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Silencio, de Scorsese

Apostasía

Con un lenguaje austero pero de gran belleza visual, Martin Scorsese conmueve con su última realización, Silencio, en la que vuelve al tópico de la fe y a la vez plantea un interesante ensayo sobre el choque cultural.

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Caras y Caretas Diario

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Por A.L.

A partir de la novela homónima del escritor japonés Shūsaku Endō (1923-1996), el director Martin Scorsese retoma con Silencio (2016) un complejo nudo temático en torno a la fe y la religiosidad, que ya había abordado en otros títulos de su filmografía (La última tentación de Cristo, de 1988; Kandun, de 1997), para dar forma a una película de marcado despojamiento en sus recursos narrativos, gran belleza visual y densidad expresiva.

Por medio de la historia de dos sacerdotes portugueses, que transcurre entre Macao y Japón a mediados del siglo XVII, Scorsese abre una discusión sobre una experiencia patológica de la fe, pero no la agota en el plano individual. Esa experiencia, encarnada en el sacerdote Sebastião Rodrigues (Andrew Garfield) y su cada vez más profundo delirio, conecta, desde los primeros tramos de la película, con los lastres violentos de la colonización occidental y con una resistencia local y oficial que no sólo convierte en mártires a los karure kirishitan (así se denominaba durante el período Edo a los católicos en Japón, especialmente después de la rebelión campesina de Shimabara, en 1637) y a los sacerdotes que cumplen su misión en la clandestinidad, sino que replantea de forma inteligente el viejo y muy discutido tema de la identidad cultural. La discusión, por cierto, no se lauda en términos de buenos (los occidentales, civilizados, cristianos) y malos (el poder severo, inquisidor, de Japón), sino que deja varias puntas abiertas y refuerza el valor de lo humano y su densa madeja de contradicciones.

A este acierto Scorsese suma otros en el plano estético. Primero, con su trabajo con las cámaras, que deviene elemento clave para componer el moroso devenir del relato y el dramatismo de algunas escenas. Después, en la fotografía, que se destaca por los refinados encuadres y por la paleta de colores que prescinde, salvo en los episodios sangrientos, del rojo; un mérito en el que tuvo un rol decisivo el arte de Rodrigo Prieto. Por último, en el hiperdespojado tratamiento de lo sonoro, que desde los títulos iniciales se convierte en variable decisiva para completar una suerte de ensayo multidimensional sobre el silencio, sea como elemento del paisaje, sea como elemento simbólico (el silencio de Dios), sea como dramática variable interior.

Ensayo de época

Para dar forma a la trama de Silencio, Scorsese se ajustó al estilo epistolar de la novela de Endo. Recuperó varios elementos históricos aunque no se apegó a ellos de forma estricta, y abrevó de las formas clásicas de los jidaigeki o dramas de época, que tienen como núcleo tópico de sus narrativas las historias del período Edo, de 1603 a 1868; en el cine, este género tuvo dos notables exponentes, Akira Kurosawa y Kenji Mizoguchi, que también son referentes personales y cinematográficos de Scorsese.

Las puntas de lanza del relato son los sacerdotes Sebastião Rodrigues (Garfield) y Francisco Garupe (Adam Driver), que hacia 1640 parten de Macao hacia Japón para seguir el rastro del mentor de ambos, el padre Cristóvão Ferreira (con la excelente interpretación de Liam Neeson, que se roba la película), de quien corrían noticias de que había desaparecido después de renegar de la fe católica (apostasía) en medio de la persecución que sufrían los karure kirishitan. En ese duro recorrido clandestino por tierras niponas se disparan los conflictos de Rodrigues y se convierten en una dilatada y profunda crisis psicológica y espiritual, con rasgos de delirio (como su identificación con Cristo), lo que se agrava cuando lo apresan las autoridades japonesas. Ese hecho se convierte en bisagra de la narración de Silencio. En lugar de torturarlo físicamente, los inquisidores fuerzan su apostasía manteniéndolo vivo y en (relativamente) buen estado mientras martirizan con técnicas sangrientas a casi todos sus seguidores.

Ensayo sobre la fe

A partir de ahí, las interrogantes vuelan. ¿Rodrigues debe renegar de su fe para evitar el sufrimiento de los otros creyentes? Esto es, ¿debe obrar como Ferreira? ¿Por qué Dios no lo escucha o, mejor dicho, por qué Dios guarda silencio? ¿En qué se transforma la fe cristiana en ese contexto? ¿Son completamente demenciales los actos de las autoridades niponas? Las respuestas no son lineales. La vida, los conflictos, nunca son lineales.

Pese a algunos puntos críticos, sobre todo cuando la trama sucumbe ante el pietismo lacrimógeno, Silencio es una película exquisita e inteligente en su planteo narrativo y conceptual. Un ensayo sobre la fe, sobre la religiosidad, sobre el silencio, sobre el choque cultural, planteado con una gran austeridad formal (un despojamiento casi religioso) que está surtido de momentos sublimes en lo visual (la travesía de Tomogi a Gotō en bote, que remite casi directamente a una escena similar en Los cuentos de la luna pálida, de Mizoguchi, es, sin duda, uno de los mejores).

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Treinta años

Según relató Scorsese en varias entrevistas recientes, la historia de este proyecto fílmico comenzó en 1988, cuando el arzobispo Paul Moore, de la Iglesia Episcopal de St. John, le regaló la novela de Shūsaku Endō. Tras leerlo de un tirón durante un viaje en tren entre Tokio y Kioto, adonde se dirigía para filmar con el maestro Akira Kurosawa, el director estadounidense tuvo la certeza de que en esa historia estaba el germen de una película y, a la vez, de un medio para replantearse varios asuntos personales con la fe. El único problema, reconoció, era que no sabía cómo materializar la idea. Treinta años después, encontró la vía para llevar a la pantalla grande esta historia convocando a un viejo colaborador suyo, Jay Cocks, para coescribir el guion.

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Antecedentes cinéfilos

La novela de Shūsaku Endō fue la base para dos películas anteriores a esta última realización de Martin Scorsese. La primera, Chinmoku (Silencio), del director Masahiro Shinoda, se estrenó en 1971. La segunda, de 1996, se tituló Os olhos da Ásia y fue dirigida por el portugués João Mário Grilo.

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