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Brevísima historia del levantamiento más olvidado de la historia nacional

Violencia en el Centro de Montevideo

Por Leonardo Borges.

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Caras y Caretas Diario

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El 10 de febrero de 1898, el presidente Juan Lindolfo Cuestas (llegado allí por el azar de la muerte de Idiarte Borda) se convirtió, decreto de por medio, en un dictador. Disolvió las cámaras y formó un Consejo de Estado. Era claro que el Parlamento era hostil a Cuestas -camarilla colectivista y aledaños, todos ellos de la caterva de Julio Herrera y Obes-, pero el novel dictador o gobernador provisional basó su decreto en varios considerandos. Culpó a esa misma asamblea de causar la guerra civil, de autorizar el despilfarro y el desorden administrativo, el exclusivismo y el fraude sistémico. Era el final de un período, representado en todos los casos por el expresidente Julio Herrera y Obes. Destaca Juan Pivel Devoto un dato no menor: Cuestas contaba con apoyos militares en su campaña. Cabe destacar que el golpe fue aplaudido por varios sectores, tanto políticos como económicos. El novel Consejo de Estado estaba formado por personalidades de renombre, tanto blancos, colorados como también constitucionalistas. Estaba formado por 88 miembros: 54 colorados, 24 blancos y seis constitucionalistas, entre los que destacaban José Batlle y Ordóñez, Juan Carlos Blanco, Juan Campisteguy, José Espalter, Blas Vidal, Melitón Muñoz, Feliciano Viera, entre los colorados. Por los blancos y constitucionalistas, Gonzalo Ramírez, Elías Regules, Juan José de Herrera, Eduardo Acevedo Díaz, Manuel Herrero y Espinosa, Justino Jiménez de Aréchaga, Aureliano Rodríguez Larreta, Rodolfo de Arteaga, Carlos Berro, entre otros.   La rebelión Los viejos colectivistas herreristas no se quedaron quietos. Desde los periódicos, desde los tablados, y también con algunos ensayos más violentos, intentaron responder. La primera reacción al golpe llegó desde Paysandú: una sublevación del 2º de Cazadores a las órdenes del coronel Ricardo Flores. Los policías del departamento lograron sofocarlo; hubo escapadas de alguno hacia Argentina y otros terminaron entregándose. Un decreto culminó la escaramuza, disolviendo el batallón. Era un aviso, tal vez muchos de ellos venderían caras sus vidas realmente. Julio Herrera y Obes permanecía en Buenos Aires y desde allí arengaba la rebelión contra la dictadura. Muchos militares formaban la trenza colectivista y, de esta manera, poco tiempo faltaba para la insurrección. En medio de estas versiones, el presidente Cuestas tomó una decisión, altamente discutible: restringió el derecho de reunión. La rebelión estaba servida. Estalló el 4 de julio de 1898, a las 4.20 de la madrugada. “Serían las cuatro y veinte de la mañana de ese día, cuando la campanilla electrónica de uno de los teléfonos que el Señor Domínguez tenía en su dormitorio empezó a sonar estrepitosamente, como si una mano nerviosa agitara el manubrio con tenaz insistencia. El señor Domínguez saltó de la cama -hacía varios días que se recostaba vestido- y corrió al aparato, que seguía sonando. –¿Con quién hablo? –dijo– Con la Comisaría de la Unión. ¿Hablo con el señor Jefe? –Sí, ¿y yo? –Habla con Laborde, señor Jefe. Ha ocurrido algo grave: la Artillería ligera acaba de salir de su cuartel, de manera misteriosa, con las ruedas de los cañones cubiertas con trapos; se dirige a Montevideo”. Anónimo, Episodios del gobierno provisional (1902). El general Ricardo Esteban dirigía el Batallón de Artillería; su idea era derrocar a Cuestas y volver a la normalidad institucional. O sea, reestablecer al Parlamento disuelto. Comenzaron su camino revolucionario, tomando comisarías a su paso hasta aproximarse a la Ciudad Vieja. “El señor Domínguez no quiso saber más: en el acto se dio cuenta de que algo grave ocurría, y dirigiéndose al teléfono directo con la casa del Presidente, habló con el entonces Capitán Nicasio Villarreal, jefe de la Guardia que prestaba servicio en casa del Señor Cuestas ese día, y le dio esta orden: –Despierte usted inmediatamente al señor Presidente, y dígale de mi parte que ocurren graves novedades; que la Artillería de la Unión ha salido de su cuartel y viene hacia la ciudad”. Anónimo, Episodios del gobierno provisional (1902). El señor Domínguez, jefe político de Montevideo, avisó raudamente al presidente de la intentona, al mismo tiempo que tomaba las medidas tendientes a frenar a los revoltosos. El Centro de Montevideo era el escenario de un intento de golpe de Estado. Corría el año 1898 y la continuidad del presidente Juan Lindolfo Cuestas estaba en peligro. “Hoy cae don Feolfo”, se escuchó en una esquina del Centro. Domínguez ordenó al comandante Magallanes que se situara inmediatamente, en la calle Ejido, de 18 de Julio hasta Soriano, y allí esperara a los insurgentes. Las corridas en la noche despertaban a los que nunca duermen y eran el preludio de una batalla. Aquel día se enfrentaron los insurgentes y las tropas gubernistas en el Centro de Montevideo. Eran las 6 de la mañana y la ciudad dormía mientras las tropas se preparaban. Las hostilidades comenzaron en las bocacalles de 18 de Julio y Minas y Colonia y Minas. Entre los cañones Krupp y los fusiles Mauser, amaneció aquel Montevideo. Corrió sangre de un lado como del otro. Eran las 7 de la mañana y los gubernistas seguían intentado romper el cerco insurgente, pero no lo lograban. Los revoltosos cortaron las líneas telegráficas y telefónicas; al mismo tiempo intentarían tomar como prisionero al jefe Rufino T. Domínguez. No lo consiguieron. Estos tenían bien planeada la estrategia. Las operaciones estaban a cargo del general Esteban. De las 8 a las 10 de la mañana se dio el combate cerrado de artillerías, lo que generó la rotura de miles de vidrios de la ciudad, incluyendo las ventanas de la casa de Tajes y la del mismísimo Presidente Cuestas, quien sentenció irónicamente: “Negocio para vidrieros”. La intentona quedó en eso, en una intentona simplemente. En medio de aquella batalla, los revolucionarios comprendieron que por más que lo intentaran, estaban destinados a fracasar. Era hora de parlamentar. Nicomedes Castro, el general gubernista, al ver la bandera de parlamento, ordenó un alto al fuego. Las negociaciones fueron llevadas adelante por el doctor Juan Carlos Blanco, a la sazón jefe del Partido Colorado. Las negociaciones terminarían con una amnistía. Tras entregarse, Cuestas decidió desterrarlos a Buenos Aires. Así culminó la intentona del 4 de julio, pero este no sería el final. Preparadas las elecciones de noviembre, para formar una nueva asamblea, se dieron entonces una seguidilla de movimientos. Primero, el comandante Calleros invadió desde Argentina con 50 hombres. Era ya otro Uruguay, así que fue desactivado rápidamente. En enero de 1899, uno de los regimientos de Caballería de Melo se levantó, pero los mismos efectos sufrieron y fue desbaratado. En febrero de 1899, quienes se levantaron esta vez fueron el coronel Zenón de Tezanos y el mayor Isasmendi. Invadieron desde Buenos Aires, desembarcando en Colonia con 100 hombres. Pero se terminaron rindiendo en manos del coronel Andrés Pacheco y su regimiento. Cuestas sentía los coletazos del colectivismo moribundo; es así que sustituyó los altos mandos, alejando las capas colectivistas de él. En definitiva, desatando la trenza. Una dictadura movía los hilos nacionales. Una dictadura bastante sui generis, en la que una gran mayoría confiaba para romper una lógica determinada. Quienes quedaron por fuera escogieron las soluciones de sable y fusil, que todavía ocupaban un lugar. Cuestas desarmaba la trenza de un viejo Uruguay y dejaba el camino allanado -sin saberlo- para uno nuevo, representado por José Batlle y Ordóñez.

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