Tampoco siento la necesidad de decirle al mundo todo lo que significó esa persona para mí. No creo que a nadie le interese mucho. Entiendo que tenemos la necesidad de mostrar gratitud y respeto hacia esa persona, pero el mejor homenaje es escuchar su música. De esa forma va a vivir para siempre”. Tiene razón. Pero no. Qué sé yo. Decido seguir adelante con la pesquisa: me interesa el testimonio de tipos como él, también de artistas pop como Dani Umpi y Javier Abreu, de músicos como el terapeuta Daniel Jacques, de escritores que han ficcionalizado al propio Ziggy… Ramiro Sanchiz en varias de sus novelas, Gustavo Espinosa en Las arañas de Marte y Roberto Echavarren, que sé que estuvo en Londres en 1972 y no en vano escribió la andrógina Ave Roc.
La noticia circuló con la velocidad a la que nos tienen acostumbrados las redes sociales. El lunes 11 de enero de 2016, a primera hora de la mañana, se supo de la muerte de David Jones, más conocido como David Bowie, uno de los músicos más influyentes y creativos en la historia de la música contemporánea, del rock. Había nacido en el barrio londinense de Brixton. Sus últimos años los pasó en Nueva York. Entre medio, dejó más de un incendio en Berlín y su rastro se volvió planetario un momento después del final de The Beatles. Eran los más que lisérgicos años 70, cuando estrenó canciones inflamables como ‘Starman’, ‘Space Oddity’ y ‘Heroes’. Hoy su música es posiblemente más influyente que el legado de Lennon & McCartney. No sólo entre músicos, sino entre cineastas, escritores y artistas visuales.
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El narcisista: “Inolvidable fue el primer disco que compré de él, un ‘grandes éxitos’, en el viejo Palacio de la Música de 18 de Julio y Paraguay. Siendo yo adolescente, en los años 90, Bowie no me parecía música vieja y sus videos que se veían por canal 10, realizados con croma, tenían la seducción del vintage. Es que Bowie tiene ‘eso’, y digo ‘eso’ porque muchas veces siento que las palabras encorsetan a los artistas. Bowie creó a ese David Bowie que nos fascina, narcisista y camaleónico como todo gran artista debe ser”. (Javier Abreu, artista visual)
El transgresor: “Creo que todas las decisiones artísticas de Bowie fueron impecables y ejemplares. Manejaba las coordenadas que más me gustan: el misterio y la ambigüedad, siempre colocándose en un lugar sobrenatural. Nos supera a todos porque tiene el factor mutante, algo que se puede asociar a superpoderes salvadores. Era tan consciente de su genialidad que construyó esa aura mediática a la perfección. Nada era azaroso, se inventaba desafíos constantes y eso me encantaba. No es sólo referencia, inspirador, transgresor, sino que creó un mecanismo, una especie de lógica maestra de cierto tipo de creación artística en el pop”. (Dani Umpi, escritor, cantante y artista visual)
El innovador: “A Bowie lo conocí por la Pelo, histórica revista de rock argentina. El primer disco suyo que escuché fue Pinups, que era de covers de sus temas preferidos. Lo pasaron en el programa Impactos, de Berch Rupenian, año 1972. Me parecía un gran músico, y claro, me atraía y chocaba a la vez con su imagen andrógina. Pero cuando escuché ‘Life on Mars?’, en el programa antes citado, intuí que estaba ante un grande. Y a partir de ahí, lo seguí siempre. Nunca sabías con qué música y/o vestimenta iba a salir en el próximo disco. En el rock hizo variaciones armónicas que nadie había hecho hasta entonces. Lo mismo a nivel de letras. Como actor también me parecía descomunal. En fin, tocó todos los palos y para mí siempre salió muy bien parado. En la época que comenzaron los videoclips también fue un innovador, hasta el final. Mi video preferido igual es ‘Ashes to ashes’, una pequeña obra maestra. En mi opinión, es el mejor solista que dio el rock. Y otra cosa importante es la libertad creativa que siempre tuvo y consiguió”. (Daniel Jacques, músico, integrante de Los Terapeutas; está preparando su primer disco solista)
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David Bowie firmó una veintena de discos, varios de ellos objeto de culto para los melómanos, como el proto glam Hunky Dory o el electroindustrial 1.Outside, por nombrar dos de ellos casi al azar y de tiempos muy distantes. O ese de título largo y portada emblemática, llamado The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars, centro vital de la epopeya del personaje Ziggy. Pero parece injusto, o incluso torpe, ponerse ahora a recordar, listar y enumerar. Porque la presencia de Bowie está más allá de un puñado de discos, de canciones, de videoclips o de apariciones performáticas que sacudieron la cultura popular. Dicen que inventó el glam. Dicen que supo mover, como nadie, los hilos del arte entendido como provocación, elegancia y androginia. Se dicen muchas cosas, sobre todo porque el propio Bowie entendió –como pocos– que una obra de arte necesariamente es una construcción de subjetividades, de imágenes que pueden desencontrarse o simplemente implosionar, de bipolaridades que hacen posible esa incómoda sensación de rareza que siempre provocó, en cada canción, en cada etapa de su vida.
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El antropófago: “Hace unos días, conversando sobre un texto inédito de alguno de nosotros, sin pensar en Bowie (ni en Bowie muerto), Amir Hamed me dijo que cualquier gesto o realización artística que pretendiese eludir la banalidad debería amenazar los límites de su propio género. La obra de Bowie sostuvo siempre este precepto. Mi primer encuentro con él fue a través de un ejemplar de la revista Pelo, de algún mes de la década del 70, cuando Ziggy Stardust daba paso al duque blanco y flaco. La educación sentimental de un rocker treintaytresino era azarosa y lenta: a veces los pósters y las reseñas nos llegaban antes que los discos. En el mismo descubrimiento ya percibí la autoridad de un espesor ominoso en aquel pitoniso líquido del rock and roll, cuyas performances desbordaron siempre, de un modo poderoso y obsceno, los formatos de la cultura de masas que era su ambiente. Creo que mi interés por su obra, lo que me hizo perder el pudor de robarle un título, ha sido menos musical que plástico y literario. Su puesta en abismo del rock, su antropofagia sobreproducida, su megalomanía, corresponden a un gran artista barroco. RIP”. (Gustavo Espinosa, escritor y músico, autor de la novela Las arañas de Marte)
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En los últimos años, David Bowie consiguió mantenerse al margen de la vida pública. Una gran ciudad como Nueva York le permitió el juego del anonimato, contando –eso sí– con la complicidad de sus allegados y la comunidad artística. El hermetismo llegó al punto de que la prensa musical nunca se enteró de que grabó un disco en la Gran Manzana –el formidable The Next Day–, y dos años después fue capaz de repetir el mismo golpe con Blackstar. Nunca se filtró un dato, nada, ni siquiera del cáncer de hígado que lo tenía cercado y que en definitiva viene a ser el detonante de esa última obra cumbre que incluye, además de siete canciones extraordinarias, dos videoclips en los que aprovecha para asestar un último juego simbólico, una macabra misa negra en la que oficia de autor, protagonista y víctima. Y antes de que se llegara a interpretar cada una de sus entrelíneas, llegó la noticia de su muerte física, el maldito lunes 11 de enero, noticia que lo explica todo, como un acto mágico que cierra el viaje del Major Tom, aquel jovencísimo astronauta lisérgico de ‘Space Oddity’, que casi 50 años después deviene en el elegante cadáver que se ve en el clip de ‘Blackstar’. Sin hablar de las imágenes que erizan la piel, las de ‘Lazarus’, nada más y nada menos que Bowie filmando su último acto, en la cama del hospital, con los ojos vendados, y su sombra negra, su blackstar, se mete en la última escena en un ropero de madera.
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La última obra: “Escribo estas líneas el lunes 11 de enero a las 10.30 y llevo tres horas en un mundo sin Bowie. Las computadoras de mi mente –por usar la expresión de Philip K Dick– entraron en fase obsesiva, como si fuese la única manera de no procesar todavía esta muerte, por un ratito más al menos. Y estoy haciendo sonar ‘Heroes’ en repeat. No sé qué voy a escuchar después. Seguramente Blackstar, esa obra maestra final que ahora gana capas y capas de sentido extra: fue el disco de su muerte, y si Bowie nos trajo tantos sonidos del futuro y de otros planetas, ahora nos dejó estas siete canciones del más allá, que repasan minuciosamente su carrera y todavía se permiten vislumbrar caminos que no serán recorridos. Y en el video de ‘Blackstar’, recuerdo, se ve un astronauta muerto, quizá el Major Tom, primero de las personas o personajes que fue Bowie. Ahora a las computadoras de mi mente les parece entender –otra ilusión, mientras sigo sin aceptar esta muerte– que se haya despedido así, que haya cerrado el círculo”. (Ramiro Sanchiz, escritor y crítico literario, autor de la novela El gato y la entropía)
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Todas esas historias se vuelven más simples, más diáfanas, al escucharlo en sus canciones o admirarlo en sus videos. Desde el rock dramático y algunas perlas folk de sus comienzos hasta los experimentos actuales con free-jazz, mezclando soul con electrónica alemana. Sin hablar que era dueño de una de las voces más privilegiadas del rock, tanto en la electricidad de sus agudos como en la sensualidad de sus graves. Cada uno tiene y tendrá sus canciones favoritas. La que hoy se impone, y se vuelve necesario escuchar una y otra vez, es ‘Lazarus’, que larga, con la mejor voz de Bowie, con los versos “Look up here, I’m in heaven. I’ve got scars that can’t be seen” (Mira aquí arriba / estoy en el cielo. / Tengo cicatrices / que no pueden ser vistas).
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Ziggy en MVD: “En 2007, con Astroboy, hicimos un homenaje a Bowie tocando un show entero de sus canciones. Me gusta haberlo celebrado cuando estaba vivo. Esa noche lo celebramos todos y la recuerdo muy seguido. Igualmente, lo que a mí me pase no es demasiado importante. Lo que importa es él. Sólo con su nombre alcanza para expresar todo lo que significa para el mundo de la música”. (Martín Rivero, músico y artista visual, ex integrante de Astroboy)
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COLUMNA
La imagen de Bowie
Por Roberto Echavarren
La primera imagen que tuve de David Bowie fue con cara de chica y pelo largo en la tapa de su longplay Hunky Dory. Era una imagen andrógina y seductora, aunque no muy diferente de la de los muchos hippies de entonces, cuyo pelo largo se mecía como las guías naturales de una planta trepadora, con el libre impulso de la naturaleza que nunca deja de crecer. Supongo que esa imagen era olvidable, un síntoma del tiempo, pero no mucho más. Uno detenía la mirada en ella, quizá más notoriamente andrógina que la de muchos hippies que contrarrestaban con absurdas barbas sus seductoras melenas. Pero bastaba bajar a las calles del swinging London para ver las densas nubes de hippies, muchos de ellos provenientes de Estados Unidos, que se posaban como aves de paso hacia Marruecos o Afganistán por unos días en los bordes de la fuente de Picadilly Circus. Un congreso de cigüeñas. Pero después llegó la imagen de Ziggy Stardust (me pregunto si Ziggy no es apenas una variación de Iggy, de Iggy Pop). Esta, la imagen de Ziggy, era altamente chocante. Parecía ir a contracorriente del look hippie. Ziggy era claramente un producto de diseño, de recorte, de elaboración radical sobre el aspecto humano. No tenía nada de natural. Con las cejas afeitadas, make up facial notorio, corte de pelo “nuevo”, teñido de rojo, y un rayo que le atravesaba la cara. Fui a uno de los conciertos de Ziggy Stardust. Me sentí algo incómodo, como si el nacimiento del glam, de un glam tan recortado, tan deliberado, tan fabricado para llamar la atención, estuviera a contracorriente, demasiado a contracorriente tal vez, del look transgresor que nos habían legado los 60. Ya este Ziggy era notoriamente setentero. A partir de allí evolucionaron los variadísimos estilos glam que culminaron en los ochenta con las hair bands. Pero las hair bands eran realmente sexies, mientras que Bowie no lo era. Sin embargo, con Ziggy inauguró una tendencia, y creó una estampa inolvidable. Igual, los chicos del Gay Liberation Front de Londres continuaban con el pelo muy largo y toques de maquillaje más sutiles que los de Bowie. Todavía podía uno perderse en un pelo perfumado por hojas de hierba y paja fresca del verano. Bowie en cuanto tal nunca me resultó atractivo: esquelético, con ojos encapotados y largos dientes separados entre sí que algún trabajo dental posterior se encargó de enmendar. Es curioso que se negara a colaborar con una obra maestra como el film Velvet Goldmine, que se ocupa de ese momento mágico y crucial de los primeros 70 en Londres, y de la vida de Iggy Pop y la suya propia. Su condición de bisexual tal vez lo ayudó a superar con éxito las trampas de la vida gay, como el sida. Con su talento para manejar su carrera y su dinero, con su imagen siempre limpia y sana, sin un gramo de gordura, con su habilidad para sobrevivir y variar, impecable, elegante sí pero ya no llamativo como Ziggy Stardust, uno habría imaginado que llegaría a los 100 años. Pero el destino suele ser desconcertante y su muerte nos trae la sonrisa sin labios que nos arranca todas las máscaras, un tiempo que se cierra de golpe sobre nosotros.