El período que va desde 1903 hasta 1929, lo colma el primer batllismo que comprende dos presidencias de Batlle, una de Claudio Williman, una de Feliciano Viera, una de Baltasar Brum, una de José Serrato y una de Juan Campisteguy. Este período no estará exento de frenos internos y externos, tanto como discusiones políticas y filosóficas sobre el sistema. Lo cierto es que este primer período dura tanto como la vida de su promotor.
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En 1929 muere Batlle sin haber sido apartado definitivamente de los lugares de máxima decisión política. Y aun después de muerto, su figura seguirá presente marcándole un sello batllista al Uruguay que aún no se ha borrado. A la hora de estudiar el batllismo, uno debe colocar en la balanza los hechos, la interpretación y además la visión en muchos casos romántica que ha quedado como un remanente de aquellos años. No fue Batlle y Ordóñez el único creador de su tiempo.
Lo cierto es que el batllismo ha trascendido partidos, y se ha enraizado románticamente en el imaginario colectivo uruguayo. Por tanto, debemos tratar con máxima sutileza todos los costados del fenómeno sin dejar de lado a la oposición, que jugó un papel destacado, ni a la intelectualidad nacional, tan importante en aquellos años como un faro de opinión y debate.
Nuestros años veinte marcan el freno conservador máximo del primer batllismo, y esa culminación empieza el día que se dijeron las siguientes palabras:
“No se me oculta que si todo cambio de gobierno provoca en el país una general expectación, esta ha de presentar ahora, ante mi juventud y mi breve vida pública, caracteres de ansiedad”. Fue el primero de marzo de 1919. El joven que dijo este discurso se llamaba Baltasar Brum y está hablando ante el Parlamento del Uruguay, que acababa de elegirlo presidente de la República. Tenía 35 años. Representa al Partido Colorado, y dentro de él, a la orientación de José Batlle y Ordóñez, que es quien lo apoya. Dos meses después de esta ceremonia, el presidente del Consejo Nacional de Administración, don Feliciano Viera, dirá:
“Hasta aquí hemos estado de acuerdo con el señor Batlle. Para el futuro no podemos decir lo mismo, porque no sabemos qué quiere Batlle. Es posible que aceptemos de sus ideas todas aquellas que encuadren dentro del programa colorado. Pero lo que es indudable es que no lo acompañaremos en un avancismo a ultranza. El Partido Colorado no es socialista ni va al socialismo. A mi juicio, su misión, ahora más que nunca, es conciliar el capital con el trabajo sin hostigar a ninguno de estos dos factores, de cuyo acuerdo depende el bienestar nacional”.
A esta divergencia de fondo entre el presidente de la República Baltasar Brum y el fundador del batllismo, don José Batlle y Ordóñez por un lado; y por otro lado el presidente del Consejo Nacional de Administración, se le llamó El alto de Viera.
El alto de Viera es literalmente un alto en las reformas, lo que Carlos Real de Azúa denominó un freno, que comenzó en tiempos de la presidencia del mismo Viera. Los sectores conservadores se oponían al reformismo, y encontraron en el presidente Viera un interlocutor válido. Tras la elección de representantes para la Asamblea Constituyente, en la que el batllismo fue derrotado, salieron de las sombras los intereses antibatllistas, intereses eminentemente conservadores y de corte oligárquico.
El 11 de agosto de 1916 Feliciano Viera habló ante la Convención Nacional del Partido Colorado y fue tajante contra el “reformismo”:
“Bien señores, no avancemos más en materia de legislación económica y social; conciliemos el capital con el obrero. Hemos marchado bastante aprisa; hagamos un alto en la jornada. No patrocinaremos nuevas leyes de esa índole y aun paralicemos aquellas que están en tramitación en el Cuerpo Legislativo, o por lo menos, si se sancionan, que sea con el acuerdo de las partes interesadas”.
Pero, ¿hasta dónde se frenaron los avances sociales y las leyes estatistas? Los hechos dan la espalda en muchos casos a las palabras. Si bien la primera etapa del batllismo se cerró entre 1916 y 1919 respectivamente, quedaba tiempo para más reformas y para un José Batlle detrás del poder, como dominador de su sector, por cierto el más votado y debiendo transar constantemente con el resto de los sectores que se hacían cada vez más hostiles, agazapados detrás de los intereses crecientes de sectores dirigentes y del imperio británico, que veía en Batlle más que un dolor de cabeza. El fin del reformismo (así lo denominaban) marcó el nacimiento del batllismo como el sector más poderoso de todos los partidos y que iría a marcar la agenda política de aquellos años. Lo cierto es que detrás de Batlle y Ordóñez se agazapaban fuerzas muy dispares, pero comprometidas con la política de su líder. La vastedad del batllismo fue marcada con la ironía que lo caracterizaba por Emilio Frugoni, el 2 de junio de 1930, unos meses después de la muerte del líder. En sesión de diputados sentenció: “El bolchevismo del señor diputado Grauert en el batllismo resulta neutralizado por el derechismo del doctor Gabriel Terra”.
A partir de ese momento hubo un freno que procuraba detener los cambios en materia social. Detrás de ese freno obraban los grandes intereses en juego. Se trataba del modo de repartir entre los habitantes el ingreso nacional, la riqueza que producía el país. Cada conquista social tiene un costo, porque lo que se brinda a unos, otros lo deben pagar.
La expresión de Viera, “esa organización (el batllismo) va camino al soviet” es más que elocuente, relacionándolo con la radicalidad bolchevique, que pocos años antes había triunfado en una revolución comunista.
El alto de Viera fue el primer freno que se intentó contra la política social de Batlle, pero no fue fácil detenerlo. Nuestro país se sentía orgulloso de sí mismo y aspiraba a ser un modelo para otros países.
El batllismo cosechó a lo largo de los años una serie de enemigos y contrapesos dentro de su partido, lo que obligó a llevar adelante lo que se denominó “política del compromiso”, que llevó a la primera magistratura por ejemplo a José Serrato, hombre cercano a Batlle personalmente, pero anticolegialista y por cierto resistido en la interna del diario El Día. Llegó también a esa primera magistratura un hombre por cierto distanciado con el batllismo como Juan Campisteguy, quien formaba parte del grupo Riverista de Pedro Manini Ríos. De esta forma, a pesar de ser el sector más poderoso dentro del Partido Colorado, el batllismo debía transar con otros sectores de mucho menor peso electoral. La capacidad “catch all” de los partidos tradicionales, en esencia policlasistas, hacía que se dividieran en un gran abanico de sublemas enfrentados muchos de ellos. Sumado a esto, la paridad entre los partidos blanco y colorado hacía peligrar la supremacía colorada, la equivalencia de fuerzas era enorme. En 1922, la diferencia entre blancos y colorados fue tan sólo de 7.000 votos, mientras que en 1929 (año de la muerte de Batlle) fue de tan sólo 1.526.
La fragmentación se dio en prácticamente en todos los sectores, fue común y parte de un proceso por cierto democrático, a largo plazo. El Partido Colorado se fragmentó entre los batllistas (mayoría estable), los riveristas (liderados por Pedro Manini Ríos, quienes eran conservadores), los vieristas (liderados por Feliciano Viera, en su mayoría funcionarios públicos). Más tarde las escisiones se multiplicarían. El partido blanco también sufrió estas rupturas. El sector con mayor peso electoral era el herrerismo (liderado por Luis Alberto de Herrera), por otra parte los nacionalistas independientes (quienes utilizaban como medio de difusión de sus ideas el diario El País), y estos dos chocaban inexorablemente con el radicalismo de Lorenzo Carnelli. Finalmente el Partido Socialista, que había llegado en 1910 a colocar un diputado (Emilio Frugoni) en la Cámara de Representantes, también sufrió un profundo cisma que partiría en dos al partido. Tras la victoria bolchevique en Rusia, Lenin convocó a una Tercera Internacional. Aquí comenzaron los conflictos, dado que Frugoni no pretendía participar, mientras que Eugenio Gómez, Julia Arévalo y Celestino Mebelli sostenían lo contrario. Finalmente triunfó la decisión del grupo, por lo que Frugoni acató. Poco tiempo después, la Internacional obligó a llevar adelante las “21 condiciones”, una de las cuales era cambiar la denominación del partido de socialista a comunista. Frugoni no aceptó estas prerrogativas, por lo que fue expulsado del partido, que el 17 de abril de 1921 pasó a llamarse Partido Comunista del Uruguay, cuyo primer secretario fue Celestino Mibelli. De esta forma, Frugoni y los suyos formaron otra agrupación denominada Partido Socialista, enfrentado desde los inicios con el comunista.
A pesar del “freno”, la presidencia de Viera llevó adelante el peso del reformismo, una serie de adelantos en materia social y material. Podríamos decir a grandes rasgos que los avances siguieron, aunque muchos de ellos matizados por las luchas intestinas.
De 1919 a 1931 son los años que Lincoln Maiztegui Casas denomina “los años felices”. Justamente los ecos de la gran guerra y la consolidación democrática serán su sello. A grandes rasgos este autor enumera las características: “Consolidación del sistema democrático, la disminución de las distancias electorales entre las dos divisas históricas, la aparición de una nueva fuerza política, el Partido Comunista, la consolidación de Luis Alberto de Herrera como el caudillo civil del Partido Nacional, una considerable parálisis del reformismo social batllista (lo que Gerardo Caetano denomina “la República conservadora” en su libro homónimo), la modernización de la sociedad, en particular Montevideo, una relativa morigeración del flujo de inmigrantes y un crecimiento lento, la continuidad de una economía básicamente agropecuaria basada en la ganadería extensiva y la industria frigorífica”…
Las presidencias de Serrato y Campisteguy, a pesar de tener un freno interno en su persona con respecto al batllismo, llevaron también medidas que modernizaban al país. Uruguay ya era un país de cambios. Era un país que festejaba las medallas de oro de Colombes (1924) y Amsterdam (1928), que programaba para 1930 el primer mundial de football, que inauguraba el flamante y epicúreo Palacio Legislativo (1925), que leía el Libro del Centenario (1925) editado por los Capurro pero apoyado por el Estado, en fin, que se reflejaba en un espejo más que lisonjero. A pesar de esto, la conflictividad laboral persistía y se acercaba una nube negra desde el norte, la crisis de 1929, que golpeó en plena presidencia de Gabriel Terra. Parece una constante que ante un impulso progresista -con sus defectos y virtudes- aparezca esencialmente una columna conservadora representada casi siempre por las mismas fuerzas.