¿Qué nos dice el dato —más de 5 mil niños, niñas y adolescentes fuera del sistema educativo— sobre el estado actual de la educación?
El hallazgo da cuenta, en primer lugar, de una preocupación por la situación. Las cifras no se producen por sí solas, sino que son el resultado del trabajo de un equipo y de una decisión de indagar desde quienes llevan a cabo políticas de estado. Es grave que, en un país tan pequeño como Uruguay —que no crece demográficamente, que tiene una baja natalidad, profundas desigualdades que se han acentuado en los últimos tiempos y una deuda histórica con niños y adolescentes—, estemos encontrando hoy, gracias al esfuerzo de esta administración, una cifra tan significativa de niñas, niños y adolescentes que no estaban integrados al sistema educativo.
Este dato parece expresar dos líneas de fuga: por un lado, la dificultad de que los niños y adolescentes se reintegren a las instituciones educativas una vez interrumpida la continuidad —como sucedió durante la suspensión de la presencialidad en la pandemia, que fue un proceso global con respuestas locales, ya sea acordadas o no—; y por otro, la necesidad de una institucionalidad que, de forma permanente, salga a buscar a quienes han quedado por fuera.
Ese trabajo político de incorporación no puede darse por hecho. Durante mucho tiempo creímos que la universalización de la enseñanza primaria, uno de los logros tempranos del Uruguay del siglo XX, era un proceso culminado. Pero este hallazgo muestra que aún tenemos una deuda con la universalización. No se trata solo de estar matriculado o inscrito, sino también de asistir efectivamente. Uruguay es un país pequeño y con buenas estadísticas. Justamente por eso, este dato debe preocuparnos: nos enfrenta a la realidad de que aún existen déficits allí donde pensábamos que las metas ya estaban cumplidas, incluyendo esto la calidad de la información con que contamos.
¿Qué procesos sociales, familiares o institucionales pueden estar detrás de estas trayectorias de desvinculación?
La desvinculación tiene múltiples factores. Desde una perspectiva sociológica, nuestro modelo de organización familiar y escolar supone que los adultos responsables del cuidado de niñas, niños y adolescentes supervisan, controlan y se hacen cargo de sus necesidades básicas para la escolarización: alimentación, descanso, vivienda. Ese modelo integrado está hoy profundamente desafiado por los efectos de la pobreza, del neoliberalismo y de la pandemia, que instalaron una realidad social que no se estructura de ese modo. Muchas veces, los propios padres y madres tienen carencias y vulnerabilidades, y las condiciones sociales de reproducción de la desigualdad social no van de la mano con lo que los hacedores de políticas públicas y las instituciones han considerado como presupuesto básico de vinculación familia institución en la organización y apoyo a la escolarización de niños/niñas y adolescentes.
Por lo tanto, efectivamente faltan los sostenes necesarios para asistir a la escuela. Sostener a un individuo, integrarlo, es un esfuerzo enorme que hacen las familias, y la realidad actual impone que sea el Estado quien tenga que recomponer ese sostén porque un conjunto importante de familias muy vulnerables hoy no cuenta con las condiciones necesarias para garantizar la asistencia escolar de sus hijos e hijas. A esto se suman otros factores que no se relacionan necesariamente con los cuidados, la pobreza o la desigualdad. Son factores de orden cultural, que tienen que ver con la relativización de la importancia de asistir a instituciones públicas. Por ejemplo, si un niño no va a la escuela, puede no percibirse como algo grave. La pandemia interrumpió la presencialidad y trajo consigo la experiencia del homeschooling —la educación en casa—, que, si bien puede tener su riqueza, retira a niñas y niños del espacio público. Al aceptar esta modalidad, estamos relativizando la urgencia y la importancia del espacio colectivo para niños y adolescentes.
Esos espacios colectivos ya venían siendo interpelados desde el siglo XX por problemas como la convivencia, el bullying o el problema de la violencia escolar o el malestar general en las instituciones públicas. Hoy emerge y se suman los problemas de salud mental, el reconocimiento de la neurodivergencia. Este es un nuevo desafío que desde las ciencias sociales y desde la política debemos asumir para comprender las ecuaciones que explican por qué, aquello que hace 30 años era incuestionable —ir a la escuela—, hoy es no solo difícil de cumplir, sino que incluso puede ser cuestionado.
No se cuestiona la educación en sí misma —el aprender, el incorporar saberes, el acceder a la currícula—, sino el hecho de ir todos los días a un espacio colectivo de orden educativo con compromisos curriculares de enseñanza, aprendizaje y vínculo con el otro. Ese valor fue vulnerado por la pandemia y por ciertos discursos críticos individualistas y fragmentados sobre la violencia escolar, incluyendo la perspectiva de lo socio-emocional que parte de un paradigma que conduce a la responsabilización del individuo respecto de problemas sociales e institucionales que no puede dominar, tales como la violencia vicaria, la violencia doméstica, las falta de adultos referentes, la afectación de los cuidados y la alienación laboral de los responsables, sumando a ello las peores facetas de la violencia digital. Estar juntos en la escuela implica no sólo compartir, sino también la resolución de un conflicto en co-presencia. Una de las respuestas ha sido no ir, quedarse en casa. En ese ámbito, si hay conflicto, es familiar, pero no se enfrenta lo público, no se trabaja con la comunidad: el encierro es la respuesta, encierro validado políticamente durante la pandemia por motivos de salud, pero del cual aún somos rehenes como sociedad en sus efectos. Y eso es justamente lo que ocurrió, y lo que hoy estamos enfrentando.
¿Qué lectura hace de que las autoridades produzcan y asuman públicamente una cifra concreta de desvinculación educativa? ¿Qué implica este gesto político?
Es la primera vez que las autoridades se hacen cargo de una cifra que, en un país con nuestra población, es dramática. Hay trabajos sobre desvinculación desde hace mucho tiempo. Pero no se había movilizado el conjunto de recursos necesarios para volver a preguntarse, con contundencia, si todos los niños y adolescentes están efectivamente en la escuela. No como pregunta teórica, o dirigida a las fuentes de información tradicionales, sino, tal como se hizo, como actividad de búsqueda y movilización de trabajo colectivo e institucional. La desvinculación surgió como preocupación desde la investigación pedagógica, a partir de los resultados académicos, del control de asistencia y de varios indicadores que mostraban que muchos niños y adolescentes no sostenían una asistencia regular. Eso estaba registrado. Pero la noción de que un conjunto importante de niñas y niños directamente no está dentro del sistema —ni siquiera en la educación primaria— es una novedad. Porque hasta ahora era un fenómeno que asociábamos principalmente con la enseñanza media básica en la globalidad del discurso. Fue difícil, a inicios de 2005, aceptar que había analfabetismo funcional a pesar de la universalización de la experiencia escolar en el país. Este proceso es del mismo orden: nos desacomoda en nuestra comprensión de la realidad educativa nacional.
¿Hay más información disponible sobre esta población que está desvinculada del sistema educativo (distribución territorial, situación socioeconómica, etc.)?
No tengo información sobre si se trata de una concentración en determinados espacios urbanos o si es un fenómeno distribuido en todo el territorio. Ese será, en la medida en que se conozca, otro dato relevante: saber si estamos frente a un proceso global o a una situación focalizada, y desde ahí pensar cómo abordarlo.
¿Qué rol tienen las instituciones educativas en la construcción o ruptura del vínculo con el sistema educativo?
Es una pregunta pertinente y muy amplia. Evidentemente, la recepción habla de una institución que debe incluir a todos, procurar que estén bien y cuidar su permanencia. Esa es una responsabilidad tanto del Estado como de las propias instituciones. Lo que tenemos que establecer es un diálogo con las familias, en el sentido de que, por un lado, hay condiciones en las que la institución puede y debe hacer notar que es necesario exigir algo a la sociedad o a los cuidadores. Pero eso debe diferenciarse de los casos en que la inasistencia responde a problemas de permanencia, de hospitalidad, de malestar en las instituciones o a condiciones particulares de los centros educativos. Estas cosas existen. Lo importante es que las instituciones puedan visualizar su rol en armonía con la sociedad y promover espacios de diálogo con esa sociedad que, en muchos aspectos, no funciona tal como el ideal lo propuso. Asimismo, que puedan pensarse las dimensiones de la violencia institucional como política pública a sostener para incidir en la mejora de la asistencia y captación para ahorrar a los niños, niñas y adolescentes la culpabilización entera del problema del malestar en las instituciones. La preocupación debe orientarse hacia el acercamiento a esa sociedad, no hacia el distanciamiento centrado en la correcta interpelación, cuando corresponda, a quienes están en condiciones de asumir los cuidados responsables.
Respecto de la aludida debilidad de algunos adultos o responsables para sostener el cuidado de los estudiantes, puede a mi juicio servir el relato de integración de migrantes forzados. Personas que, en su país de origen, eran adultos referentes, conocedores del contexto cultural, pero que, al emigrar, se encontraron en los países de destino con una sensación de infantilización. Aunque seguían siendo adultos responsables, no dominaban los códigos del nuevo entorno ni contaban con las estructuras necesarias para ejercer su paternidad o maternidad. Esa situación sigue siendo un desafío para nosotros. Porque, por un lado, tener hijos supone asumir una serie de responsabilidades y cuidados; pero, por otro, nuestro modelo social, en muchos sectores, no ha logrado brindar a los cuidadores las condiciones básicas para sostener ese rol: vivienda, derecho al trabajo, formalidad, acceso a beneficios. Por supuesto, también existen casos en los que se trata de un desinterés o una irresponsabilidad que debe ser señalada, porque las condiciones están dadas y, sin embargo, no se asumen los cuidados correspondientes.
Debemos avanzar hacia un diálogo y una comprensión profunda de qué ocurrió. ¿Cómo es posible que en Uruguay haya 5.000 niñas y niños que no estaban yendo a la escuela? Esto debe abordarse desde un acercamiento que permita problematizar y dar respuesta a las causas estructurales del fenómeno. Porque en un país como Uruguay —modelo de escolarización temprana y referente en políticas educativas—, reconocer esta realidad es casi del orden del tabú.
¿Qué nos dice de la política pública el hecho de que, incluso con la existencia de asignaciones económicas condicionadas a la asistencia escolar, muchas familias no hayan logrado —o querido— mantener a sus hijos en el sistema educativo?
Habla de un vacío entre las instituciones que diseñan políticas generales y su aplicación en la vida cotidiana, en el vínculo concreto con los actores. Es un dato preocupante que revela la debilidad de un Estado que alguna vez tuvo la capacidad de impulsar políticas universales —y que, de hecho, sigue haciéndolo—, pero que, en muchos casos, no ha logrado que esas políticas aterricen en la realidad. Como un árbol sin ramas, esas políticas no logran llegar al territorio cuando faltan las condiciones sociales necesarias o cuando las propias instituciones presentan debilidades, sobre todo en zonas donde escasean los recursos económicos, materiales, habitacionales y estructurales. Y este es el resultado. Por suerte, contamos con políticas universales. Por suerte, seguimos defendiéndolas. Y por suerte, también, estamos comenzando a asumir la vulnerabilidad. Pero todavía falta mucho por hacer en ese terreno, incluyendo el retroceso social que la combinación de políticas de estado respecto del cuidado y la sociedad imprimieron en el último período de gobierno sumadas al contexto de la pandemia y se visibilizan en el brutal aumento de personas en situación de calle que se observó. En un mundo en que hay personas en situación de calle, es esperable que haya inasistencia escolar, porque los principios ordenadores de la estructura muestran la tragedia de la exclusión social. Combinado ello, de modo peligroso, con el retiro de niños y adolescentes del espacio público y el encierro en el hogar y en la red digital.
En el entendido de que no alcanza solo con ir a buscar a los niños que están fuera del sistema educativo, ¿qué modelos concretos se podrían pensar para garantizar el derecho a la educación de los más excluidos?
En primer lugar, la cuestión territorial: allí donde hace falta, deben existir escuelas. En segundo lugar, el tema del transporte. Hay zonas con baja densidad de población donde, como ocurre en el medio rural, el Estado no puede instalar una escuela por cada niño. Pero en el siglo XXI deberíamos contar con servicios de transporte eficientes que permitan que los niños se desplacen. En muchos casos, incluso en áreas geográficamente pequeñas, hay una suerte de encierro, y necesitamos que los niños puedan moverse, ir a otros centros educativos, a las capitales departamentales, circular.
En tercer lugar, necesitamos políticas socioeducativas que acompañen efectivamente el tránsito por el espacio escolar, especialmente en contextos donde la cultura de origen está muy alejada de la cultura escolar. Ahí, el "traductor local" —un educador, un maestro comunitario, un profesor— cumple un rol fundamental. Ese acompañamiento es físico, material, y también simbólico: supone una operación de traducción.
Así como se pone un traductor cuando alguien no habla español y queremos que los hispanohablantes lo entiendan, hay personas para quienes el lenguaje escolar —los hábitos, las normas, los códigos— es completamente ajeno. Por eso todavía necesitamos hacer un trabajo cuerpo a cuerpo, sostenido, sin recetas mágicas ni soluciones digitales automáticas. Es una tarea que exige inversión del Estado, durante el tiempo que sea necesario, hasta sanar ese proceso de ruptura con la institución escolar. Solo entonces estarán dadas las condiciones para que los niños ingresen, asistan, permanezcan y culminen su trayectoria educativa.
Puede parecer un esfuerzo aparatoso o demasiado costoso al inicio, pero es una inversión clave para una sociedad que quiere apostar por sus niñas y niños, por su capital humano y por el futuro. Es también la motivación necesaria para que las personas sigan queriendo tener hijos, criarlos en Uruguay y confiar en sus instituciones públicas. De lo contrario, corremos el riesgo de que los niños crezcan encerrados en sus casas, que vuelvan al trabajo doméstico, al trabajo infantil, a la explotación sexual, o que vivan en burbujas hiperprotegidas sin saber lo que es caminar por la calle, encontrarse con otros niños y habitar el espacio público. Estas dos realidades conviven. Este es un problema vinculado a la pobreza, sin duda, pero también afecta a sectores de clase media, donde el terror al espacio público opera como otra forma de exclusión. Quizás no se trate directamente de los 5.000 que aparecieron en los registros, pero sí de formas de desvinculación que se enlazan con las estadísticas.
Cuando se dieron a conocer las cifras de desvinculación estudiantil, el presidente de la ANEP, Pablo Caggiani, dijo que un porcentaje de esta población no podía asistir a la escuela por tener que trabajar. ¿Esta situación debería alertarnos como síntoma de algo más profundo? Hay un imaginario de que esto del trabajo infantil ya no era tan frecuente.
La imagen del trabajo infantil era frecuente a la salida del proceso dictatorial, al inicio del neoliberalismo. Era una imagen que teníamos en la vida cotidiana y que, lamentablemente, sigue siendo frecuente como lo es actualmente la cantidad de personas en situación de calle, y muchas de ellas no tienen únicamente el problema de la falta de techo: evidentemente hay una ruptura en las condiciones de cuidado y de habitabilidad.
No podemos pensar que ese paisaje no tiene reverberaciones en los niños y adolescentes. La inasistencia a la escuela está profundamente asociada a condiciones materiales muy duras. El problema del trabajo infantil vuelve a ponerse en escena —o tal vez nunca se retiró— y abarca una pluralidad de escenas: desde el trabajo doméstico, es decir, niños que no van a trabajar “a ningún lado” ni están necesariamente en una situación de explotación, pero se quedan en casa cuidando a sus hermanos porque, si no lo hacen ellos, no hay quién lo haga. Los adultos no están, no pueden, o hacen falta. Y eso, por supuesto, se cruza con situaciones de trabajo que van desde las que no corresponden —porque se trata de niños o adolescentes— hasta otras que además rozan la explotación o las peores formas de trabajo infantil, que son, evidentemente, donde vamos a encontrar a la mayoría de estos niños.
¿Cuáles son las implicancias que tiene la desvinculación escolar en el desarrollo social de niñas, niños y adolescentes?
La desvinculación escolar genera ilegalismos. También plantea el problema de la reproducción cultural en el acceso al saber y al conocimiento. Supone un retroceso en el desarrollo y, por supuesto, una amputación importante: la imposibilidad de construir proyectos de vida sustentables y autónomos. Es decir, de acceder a trabajos dignos, que requieren niveles básicos de formación.
Lo dramático es que esos 5.000 niños y niñas que hoy no están en la escuela lo hacen en una sociedad hipercompetitiva, en la que, por otra parte, hay personas que permanecen cada vez más años estudiando: terminan el ciclo medio superior, acceden a la educación terciaria, a la formación permanente, a posgrados, maestrías y doctorados.
No estamos hablando de 5.000 niños en un mundo donde la expectativa es terminar solo la educación media básica para conseguir un trabajo. Estamos hablando de 5.000 niños en un mundo donde, para tener un proyecto de vida autónomo, informado y con posibilidades reales de inserción laboral, se necesita haber completado al menos estudios terciarios.
Esto deja a una parte de la sociedad rehén de circuitos económicos informales, ilegales o directamente de explotación. Allí van a tener un lugar, sí, pero es un lugar que no les permitirá desarrollarse personal ni económicamente. Y, por supuesto, eso seguirá profundizando las condiciones de desigualdad en el país, impidiendo construir un proyecto de desarrollo que incluya a todos y ofrezca otras condiciones para Uruguay. Eso, en términos económicos y laborales.
En términos de derechos humanos, la respuesta se responde por sí sola: es una violación de los derechos humanos. Por eso esta Administración está trabajando en este aspecto. Porque estamos ante un problema de derechos que requieren de la educación. Quien no va a la escuela no conoce sus derechos, y luego naturaliza una sociedad sin derechos, lo cual se proyecta a su condición, pero también al vínculo que entabla con las otras personas de la sociedad en la que vive.