Por la presente, declaro que autorizo al señor XX a mantener relaciones sexuales conmigo, en el marco de los términos estipulados en el presente contrato, sin cláusula de renovación automática ni interpretación alguna que se aparte de lo pactado en el cuerpo de este escrito. Este texto, digno de una comedia teatral, podría entenderse como un mayúsculo disparate o como la expresión de una locura, a medias divertida y a medias preocupante, si no fuera porque ya existiría un proyecto de ley en Suecia que pretende imponer un consentimiento para tener sexo, que deberá ser explícitamente notificado al candidato en cuestión, no sabemos si mediante alguacil o por algún medio electrónico. Por otro lado ha surgido en Estados Unidos el movimiento MeToo, iniciado contra el escándalo de abusos sexuales denunciados en Hollywood, y continuado con una verdadera catarata de denuncias sobre violencia sexual. Para sumarse a la polémica, fue publicado por el diario Le Monde un texto rubricado por cien artistas e intelectuales francesas, que reaccionan contra lo que entienden como excesos del movimiento estadounidense. En el mar de las comunicaciones virtuales que se cruzan a diario, de a miles y millones, en las redes sociales, sobresale una peculiar libertad de expresión que enfermaría de bilis a los antiguos inquisidores (ojo que siguen entre nosotros) y de envidia a los antiguos revolucionarios de los siglos XVIII y XIX. Las redes nos permiten, casi sin filtro alguno, decir todo o casi todo lo que pase por nuestras cabezas, pero el resultado es una confusión gigantesca, mucho más vasta que el sistema solar, en la que nadie entiende nada y ni siquiera sabe, al final, de qué diablos se está hablando. En este caso puntual, la confusión a que me refiero se relaciona con el abuso y la violencia sexual, por una parte, y con la seducción por la otra. En cuanto al primer concepto, no hay duda de que abuso es violencia, y si está vinculada al sexo supone acoso, manoseo, escarnio, atentado al pudor y/o violación, en sus diversas gradaciones, ya se trate de menores de edad o de mayores. Pero los extremos suelen ser extremistas, valga la redundancia. De denunciar la violencia y el abuso, a pretender que cualquier manifestación sexual, como la mentada seducción, caiga en esa categoría, hay un enorme trecho. El manifiesto emitido por las cien intelectuales y artistas francesas parece tener, grosso modo, esa orientación, pero ha venido a caer en el ruedo de la opinología como una piedra en un charco, por lo menos. El texto comienza diciendo: “La violación es un crimen. Pero el flirteo insistente o torpe no es un delito, ni la galantería una agresión machista”. Hasta ahí, todo más o menos correcto. Pero luego añade que “el filósofo Ruwen Ogien defendía una libertad de ofender indispensable a la creación artística. Del mismo modo, nosotras defendemos una libertad de importunar, indispensable a la relación sexual”. La reacción a estas palabras no se hizo esperar, en parte porque la redacción no parece demasiado feliz; en efecto, no queda nada claro a qué se refieren las firmantes con ese concepto de libertad para ofender, ya que una cosa es el terreno artístico y otra muy diferente la órbita de la intimidad individual. Y, sin embargo, no es menos cierto que varios movimientos contra la violencia sexual desarrollados hoy en día, como el denominado balancetonporc (“denuncia a tu cerdo”), corren el riesgo de derrapar en una persecución indiscriminada o nueva inquisición que termina por borrar las fronteras entre lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo, lo admisible y lo inadmisible, lo inofensivo y lo ofensivo, y catalogar como agresión y delito a aquello que no lo es. Para el filósofo Stuart Mill -quien distingue ya entre ofensa y perjuicio-, ofender es provocar emociones negativas como la ira o el odio, y perjudicar es causar un daño grave, concreto y evidente; pero nada dice acerca de la frontera móvil, traicionera y oportunista que separa a la una del otro. A riesgo de caer en un trabalenguas, debo agregar que la ofensa suele vincularse más bien al prejuicio y no al perjuicio, o por lo menos esto es lo que sostiene el propio Ruwen Ogien, citado (pero no explicitado) en el manifiesto de las francesas. Un golpe, un balazo, una bofetada y una violación son indudablemente daños, o sea perjuicios; pero, ¿lo son las miradas, los gestos, las proposiciones susurradas al oído durante una cena, una reunión de trabajo o en un encuentro casual en la calle entre dos desconocidos? Acá estamos frente a un amplio abanico que va desde la seducción más o menos atrevida, a la conducta que podríamos calificar como ofensiva, según el tenor de nuestros prejuicios, que abrevan a su vez en las categorías sociales y morales de las que nos hemos nutrido. Crear conciencia sobre las agresiones sexuales es indispensable; que las mujeres se atrevan a denunciarlas, es saludable y urgente, pero meter en la misma bolsa a los depredadores sexuales y a los hombres que pretenden entablar con una mujer una relación física, amorosa, sentimental o como quiera llamársela, es ir demasiado lejos y es, más que nada, cometer un exceso y una franca injusticia. Justamente, porque existen los cobardes violentos, es que debe marcarse una frontera, dictada más que nada por el sentido común y la recta razón, entre ellos y los restantes hombres, y me parece que por ahí va el debatido texto de las artistas e intelectuales francesas. Capítulo aparte es la caza de brujas llevada a cabo contra el arte. Dice Ogien que la libertad de ofender (o sea, de suscitar emociones negativas en el otro) tiene sus límites, ya que pueden transformarse en daño si es imposible evitarlas, o si están dirigidas a producir un daño, o sea si su intensidad deliberada sobrepasa ciertos límites. Pero en el terreno artístico, precisamente, la libertad de ofender pasa a ser una de las modalidades de la libertad de expresión, y hace suyos los más caros fundamentos de cualquier creación artística, que son los de trascender, sacudir, remover, incitar a la reflexión. ¿Cómo es posible que se pretenda cambiar el final de la ópera Carmen porque la protagonista es asesinada? Es muy cierto que ese final es dramático, ominoso y terrible. Cuando vi por primera vez la obra (sabiendo de antemano lo que iba a ocurrir) me mantuve todo el tiempo en una crispación casi desesperada; y cuando se produjo el crimen quedé paralizada, víctima de sentimientos encontrados y hasta, confieso, con los ojos llenos de lágrimas. Pero si se cambia el final (lo cual es por lo menos absurdo y en sí mismo violento) nada de eso sobreviene, ninguna de esas poderosas emociones les serán dadas al espectador y no operará, por tanto, en él, ningún mecanismo transformador, ninguna posibilidad de salvación a partir de la obra de arte que es, precisamente, lo que el arte ofrece. No imagino tampoco qué mecanismos de justificación podrían emplearse para legitimar un nuevo oscurantismo que nos induzca a hurtar a los ojos del mundo esculturas como El rapto de las Sabinas, de Juan de Bolonia, o pinturas como Susana y los viejos, de Artemisia Gentileschi, El rapto de las hijas de Leucipo, de Rubens, o El desayuno en la hierba, de Manet… y tantas otras en las que pueden leerse no solamente expresiones de violencia hacia la mujer, sino también una variedad enorme de ideas y de interrogantes acerca del mundo y sus entes; sin mencionar las posibilidades de la obra de arte como cruce de lenguajes multidisciplinarios que nos permiten reflexionar, cuestionar y poner en evidencia los fenómenos y las pulsiones que anidan en el alma humana, hoy, ayer y seguramente mañana, desde nuevos enfoques y perspectivas. Por la presente, declaro que autorizo al señor XX a mantener relaciones sexuales conmigo, en el marco de los términos estipulados en el presente contrato, sin cláusula de renovación automática ni interpretación alguna que se aparte de lo pactado en el cuerpo de este escrito. Este texto, digno de una comedia teatral, podría entenderse como un mayúsculo disparate o como la expresión de una locura, a medias divertida y a medias preocupante, si no fuera porque ya existiría un proyecto de ley en Suecia que pretende imponer un consentimiento para tener sexo, que deberá ser explícitamente notificado al candidato en cuestión, no sabemos si mediante alguacil o por algún medio electrónico. Por otro lado ha surgido en Estados Unidos el movimiento MeToo, iniciado contra el escándalo de abusos sexuales denunciados en Hollywood, y continuado con una verdadera catarata de denuncias sobre violencia sexual. Para sumarse a la polémica, fue publicado por el diario Le Monde un texto rubricado por cien artistas e intelectuales francesas, que reaccionan contra lo que entienden como excesos del movimiento estadounidense. En el mar de las comunicaciones virtuales que se cruzan a diario, de a miles y millones, en las redes sociales, sobresale una peculiar libertad de expresión que enfermaría de bilis a los antiguos inquisidores (ojo que siguen entre nosotros) y de envidia a los antiguos revolucionarios de los siglos XVIII y XIX. Las redes nos permiten, casi sin filtro alguno, decir todo o casi todo lo que pase por nuestras cabezas, pero el resultado es una confusión gigantesca, mucho más vasta que el sistema solar, en la que nadie entiende nada y ni siquiera sabe, al final, de qué diablos se está hablando. En este caso puntual, la confusión a que me refiero se relaciona con el abuso y la violencia sexual, por una parte, y con la seducción por la otra. En cuanto al primer concepto, no hay duda de que abuso es violencia, y si está vinculada al sexo supone acoso, manoseo, escarnio, atentado al pudor y/o violación, en sus diversas gradaciones, ya se trate de menores de edad o de mayores. Pero los extremos suelen ser extremistas, valga la redundancia. De denunciar la violencia y el abuso, a pretender que cualquier manifestación sexual, como la mentada seducción, caiga en esa categoría, hay un enorme trecho. El manifiesto emitido por las cien intelectuales y artistas francesas parece tener, grosso modo, esa orientación, pero ha venido a caer en el ruedo de la opinología como una piedra en un charco, por lo menos. El texto comienza diciendo: “La violación es un crimen. Pero el flirteo insistente o torpe no es un delito, ni la galantería una agresión machista”. Hasta ahí, todo más o menos correcto. Pero luego añade que “el filósofo Ruwen Ogien defendía una libertad de ofender indispensable a la creación artística. Del mismo modo, nosotras defendemos una libertad de importunar, indispensable a la relación sexual”. La reacción a estas palabras no se hizo esperar, en parte porque la redacción no parece demasiado feliz; en efecto, no queda nada claro a qué se refieren las firmantes con ese concepto de libertad para ofender, ya que una cosa es el terreno artístico y otra muy diferente la órbita de la intimidad individual. Y, sin embargo, no es menos cierto que varios movimientos contra la violencia sexual desarrollados hoy en día, como el denominado balancetonporc (“denuncia a tu cerdo”), corren el riesgo de derrapar en una persecución indiscriminada o nueva inquisición que termina por borrar las fronteras entre lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo, lo admisible y lo inadmisible, lo inofensivo y lo ofensivo, y catalogar como agresión y delito a aquello que no lo es. Para el filósofo Stuart Mill -quien distingue ya entre ofensa y perjuicio-, ofender es provocar emociones negativas como la ira o el odio, y perjudicar es causar un daño grave, concreto y evidente; pero nada dice acerca de la frontera móvil, traicionera y oportunista que separa a la una del otro. A riesgo de caer en un trabalenguas, debo agregar que la ofensa suele vincularse más bien al prejuicio y no al perjuicio, o por lo menos esto es lo que sostiene el propio Ruwen Ogien, citado (pero no explicitado) en el manifiesto de las francesas. Un golpe, un balazo, una bofetada y una violación son indudablemente daños, o sea perjuicios; pero, ¿lo son las miradas, los gestos, las proposiciones susurradas al oído durante una cena, una reunión de trabajo o en un encuentro casual en la calle entre dos desconocidos? Acá estamos frente a un amplio abanico que va desde la seducción más o menos atrevida, a la conducta que podríamos calificar como ofensiva, según el tenor de nuestros prejuicios, que abrevan a su vez en las categorías sociales y morales de las que nos hemos nutrido. Crear conciencia sobre las agresiones sexuales es indispensable; que las mujeres se atrevan a denunciarlas, es saludable y urgente, pero meter en la misma bolsa a los depredadores sexuales y a los hombres que pretenden entablar con una mujer una relación física, amorosa, sentimental o como quiera llamársela, es ir demasiado lejos y es, más que nada, cometer un exceso y una franca injusticia. Justamente, porque existen los cobardes violentos, es que debe marcarse una frontera, dictada más que nada por el sentido común y la recta razón, entre ellos y los restantes hombres, y me parece que por ahí va el debatido texto de las artistas e intelectuales francesas. Capítulo aparte es la caza de brujas llevada a cabo contra el arte. Dice Ogien que la libertad de ofender (o sea, de suscitar emociones negativas en el otro) tiene sus límites, ya que pueden transformarse en daño si es imposible evitarlas, o si están dirigidas a producir un daño, o sea si su intensidad deliberada sobrepasa ciertos límites. Pero en el terreno artístico, precisamente, la libertad de ofender pasa a ser una de las modalidades de la libertad de expresión, y hace suyos los más caros fundamentos de cualquier creación artística, que son los de trascender, sacudir, remover, incitar a la reflexión. ¿Cómo es posible que se pretenda cambiar el final de la ópera Carmen porque la protagonista es asesinada? Es muy cierto que ese final es dramático, ominoso y terrible. Cuando vi por primera vez la obra (sabiendo de antemano lo que iba a ocurrir) me mantuve todo el tiempo en una crispación casi desesperada; y cuando se produjo el crimen quedé paralizada, víctima de sentimientos encontrados y hasta, confieso, con los ojos llenos de lágrimas. Pero si se cambia el final (lo cual es por lo menos absurdo y en sí mismo violento) nada de eso sobreviene, ninguna de esas poderosas emociones les serán dadas al espectador y no operará, por tanto, en él, ningún mecanismo transformador, ninguna posibilidad de salvación a partir de la obra de arte que es, precisamente, lo que el arte ofrece. No imagino tampoco qué mecanismos de justificación podrían emplearse para legitimar un nuevo oscurantismo que nos induzca a hurtar a los ojos del mundo esculturas como El rapto de las Sabinas, de Juan de Bolonia, o pinturas como Susana y los viejos, de Artemisia Gentileschi, El rapto de las hijas de Leucipo, de Rubens, o El desayuno en la hierba, de Manet… y tantas otras en las que pueden leerse no solamente expresiones de violencia hacia la mujer, sino también una variedad enorme de ideas y de interrogantes acerca del mundo y sus entes; sin mencionar las posibilidades de la obra de arte como cruce de lenguajes multidisciplinarios que nos permiten reflexionar, cuestionar y poner en evidencia los fenómenos y las pulsiones que anidan en el alma humana, hoy, ayer y seguramente mañana, desde nuevos enfoques y perspectivas.
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