Por Mariana Gerosa y Xosé de Enríquez
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“¿Qué gente hay allá arriba, que anda tal estrépito? ¿Son locos?”
Moratín, Comedia nueva
Uruguay comienza a transitar el siglo XX como país moderno de la mano del batllismo. Una vez concluido el ciclo de guerras civiles que enfrentó ferozmente al campo y la ciudad en tanto representantes de dos modelos de país, Batlle y Ordóñez destinó sus dos presidencias a transformar Uruguay para su definitiva inclusión en el circuito económico mundial.
Parte importante de la impronta batllista fue reconocer y buscar respuesta a la llamada cuestión obrera. El capitalismo en auge exponía las aristas más obscenas de un sistema que se apoya en la explotación del hombre por el hombre.
Batlle y Ordóñez supo de ideologías: sus viajes a Europa lo mantenían al tanto de las reflexiones de teóricos socialistas, comunistas y anarquistas. Anticlerical, el presidente separó el poder político del religioso inaugurando un país laico en que iglesia y Estado estarían legalmente separados. Las leyes de corte obrerista apuntaban a la formación de un Estado paternal y benefactor que identificara las desigualdades sociales y atendiera a los más vulnerables. Obreros y mujeres fueron especial objeto de leyes y políticas sociales (ley de ocho horas, regulación de condiciones de trabajo, divorcio por simple voluntad de la mujer). Un numeroso cuerpo de funcionarios vertebró al país batllista: funcionarios que serían el núcleo duro de una clase media extendida y satisfecha.
Entre las políticas sociales del batllismo, la atención a la cultura y el reconocimiento del derecho de acceso a ella por parte de los ciudadanos, las fiestas de verano y carnaval impulsadas y organizadas por el municipio capitalino se constituyeron hitos anuales. La Comisión Municipal de Fiestas destinaba recursos económicos y humanos para la organización de los festejos en la capital. El carnaval no se concebía por fuera de las celebraciones de temporada, sino que estaba integrado en una oferta de ocio y diversión que tempranamente identificaba su potencial turístico.
“¡Viene el corso! ¡Viene el corso!”
“Voló una serpentina azul desde el balcón de Yaguarón y Soriano, directo hacia la berlina adornada que avanzaba lentamente en dirección a la plaza Constitución. Es un espléndido domingo de febrero. Montevideo ya está palpitando hace días el comienzo de las carnestolendas, las aguardamos con ansiedad; hacen parte de las fiestas de verano y carnaval que organiza el municipio capitalino. Hace un par de noches estuve en la sede de la Federación de Estudiantes y los muchachos estaban sacando una marchita para desfilar; ‘¡Esto tiene que salir bien negrero!’, exclamaba al piano un tal Becho… veremos qué sale.
Como buen montevideano, no me quiero perder nada y desde temprano enfilé mis pasos para el centro de la ciudad. Claro, yo tengo intereses creados. Este año, Marujita me prometió que va estar con su hermana y su tía en la esquina de 18 y Convención. Camino con lentitud por las calles aledañas a la principal avenida mientras observo con interés todo el movimiento.
Suben familias enteras hacia 18 de Julio. Damas y caballeros jóvenes impecablemente vestidos; los niños, casi todos disfrazados. La agitación va en aumento. Desde la Estación Central de ferrocarriles, numerosos contingentes de personas entre los cuales predominan niños, se dirigen hacia 18 derrochando algarabía. Llegan de Florida, de San José, de Canelones, Las Piedras, La Paz.
Llego a la plaza Matriz y allí el ajetreo es impresionante. Los participantes del corso se organizan en la salida y crece el nerviosismo. Por la calle Juncal llega una rondalla luciendo vistosos trajes rojinegros. El bullicio y la alegría son indescriptibles. Allá alcanzo a ver la berlina que avanzaba por la calle Soriano, a la altura de Yaguarón. Engarzada de serpentinas multicolores es el centro de las miradas, ya que las jovencitas que viajan en ella son bellísimas… aunque sus mascaritas traten de disimularlo.
Pienso en Marujita, la hermosa vecina de mis abuelos. Cada vez que visito a mis abuelos intento cruzarme con ella. Va a hacer dos años que la vengo dragoneando. El año pasado pudimos conversar un buen rato cuando nos encontramos en el tablado de Justicia y Miguelete. En este carnaval tendré que invitarla a ir a un baile. Ella ya cumplió 19.
Los preparativos para el inicio del corso son febriles. La Comisión Municipal de Fiestas ya tiene todo dispuesto. Los tambores de la banda militar se van disponiendo sobre la calzada de la calle Sarandí. Ya falta muy poco. Cuando el desfile comience iré por San José hasta la calle Daymán y luego de que pasen algunas agrupaciones y carros, caminaré hasta la esquina de Convención. Trataré de acercarme a Marujita y le obsequiaré un vistoso lanzaperfume.
¡Cuánta alegría! ¡Cuánto colorido! Y pensar que mi abuela dice que los carnavales de su tiempo eran mejores. ‘Ay Arturito, en mis tiempos sí que nos divertíamos… carnavales eran los de antes; cuando organizábamos aquéllos asaltos en el barrio… ¡todos los vecinos participaban!’ Mi abuelo había estado vinculado a la comisión que organizaba el tablado Saroldi, hace como 15 años. Yo veo evolucionar el corso por 18 de Julio y no dejo de emocionarme”.
Una noche afiebrada
A finales de la década del 10, era habitual que los jóvenes de clase media y media alta de Montevideo, muchos de ellos estudiantes universitarios, festejaran en la vía publica agrupados en troupes –las murgas por entonces tenían una extracción social diferente–. Solían recorrer la ciudad entonando canciones compuestas para diversas ocasiones.
Uno de ellos, Gerardo Hernán Matos Rodríguez, encontró la inspiración y compuso una marcha que terminó siendo interpretada por sus amigos durante los carnavales de 1917.
El mito cuenta que fue producto de una noche afiebrada; la historia apenas puede hacer constar que aquella melodía fue repetida y versionada millones de veces durante los cien años que siguieron a su creación. Carente de letra en su comienzo, hoy La Cumparsita ostenta dos registros: uno en Sadaic a nombre de Pascual Contursi y otro perteneciente al propio Matos Rodríguez.
“La interminable serpentina”
“Allí vienen Los Profesores Diplomados; son sólo siete, pero qué barullo que meten. Este año parece que habrá muchas más murgas… ahora ya se les denomina categoría. Enseguida desfilan Los 7 Ranunes, son tantas las piruetas que realizan que todos aplaudimos. Da gusto verlos pasar. Comienzo a avanzar hacia la Plaza de la Independencia. El Centro de la ciudad es un bullicio.
Veo pasar a los Pobres Negros Cubanos y no puedo dejar de admirar las filigranas de los escoberos, al tiempo que la cadencia de los tambores nos envuelve a todos. Por suerte alcancé a ver al Marqués de las Cabriolas encabezando la farándula. Mis ojos bien abiertos quieren atraparlo todo, hasta la tibieza de febrero, como mis ansias de conjurar la sed atraparon el liso de cerveza en el Polo Bamba cuando estaba llegando al Centro.
Ahora veo desfilar a una de las murgas que más me gustan, Don Bochinche y Compañía. A uno de los muchachos lo conozco porque trabaja de mandadero en el almacén de mi tío. Mi abuela dice que es un pelandrún, que no le gusta trabajar y que eso de las murgas es para los vagos. Mi tío se enoja y le discute, le dice que el muchacho trabaja en el almacén y que además estudia, pero no hay caso, a la abuela no se la convence fácilmente.
De pronto ella aparece ante mí y todas las luces y el brillo del corso se concentraron en un solo lugar. En la sonrisa fresca y envolvente de Marujita. Verla a ella es como reinventar mi propio carnaval. Comienza mi propia fiesta. Sin ella en esa esquina, con su vestido rosa y su antifaz azul marino que arrima o aleja de sus ojos con la guía plateada, el carnaval no hubiese dado comienzo para mí. Me acerco, saludo a la tía y a la hermana con una reverencia y le obsequio el lanzaperfume. Desde una carroza que avanza por la avenida animando el corso llega una interminable serpentina verde que se apoya en mi hombro y se enreda en su sombrerito rosado. Ella ríe y me siento feliz. En ese momento comenzamos a escuchar una melodía que acapara la atención de todos los presentes. ¡Es la marchita de la barra de la Federación de Estudiantes! Yo observo con emoción los rostros, las miradas, los gestos. Lo que está ocurriendo se va metiendo en la memoria viva que planea sobre miles y miles de cabezas, hurgando en cada rincón, cruzando la avenida de una acera a la otra, reconstruyendo hasta el aliento. Está pasando algo grande y estamos ahí. ¡Esto es como un nacimiento! ¡Eso! ¡Eso mismo! ¡Es un nacimiento! Lo estamos viendo nacer mientras vivimos a pleno y la vida también se nos viene con todo, como un torbellino de pequeñas y grandes cosas, que se entremezclan como las miles de serpentinas. Tomo la mano de Marujita y ella la mueve llevando el compás de la cumparsa que marcha.
El corso continúa, la vida continúa –porque la vida siempre continúa– y habrá otros corsos, nuevas serpentinas, familias enteras llegando a 18 de Julio, berlinas y carrozas adornadas y bellas jovencitas saludando… otros marqueses, nuevas comparsas, más papelitos… Pero este carnaval de 1917 sé que se está prendiendo para siempre en mi memoria. Tal vez la abuela tuviese algo de razón, siempre, carnavales son los de antes… tal vez no; para mí el carnaval del 17 es el presente”.
Cien años después, La Cumparsita sigue tan campante y es clara muestra de esos inexplicables procesos que atraviesan la cultura popular: de marchita festiva a himno popular del Uruguay y del Río de la Plata.