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La eterna contradicción entre el ser y el parecer

El simulacro de la moda

Las estrellas de Hollywood, la adolescente que camina por La Barra de Maldonado y el joven que compra remeras baratas de algodón en los techitos verdes de Fernández Crespo comparten algo: transmiten un mensaje a través de lo que usan. Aunque el famoso no sea millonario, o a la chica de Punta del Este no le importen las tendencias o al montevideano sólo le interese comprar más barato, los tres forman parte del simulacro de la moda.

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Por Belén Riguetti

El domingo 8 de enero se entregaron los premios Globo de Oro. La temporada de galardones inició el 6 de enero con los National Society of Film Critics (NSFC) y terminará el 26 de febrero con la edición número 89 de los premios Oscar. Además de las películas, las pencas y los especiales de televisión, lo que acapara la atención de la prensa es la “alfombra roja”: la pasarela en la que los famosos se exhiben.

Los especialistas analizan la ropa, las joyas, los peinados, el maquillaje, los accesorios y hasta el color del esmalte de uñas de las celebridades. Esta semana, posterior a la entrega de los Globos de Oro, las publicaciones se llenaron con titulares como: ‘Los mejores vestidos de los Globos de Oro 2017 marcan tendencia para los Oscar’ (20minutos.es); ‘Los mejores looks de la alfombra roja’ (El Mundo de España); ‘La metalizada alfombra de los Globos de Oro’ (El Observador).

Todo lo relacionado con la moda de los premios es glamur, exclusividad y lujo. Pero, de vez en cuando, salen a la luz detractores que confiesan que la jornada de los Oscar, además de ser aburridísima, está lejos de lo que aparenta.

En 1999 se estrenó la película Boys Don’t Cry (Los chicos no lloran), protagonizada por Hilary Swank. La actriz interpretó a Brandon Teena, un joven que es violado y asesinado por sus amigos cuando descubren que es transgénero. En los premios de la Academia de ese año, Swank recibió el Oscar a mejor actriz. En la ceremonia vistió un diseño de Randolph Duke. Años más tarde, Swank aseguró que ganó muy poco por la película: sólo 3.000 dólares, el salario que percibió por Boys Don’t Cry no le alcanzaba para pagar un seguro de salud. “Tenía 24 años y en ese entonces para poder tener seguro médico tenías que ganar al menos 5.000 dólares, y lo descubrí cuando acudí a la farmacia con una receta y me dijeron que eran 160 dólares. Tenía un Oscar, pero no seguro médico”, declaró.

En otra oportunidad, la actriz Anne Hathaway confesó a The Guardian que se sintió mal luciendo un vestido. En setiembre de 2016, la ganadora de un premio Oscar a mejor actriz secundaria por Los Miserables dijo: “Perdí un poco la cabeza haciendo esa película y todavía no he vuelto. Tuve que plantarme delante de mucha gente y obligarme a sentir algo que no estaba sintiendo. Obviamente cuando ganas un Oscar debes estar feliz por ello, pero es una felicidad complicada. Me sentía rara por estar ahí plantada con un vestido que costaba más de lo que mucha gente va a ganar en toda su vida. Me sentía mal por haber ganado es premio representando un dolor que aún forma parte de nuestra experiencia colectiva como seres humanos. No tuve el valor de decir ‘no me siento cómoda con esto’. Intenté fingir que era feliz y la gente se dio cuenta”.

En los dos casos hubo una simulación. Swank aparentaba pertenecer a una clase de elite de la que no formaba parte y Hathaway, en un simulacro aun más explícito, intentó parecer contenta, tanto con el premio como con lo que ella representaba.

Una de las características de la moda, además de ser efímera, es que sirve para transmitir un mensaje, aunque este no siempre, o más bien casi nunca, coincida con la realidad. En El complot del arte, Jean Baudrillard reflexiona: “En el horizonte de la simulación no solamente ha desaparecido el mundo real, sino que la cuestión misma de su existencia ya no tiene sentido”. Al igual que las celebridades, la “gente común”, simula. La simulación está tan arraigada que cambia los patrones de comportamiento, pero este es un punto demasiado álgido para desarrollar en pocas páginas. No obstante, es sencillo verlo en las tendencias de la moda.

En el mundo del trabajo la simulación es impuesta. Por ejemplo, la “buena presencia” es requisito para entrar en determinadas empresas. En Tienda Inglesa, por ejemplo, los trabajadores, a pesar de no tener contacto directo con el público, no pueden tener tatuajes que no sean cubiertos por el uniforme. Para apaciguar el robo de identidad del uniforme de trabajo existen publicaciones como Glamour, que demuestran cómo es posible lucir “5 looks con jeans para la oficina”. La revista afirma: “Sin duda los jeans son una de las piezas más versátiles que tenemos en nuestro guardarropa. Desde esos días en los que quieres relajarte en casa; hasta aquellos en los que quieres impresionar; esta prenda se puede llevar en cualquier momento. Entonces, ¿vale llevarlos a la oficina? ¡Claro! Siempre y cuando el código de vestimenta lo permita”. Las palabras claves son: código de vestimenta.

Baudrillard, pensando sobre la obra de arte, escribe: “Vivimos en un mundo de simulación, en un mundo donde la más alta función del signo es hacer desaparecer la realidad y, al mismo tiempo, enmascarar esta desaparición”. El autor habla de “la pantalla en la pantalla”, de una “hiperrealidad vaciada de sentido”. Dice: “Fin de la representación, entonces; fin de la estética, fin de la imagen misma en la virtualidad superficial de las pantallas”.

El mercado de la indumentaria tiene pautas claras: están las tiendas para jóvenes, que reproducen una y otra vez los mismos patrones estéticos. De esa manera vemos cómo pululan, temporada tras temporada, determinados diseños, colores o patrones que se enquistan en los roperos. Este no es un fenómeno exclusivo del género femenino. Mientras ellas hoy usan zapatones con suelas gigantes que van contra todo sentido de la proporción, ellos se rapan la cabeza al estilo mohicano.

La utilización de la moda para diferenciar a una generación de otra parece ser sólo un eco del pasado. Si bien es evidente cómo el paso del tiempo va cambiando la moda en oposición a lo que la precedió, en la conciencia del gran público prevalece sólo el afán de no quedar a un lado.

Los grandes pensadores de lo que “se viene esta temporada” son los dueños de las marcas. No son los diseñadores los que imponen la tendencia de la calle, es la publicidad. Ya ni siquiera el cine entra en este juego; Annie Hall se quedó en los setenta.

Los que sí se imponen como marcas son los músicos. Los videoclips son anuncios publicitarios encubiertos. De esta forma, Katy Perry usa Adidas; Justin Bieber, Calvin Klein y Maluma tiene su propia marca: Maluma by Amelissa.

No es que la moda haya dejado de ser una herramienta de identificación, lo que sucede es que la vorágine de la comunicación ya no deja tiempo para diferenciar qué es estético, qué es vanguardia y qué es puro y simple mal gusto.

Las tiendas uruguayas son el ejemplo perfecto: no está ni por empezar el verano y las vidrieras están copadas por soleras y musculosas. En febrero lo que no se vendió se tiene que liquidar. La máquina se mueve a tal velocidad que no queda tiempo para reflexionar por qué usamos lo que usamos.

En la vereda de enfrente de los fashionistas están los detractores de la moda, esos seres que reniegan de las convenciones y eligen usar la misma prenda año tras año para demostrar que están por fuera del mundanal consumo. De la misma manera que el muchacho de Gorlero transmite algo cuando se para en una esquina de la conocida calle puntaesteña, con la musculosa escotada y su pelo rubio platinado, el fanático de la negación de la moda también está comunicando, y su mensaje es explícito: “No nos dejamos llevar por los demás, seguimos nuestras propias reglas”, aunque después terminen comprando el último modelo de iPhone.

La moda, el arte, la tendencia y el consumo están plagados de contradicciones que ni los propios protagonistas son capaces de distinguir.

El diseñador uruguayo Pablo Suárez, en una entrevista publicada en El Observador, aseguró: “Si no me gusta lo que la persona quiere, no se lo hago, porque mi grifa dentro de un traje que no es parte de mí no va a estar. Es un tema de dignidad, de respeto a mí mismo y a mi carrera. Yo me involucro con la gente y quiero a mis clientas porque un traje es un hijo mío, porque sale de mis manos”.

No obstante, ante la pregunta de qué es moda contesta: “Lo que no se usa. Cuando algo ya lo presentaste deja de ser moda y es tendencia. La moda es lo que no sabemos que va a venir, es el trabajo de laboratorio, el sueño que está en el aire”. Ese sueño en el aire, ese traje exclusivo que sólo vestirán las mujeres que él elija, es un hijo caprichoso y contradictorio.

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