Xosé de Enríquez
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La Intendencia de Montevideo no ha sido ajena a la emergencia sanitaria que vive nuestro país a partir de mediados del mes de marzo ni a las consecuencias sociales y económicas que afectan especialmente a las personas y grupos más vulnerables. La enorme tradición solidaria del pueblo uruguayo, que se organiza en sindicatos, organizaciones barriales, grupos de amigas, amigos, vecinos y vecinas, organizaciones sociales, culturales y civiles, clubes deportivos, organizaciones religiosas con vocación laica, ha sido el motor que le dio impulso a las decenas de ollas populares, que han proliferado por toda la ciudad en este tiempo.
Las Bibliotecas Itinerantes (BI) son cajones que contienen 40 títulos de un listado aleatorio de más de 500 que la Intendencia de Montevideo comenzó a entregar a mediados de abril a la red de ollas populares establecidas en todo el departamento de Montevideo. El cajón incluye una carta dirigida a quienes lo reciben con la fundamentación de la propuesta, material informativo sobre la higiene y la desinfección de los libros y el listado completo de los títulos para que los beneficiarios chequeen si recibieron todos los correspondientes a esa remesa. La olla popular que recibe los libros autogestiona cada biblioteca. Mensualmente, los libros se renuevan, retirándose los que hayan sido devueltos para ser colocados en cuarentena. Uno de los objetivos de las BI ha sido llegar a la mayor cantidad de ollas populares posible, a lo largo y ancho de Montevideo. Al cabo de seis meses, se llevan atendidas una 70 ollas populares, con unos 3.600 libros de diversos autores y características, alcanzando a más de 16.000 personas.
Los libros a la calle
Las experiencias e historias recogidas en estos seis meses de funcionamiento de las BI son innumerables y confirman lo acertado de llevar los libros a la calle, para ponerlos en manos de la gente, en una suerte de biblioteca extramuros. Haber podido llegar con estos cajones de libros a los ámbitos en los cuales la tendencia puede llevar a suponer que las personas solo piensan en obtener un plato de comida ha demostrado cuán valiosa fue la iniciativa, lo que reafirma que el acceso sin restricciones a la cultura, al arte y a la lectura en particular es un derecho humano y por ello fue asumido como un principio.
CORR HTA ACA
Las BI y su arraigo en el territorio son la evidencia de que no es real que las personas marginadas del acceso a la cobertura estatal de múltiples necesidades no leen libros y la expectativa fue que, aun así, un alto porcentaje de la población destinataria no sólo recibiera los libros con agrado, sino que los tomara en préstamo -que de eso se tratan las BI-, los leyera y los devolviera para retirar otro. En el acervo de las BI hay buena presencia de clásicos universales, textos uruguayos y libros para niñas y niños muy pequeños, que necesitan que un adulto les lea. Los libros de Mario Benedetti, El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, El diario de Ana Frank y Perico, de J.J. Morosoli, están entre los más leídos. En esta movida de las BI se ponen en relevancia el reconocerles a quienes concurren a las ollas populares su dignidad como seres humanos en un gesto afectivo que contribuya a mitigar el sufrimiento de depender de la solidaridad para obtener un plato de comida, promover la lectura y apoyar a nuestras editoriales independientes y a nuestras escritoras y escritores.
¿Como qué huele el libro con cebolla? (Una de tantas historias de Bibliotecas Itinerantes).
Una semana después que apareció esta epidemia empezamos con la olla, todos los días, hasta los domingos. Yo, con mis cincuenta recién cumplidos, venía peleada con la vida. A los 15 días llegaron a traernos una biblioteca itinerante con un montón de libros. Era jueves. Me acuerdo bien porque fue el primer día que apareciste en la olla. Lo primero que preguntaste era si podías comer acá o tenías que llevarte la vianda. Tenías los pelos revueltos y tus ojos huidizos asomando sobre el tapaboca daban a entender que estabas cansada. Cansada y con hambre. Lo segundo que preguntaste fue si los libros eran para llevar. Hoy hace cuatro meses de aquel día. También es jueves y la llovizna no para. Es un jueves frío de agosto. La primera vez que te dirigiste a mí, fue porque te llamó la atención que yo estuviese picando cebolla y leyendo un libro al mismo tiempo. El libro lo había apoyado en un frasco grande de pulpa de tomate y lo mantenía abierto con dos zanahorias. Cada tanto pasaba la hoja con mi mano izquierda. Sé que te dio gracia porque te sonreíste. “Te va a quedar con olor”, dijiste. Sin dejar de mover la cuchilla, te miré a los ojos preguntando “¿como qué huele el libro con cebolla?”. Ese día te quedaste hasta el final, ayudaste en la limpieza y charlamos bastante. No te gustaba que te hiciera preguntas. Cuando quise saber si te habías arrimado a la olla porque había muchos como nosotros, sacaste a relucir tu ironía. “¿Trabajás o estudiás? ¿Venís siempre a esta olla?”. Pero me hiciste reír. De todos modos supe que tenías 38, que habías pasado por un montón de facultades y que tus viejos te habían dicho que si no cambiabas, te tenías que ir de la casa. De la casa de ellos, que en algún momento creíste que era también la tuya. Desde que supe lo de la depre, y aun cuidando de no espantarte, no dejé de preocuparme ni quise creer en tus vaticinios. “Voy a terminar como todos”. Un día me preguntaste si el libro aquel que yo leía era de poesía. Te dije que sí, que era de Líber Falco. “¡Quiero llevarlo! ¿Puedo?”. Te expliqué que podías llevarlo, claro, pero que estaba prestado. Cuando lo devolvieran, yo te lo guardaría para que lo pudieras llevar. Pienso ahora en cuántas cosas se me ocurrían decirte, contarte o preguntarte, pero siempre me contenía. Va a hacer 15 días que tengo el libro de poesía de Líber Falco guardado para dártelo. Desde que lo devolvió quien lo estaba leyendo. No hace tanto que supimos que estabas internada. Habías ido a la casa de tus viejos a buscar unas cosas, discutieron, te fuiste enojada y a punto de estallar y te dio una pataleta en la calle. No sé por qué no me extrañó. Sí me dolió, y mucho. Recuerdo cuando nos quedamos charlando hasta el anochecer después de que habíamos terminado de arreglar todo, tomando unos mates en el silencio del salón, con el olorcito de las ollas ahumadas y de unas ristras de ajo que nos habían donado esa mañana. Te conté cosas de las que no solía hablar con nadie, y vos también supiste que yo fui la marimacho de la escuela, la que los varones agarraban de punto para tocarle el culo a ver si la machona reaccionaba, fui la torta del liceo, a la que las compañeras miraban de reojo porque suponían que en un descuido les podía meter una mano en la entrepierna, fui la trola del barrio… Y te dije que ya estaba, olvidada y mustia esa carga, cambiando de laburos y de casas, viajando desde mi pasado remoto hasta un presente convertido en un verdadero desastre. Sí, yo también me acerqué a la olla, estando peleada con la vida. Mi voz tatuada en el silencio, lápiz maleable, grafo partido. ¿Qué hacer? ¿Debo conformarme con no verte? ¿Instalarme en el invierno de mi infancia, en ese miedo? ¿O volver a la vigilia sin los colores de la fiesta? He perdido muchos sueños en el camino, mucho amor he perdido iniciando viajes hacia ningún lado. Y un día apareciste, porque tenías hambre, un par de semanas después de que me hubieses dirigido la palabra, llegaste algo temprano a la olla, me miraste y soltaste “ah, lindo…”. Te hice saber que no entendía. Y vos, bajando el tapaboca con una mano hablaste con la voz más dulce que jamás he escuchado en mi vida. “Hace poco me preguntaste ‘¿Como qué huele el libro con cebolla?’ Te estoy contestando. ¡Huele a lindo!” Desde que navego entre cajones de verduras, bolsas repletas de papas, paquetes de fideos y arroz apilados a la espera de su turno, he vuelto a escuchar las voces ancestrales que me sostienen como manos de mármol, a redescubrir mi piel y su memoria, y no dejo de pensar en vos, en el momento en el que te conocí. Te prometí que íbamos a ir juntas a una pescadería que conozco cerca de 8 de Octubre. Ya pasaron más de 15 días sin verte. De la promesa aquella ni el olor a pescado frito prendido del cielo raso del salón, ni el tufo del vino tinto danzando en nuestra mesa ni las aspas mugrientas del ventilador o las incoloras baldosas gastadas con manchas antiguas. Nada. Acaso un beso húmedo bajo una lluvia de otoño, o en el silencio del salón con olor a guiso, dos palabritas fugaces atrapadas con alfileres, caminata sin tiempo con final en una parada de ómnibus desierta, y un sueño, no más que eso: olla humeante de arroz con leche cremoso, aromático, familiar, colcha indefinida tejida a cuatro manos. Me decidí a escribirte. Y a ir a verte. Estas hojas garabateadas van adentro del libro de poesía de Líber Falco que lo guardé para vos. Espero que me permitan verte. ¿Te acordás de que me contaste que te encantaba el sonido de los ferrocarriles? Cuando leas esto, cerrá los ojos, y lo vas a sentir… imaginá que estamos juntas al costado de la vía. ¿Lo oís? Te llevo ese sonido adentro del libro, y también el agüita clara entre los dedos de los pies. Sé que es poco… y que me queda la promesa del pescado frito. A mí también me duele tu ausencia y pienso que tal vez, para vos, de la promesa aquella no queda ni el recuerdo. Me apresuro. Con la urgencia de mis sueños. Entre el asombro y la negación. Para llegar antes que el río, para volar antes que la vida y saltar junto con ella. Te dejo el libro, estas líneas y todo mi amor. Estaré en la olla esperándote. Aunque allí tampoco te encuentre ni me encuentre, estaré esperándote. Ahora la noche regresa con sus fríos y sus músicas, lágrimas ausentes, del camino aquel ni la esperanza, del sueño ni la mentira del amor. Aunque solo sea un instante para verte. Hoy, la gente de las Bibliotecas Itinerantes trajo dos ejemplares de Primavera con una esquina rota. Por lo menos ahora sé como qué huele el libro con cebolla. ¡Lindo!