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Un tal Cristóbal y los bárbaros cristianos

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Confieso que desde la infancia le tengo aversión al 12 de octubre, y eso que allá por los años 60 en las escuelas ni se hablaba de genocidio, abuso, imperialismo y explotación. El relato sobre el pretendido descubrimiento de América debe ser una de las más altas expresiones de la hipocresía mundial, y parece insólito que tuviéramos que esperar por lo menos hasta la descolonización de la posguerra para que tímidamente comenzara a descorrerse el velo de una atrocidad que venía gritando en nuestros oídos desde 1492. Muchas cosas ocurrieron aquel preciso día, de manera que en el fondo se trata de un larguísimo 12 de octubre multiplicado en un juego de espejos infinito, cuyas consecuencias seguimos experimentando. Eso sí: de bueno no tuvo nada, habida cuenta del talante y las intenciones de los recién llegados. Sigue asombrando, por tanto, que en España se tomen la molestia de celebrar la fecha, con una pompa y una solemnidad teñida de rabiosos resabios imperialistas. Es tal el entramado de la mentira y del ocultamiento -aún hoy mientras escribo estas palabras- que no se visualiza ni siquiera el tremendo hecho de la resistencia indígena, que no empezó con la “Noche triste” de Hernán Cortés o con la gesta de Túpac Amaru, sino que se inauguró ese mismo 12 de octubre y se continuó a través de miles de alzamientos, motines, guerras de guerrillas y revoluciones, hasta llegar a la gran asonada continental de 1810 y 1811, fraguada no por los indígenas sino por los criollos, convertidos en los nuevos amos, mutados de dominados en dominadores y de oprimidos en opresores. La complejidad de nuestros procesos históricos, de la conquista a la colonia y de la colonia a la revolución independentista, es de tal envergadura que se hace virtualmente imposible esbozarla siquiera en este artículo, pero una cosa es clara: la humanidad indígena ha sido sistemáticamente ignorada, suprimida, borrada limpiamente de los libros de historia de aquí y de allá. Es cierto que los latinoamericanos no nos integramos solamente con culturas originarias, pero siempre que se menciona el 12 de octubre me viene a la mente aquella imagen de las carabelas que llegan a tierra, y de los indios cobrizos y desnudos que las atisban entre los matorrales, olvidando que ese mismo día se generaron muchas otras cosas: para empezar, se gestó el primer mestizo en el vientre de una mujer india, y comenzó el espiral de una diversidad étnica y cultural multifacética que sigue desplegándose. Es que si algo caracteriza la identidad de América Latina es su tumultuosa diversidad: primero indios, españoles, negros y todas las resultancias de su fervorosa mezcla de sangres; a lo que deben sumarse portugueses, italianos, franceses, rusos, judíos, chinos, alemanes y un larguísimo etcétera. Aquel primer 12 de octubre se gestaron también el primer engaño y la primera sospecha, la primera ambición desaforada y el primer odio vernáculo, el primer avance imperialista y la primera semilla de la resistencia. Todo esto yo no lo sabía de niña y, sin embargo, como dije, no me gustaba el cuento del 12 de octubre, no me agradaba la figura de Cristóbal Colón y no me creía ni por un momento que aquellos españoles sucios, analfabetos en su mayor parte, violentos y sedientos de riquezas hubieran venido para traernos la luz de la civilización, como se expresaba en los textos escolares. Un viejo domador de caballos me dijo en cierta ocasión, allá en Minas, que los niños también tienen honor; lo mencionó a propósito del orgullo de su propio hijo, que a los cinco años sabía montar como pocos adultos. El asunto del honor infantil no suele ser tenido muy en cuenta; a mí, y seguramente a toda mi generación escolar, no nos convencía demasiado el mentado descubrimiento; y cuando me mostraban la lámina de Colón arrodillado en tierra con el pabellón español en una mano y las carabelas de fondo, algo me incomodaba y me causaba una angustia innombrable. Más adelante, cuando comencé a asomarme a los vericuetos de la historia, fui comprendiendo las razones secretas de aquel malestar difuso; era la latencia del honor herido, es decir, de ese sentimiento de dignidad atribulada que se experimenta frente a la vulneración de lo que uno considera esencial y propio. Hay temas o episodios históricos que siempre consideré aborrecibles, sin necesidad de someterlos a análisis; simplemente los detesté de entrada, con empecinamiento puntual y renovado. Casi todos los acontecimientos que figuran en los libros de historia tienen un común denominador: la crueldad y la guerra, la invasión y el exterminio, la utilización de los demás como carne de cañón y como instrumentos de dominio y de muerte, de poder y de gloria. Las sagas del imperio romano, las guerras de los reyes europeos durante mil y pico de años, las campañas de Atila, de Napoleón y de tantos otros se inscriben en ese marco. Pero el capítulo de Cristóbal Colón fue, para nosotros los latinoamericanos, diferente. España, la gran cruzada, la atrevida península ibérica de la cual partió la utopía de un mundo mejor para antiguos criadores de cerdos, prisioneros indultados y oscuros burgueses sin porvenir, sigue dando muestras en el siglo XXI de una ceguera histórica mayúscula. Después de haber tenido entre sus manos el inmenso dominio colonial, que le produjo el mayor botín de guerra del mundo; después de haber expulsado de su territorio a moros y judíos, con lo cual ya desde el siglo XVI se aniquiló desde el punto de vista agrícola y financiero; después de haber dilapidado el oro indiano a manos de prestamistas que a cambio de aprovisionar su despensa interna y externa -léase el inmenso mercado indiano, sofocado o más bien estrangulado por el monopolio comercial- se quedaron con la mejor parte del mentado botín. Después de haber expoliado y exterminado a las poblaciones originarias de todas las maneras imaginables; después de haber perdido finalmente las colonias en una gesta de fuego y sangre cuyos ecos siguen escuchándose, todavía porfía en celebrar el denominado “encuentro de dos mundos”, sin haber revisado ni una sola vez el enorme debe del pasado colonial y sin molestarse en querer comprender la voluntad profunda de los pueblos y las razones sinuosas de la historia. Simón Bolívar, en su Carta de Jamaica (1815), es uno de los primeros en desatar su indignación contra aquella España decadente: “Más grande es el odio que nos ha inspirado la Península que el mar que nos separa de ella”. Y agrega: “¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar América, sin marina, sin tesoros y casi sin soldados!”. Tenía razón; España no logró recuperar América, y sin embargo siguió clamando porfiadamente por la hispanidad, en un intento de retener al menos su discutido título de madre patria. Los absurdos, sin embargo, siguen multiplicándose en el lenguaje, en las mentalidades y hasta en las intenciones. No puede hablarse de civilización contra barbarie; los cristianos ya eran considerados bárbaros por los propios musulmanes, que se asqueaban por su mal olor y se asombraban de su rusticidad e ignorancia. Tampoco puede descubrirse, como de casualidad, nada menos que un continente de unos 22 millones de kilómetros cuadrados, poblado por seres humanos desde miles de años atrás. Menos aun pueden justificarse la violencia y el abuso a través de argumentos como la búsqueda de riquezas, la difusión de la fe, el reparto del mundo efectuado a través de una bula papal o la sed renacentista de aventuras. América lleva a sus espaldas el peso de una condición colonial de la que aún no ha podido liberarse. Urge resignificar el 12 de octubre, develar la sinrazón de sus fantasmas, detener su marcha trágica, para refigurar el futuro y responder a las exigencias prácticas del presente.

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