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Editorial LUC |

A propósito del gatillo fácil

Por Leandro Grille.

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No hay ningún estudio serio que sugiera que las políticas criminales de aumento de penas, reducción de la edad de imputabilidad penal, guerra contra las drogas o gatillo fácil hayan mejorado la seguridad pública en ningún país del mundo. Por detrás de ese tipo de iniciativas lo que hay es demagogia, pero no evidencias. En sociedades súper desiguales, simbólica y objetivamente violentas, donde la gente siente miedo del otro y terror ante la posibilidad de ser víctima de un delito, el discurso punitivista y represivo campea, hace carne en la multitud, pero su implementación práctica conduce de forma inexorable a la frustración. Y, lo que es peor, contribuye a agravar el estado de situación. Para colmo, la respuesta habitual a la frustración no es la autocrítica, sino la reincidencia: más demagogia, más inflación punitiva, más represión con menos controles, más cárceles, más brutalidad, más violencia. Y así iterativamente ad infinitum.

Para la derecha, este discurso es natural porque se orienta por una filosofía ancestral que antepone la propiedad privada a cualquier otro derecho y como es evidente que la inmensa mayoría de los delitos son contra la propiedad, les parece elemental que la principal responsabilidad del Estado, cuando no la única, es proteger las posesiones de los poseedores, especialmente de los grandes, de los que acumulan más propiedad.

Pero esta ideología que orienta a la derecha no da resultado. Los delitos continúan aumentando aunque fabriques cada cinco años un código penal más brutal o les des una libertad de acción absurda a las fuerzas represivas, al punto de que ampares cualquier abuso bajo una hipótesis de defensa legítima.

Ahora bien, lo que sí está probado es que cuando se pierde el control civil de la Policía o se permite que la sociedad se arme hasta los dientes y se alienta que la gente haga justicia por mano propia o se justifique que una persona ejecute a un presunto delincuente ya no dentro de su casa, ni como respuesta a una agresión concreta, sino en las inmediaciones cada vez más lejanas de su propiedad, lo que empieza a suceder es que la violencia se multiplica y, con ellas, las víctimas. De los dos lados del mostrador: del lado de los presuntos criminales y de lado de las presuntas víctimas.

La noticia de que un hombre mató a un vecino en su azotea porque lo confundió con un ladrón no es una novedad, no es un hecho sin antecedentes, no es una consecuencia inmediata de la Ley de Urgente Consideración. Ya ha pasado en otras ocasiones, en gobiernos de derecha y en gobiernos de izquierda. Pero lo que es indudable es que este tipo de desastres, que no solo terminan con la vida de una persona, sino que la arruinan la vida también al hombre que actuó creyendo que estaba defendiendo legítimamente su casa, son estimulados por la nueva legislación que, en lugar de establecer criterios restrictivos estrictos para usar un arma letal contra otro individuo, casi lo desregulan, lo facilitan, amplían la habilitación de matar.

La denuncia que hacen los defensores de oficio sobre más de 80 casos de abuso policial constatados, que incluyen allanamientos violentos, sin orden judicial, maltratos, agresiones físicas y psicológicas a los detenidos, lesiones, entre otros tantos, no son un invento de hoy. No es que no se hayan producido antes, pero su crecimiento alarmante tiene que ver con un discurso que lo ampara, que bajo la idea de “darle respaldo a la Policía”, habilita un vale todo, donde las fuerzas de seguridad actúan sin control, con una impunidad garantizada por el poder político y ahora también por la legislación introducida en la Ley de Urgente Consideración que presume siempre que la policía actúa de manera legítima.

Una sociedad donde prolifera el abuso policial y la justicia por mano propia no es una sociedad más segura, es una sociedad todavía más violenta y, además, no va a producir ningún efecto positivo en la reducción del delito. Por el contrario, los delincuentes se van a volver todavía más violentos. Y eso sin considerar que toda esa parafernalia punitiva y represiva no se dirige a los peces gordos ni a los grandes narcos, que son los verdaderos arquitectos de todo lo que sucede abajo, sino a una miríada de ejecutores desgraciados, que son fácilmente reemplazables por los dueños de la pelota.

Las arbitrariedades, además, las tremendas injusticias que se producirán, van a afectar fundamentalmente a jóvenes humildes, hayan o no cometido ningún delito, apenas por portación de cara, por su “apariencia” permanentemente estigmatizada que los transforma en los eternos sospechados, que caerán como moscas, al costado de las luces de la ciudad, donde la televisión no llega, donde la indignación de los “bienpensantes” no alcanza, donde la justicia no existe.

 

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