Hace años escuché decir que en Bolivia, en Perú, en Ecuador y en todos lados de América Latina, los indios se tapan la cara, se dan media vuelta o ensayan alguna de las formas de la ignorancia olímpica cuando un “blanco” o un “gringo” pretende acercarse a ellos o sacarles una fotografía. El dato me asombró en ese momento; intuí que se trataría de un conflicto mayor, uno de esos que se arrastran a lo largo de siglos y por debajo de océanos y de continentes. Me pareció leer odio y venganza muda, desdén y dignidad vulnerada en la anécdota. Pude comprobar la veracidad del cuento por mí misma, cuando me tocó viajar, por ejemplo, a Machu Picchu. En mi recorrido por varios países latinoamericanos, pude constatar una y otra vez cómo las indias –ellas, sobre todo– se tapaban la cara con sus amplios sombreros, heredados paradójicamente de un atuendo español oficial, o con sus mantos, rebozos o palmetas de fibra, con las que espantaban moscas y calores. Pude constatar cómo me maltrataban sutilmente, apurándome con áspera impaciencia al momento de realizar una compra, o cómo sus ojos adoptaban el aire de la más fría dignidad –palabra que ya usé más arriba y que necesito repetir ahora– cuando llegaba el instante de “comenzar la venta”. Así llamaban a ese regateo pausado, casi solemne, reservado para los artículos de mayor valor y precio. Me he preguntado muchas veces de qué está hecho ese muro infranqueable que divide de manera tajante y violenta al mundo indígena vivo, por un lado, y por el otro a una multitud abigarrada llegada, en diversos momentos, de allende los mares, compuesta de italianos, rusos, armenios, judíos, árabes, chinos, japoneses, africanos y coreanos, entre otros. Me he preguntado en vano cómo será estar en la piel de una de esas mujeres de la comunidad chimila de Colombia, o piapoko de Venezuela, o quechua de Perú, o aymará de Bolivia, o maya, zapoteca, mixteca y otomí de México, por mencionar sólo algunas de miles de etnias actuales. Nada ni nadie hará posible la comprensión de esa vivencia, si es que esta pudiera verificarse, y mucho menos en las condiciones actuales, pasadas y seguramente futuras en que se desenvuelven unas y otras manifestaciones culturales y humanas. El muro es demasiado alto y sigue levantado, con su aire amenazador y sombrío. Con todo, en algunas ocasiones tan singulares como excepcionales, los de este lado –léase, nuevamente, gringos, criollos y sucesivas amalgamas étnicas- han intentado fijar su atención en el mundo indígena, como para ir sabiendo. Uno de ellos fue Bolívar, quien abordó el asunto cuando, derrotado y exiliado en Jamaica, se devanó los sesos preguntándose qué había estado tan mal en su segunda acometida revolucionaria como para que fracasara así, de modo estruendoso y humillante, no precisamente a manos de los españoles, sino de la gente lisa y llana del pueblo, cuando los llaneros venezolanos, al mando de José Tomás Boves, se embanderaron en el grupo realista y arremetieron a sangre y fuego contra los orgullosos patriotas. Durante su exilio, Bolívar intentó obtener la ayuda de Inglaterra para volver por sus fueros, y escribió a un tal Henry Cullen –“un caballero de esta isla”– una larga carta que sería conocida, precisamente, como Carta de Jamaica. Uno de sus motivos de reflexión fueron las culturas indígenas, y dice allí, en referencia a la identidad americana: “No somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país y mantenernos en él contra la invasión de los invasores”. Cabe, ante esta frase –que habrá sido la primera en plantear la complejidad de la identidad latinoamericana, sacando los buenos oficios de Fray Bartolomé de Las Casas–, preguntarse quiénes son los verdaderos propietarios del suelo y quiénes los usurpadores, si los españoles o sus descendientes, es decir los criollos. ¿Habrá un eco de mea culpa en Bolívar? Al exclamar “no somos indios” está adoptando implícitamente el punto de vista de los nuevos amos, o por lo menos de los aspirantes a serlo, por más que conceda a los indios la categoría de legítimos propietarios, e incluso llegue a rasgarse las vestiduras al comparar el tratamiento dado a los reyes indígenas prisioneros en comparación con los monarcas españoles caídos en manos de los franceses. La independencia americana surge, así, de espaldas a la realidad indígena, y permanece ligada a las instituciones de origen europeo, tanto en los sistemas políticos de gobierno como en las manifestaciones oficiales de su cultura. El cúmulo de negaciones al mundo indio es de tal magnitud que se advierte incluso en los detalles más elementales. Hace pocos años fue descubierto en Teotihuacán un túnel de 103 metros de largo y 3 metros de ancho, que atravesaría todo el recinto monumental de la ciudad sagrada, desde la Pirámide de la Luna hasta la Plaza de la Luna. Se le ha denominado el túnel de la Serpiente Emplumada y está repleto de altares. Según el arqueólogo Jorge Arturo Zavala, fue erigido en homenaje a Tlaloc, dios de la lluvia y de la vida, y habría sido sellado hace 1.800 años, después de un período de tormentosos cambios políticos y religiosos. Si se piensa en la obra de ingeniería, verdaderamente ciclópea, que debió llevarse a cabo para construir este túnel y el otro (el de la Pirámide del Sol, también de 103 metros), puede tomarse conciencia del adelanto científico y tecnológico de esta alta cultura. Los túneles representan el inframundo. Somos nosotros, sin embargo, los que vivimos en una especie de inframundo cargado de prejuicios y de prevenciones que no nos permiten visualizar la existencia plena de las actuales culturas indígenas, esas mismas que viven y luchan sobre la tierra americana, casan y entierran a los suyos según sus ceremonias y ritos, imparten justicia a través de sus propios tribunales, realizan su industria y su comercio, su cultivo y su arte, y hablan su lengua particular, y todo eso lo cumplen a través de una especie de doble dimensión, en la que por un lado interactúan –como pueden– en el universo de los gringos, y por el otro retornan –también como pueden– a sus costumbres y dioses ancestrales, mezclados con el santoral cristiano en una polifonía tan laberíntica como fascinante. Puede que nos maravillemos, o ni siquiera tanto, ante los hallazgos en la ciudad sagrada de Teotihuacán, pero no se nos mueve un pelo cuando de reconocer, proteger y respetar a las poblaciones indígenas actuales se trata. Corresponde mencionar aquí qué entiendo cuando digo nosotros. Lo responderé en palabras del filósofo Arturo A. Roig: “La particular naturaleza del ‘nosotros’ nos obliga a una identificación en relación a una realidad histórico cultural que nos excede, a la que consideramos desde una cierta identidad”. Dicho de otro modo: el “nosotros” siempre es un horizonte particular y determinado con el cual me embandero y construyo, a partir de él, mi propia identidad. Y está claro que en el “nosotros” de la mayor parte de los “gringos”, los venidos de otras tierras, los blancos, los criollos y los que presumen de tales, no entra ni entrará nunca la idea del universo indígena. Cierro con otra anécdota: hace dos años, en el IPA, vino a participar de la clase, en calidad de invitado, un estudiante peruano. El tema era, justamente, el problema de la identidad latinoamericana. Escuchó, miró, y al terminar la clase dijo: “Ustedes los uruguayos no parecen latinoamericanos, dicho sea con todo respeto”. Le preguntamos qué parecíamos, y añadió: “Parecen más bien españoles; debe ser porque en su territorio no hay culturas indígenas vivas”. Que el lector saque sus propias conclusiones.
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