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Aquel ciudadano del Atlántico

Por Leonardo Borges.

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Historia de película -si es que existen-, la de monseñor Jacinto Vera. Canario, oriundo de Tinajo, en Lanzarote, quiso el destino verlo nacer en alta mar. La nave fue el escenario perfecto para el nacimiento del futuro primer obispo de Montevideo. Sus padres Gerardo Vera y Josefina Durán llegaban hacia América en 1813; llenos de sueños, surcaron el Atlántico escondiendo un polizón, que sorpresivamente se haría presente al poco tiempo, cerca ya del destino. Ciudadano del Atlántico, quiso el destino que el 3 de julio de 1813 fuera anotado en el primer puerto que tocaron, Santa Catalina, Brasil. A su llegada, sus padres pasaron un tiempo en Maldonado, mudándose luego a Toledo (Canelones). El joven Jacinto sirvió durante un tiempo en el ejército de Manuel Oribe, pero este le concede la baja dada su condición y vocación sacerdotal. Su ordenación se lleva a cabo en Buenos Aires y poco después es nombrado teniente cura de Canelones por el período 1841-1852. Ya para 1859 es nombrado vicario apostólico de la República, cargo que desempeñará con algunos problemas hasta 1879. Durante su ministerio se suscitó unos de los conflictos más importantes entre la iglesia y el Estado. Conflicto que marca un antes y un después, que ha hecho que los historiadores coloquen como punto de partida del proceso de secularización del Estado uruguayo. En abril de 1861, siendo Bernardo Berro presidente de la República en tiempos de fusión, fallece en la ciudad de San José el alemán Enrique Jacobsen. El cura de dicha ciudad se niega a enterrarlo en el cementerio local, debido a las creencias de Jacobsen. El germano era masón. Después de muchas discusiones, fue finalmente enterrado en el Cementerio Central de Montevideo, con el único permiso del mismo presidente, sin previa autorización de la iglesia. En aquellos años la unión iglesia-Estado era absoluta, pues las funciones básicas de nacimientos, defunciones, matrimonios y testamentos eran privativas a la iglesia católica. Inmediatamente el gobierno dictó un decreto por el cual se secularizaban los cementerios, pasaban a manos de la municipalidad y dejaban de ser un asunto eclesiástico. Un proyecto que dormía en los anaqueles desde la presidencia de Gabriel Antonio Pereira. Las tensas relaciones entre el vicario de la República y el gobierno estallaron unos meses después, cuando Jacinto Vera destituyó al cura de la Iglesia Matriz Juan Brid. Brid ostentaba también su condición de senador de la República; en su lugar colocó a Inocencio Yéreguy. Era, en esencia, una puja de autoridades. Comenzaba una lucha de poder entre el Estado y la iglesia (representada en todos los casos por Vera). Todo desembocó en que, tras la “desacreditación” del vicario por parte del Ejecutivo y la acusación de rebeldía hecha por un importante grupo de juristas, en 1862 se ordenó el destierro de Vera y la vacante de su cargo. El gobierno de Berro había pedido su opinión a un grupo de importantes juristas, destacados personajes de la historia vernácula: Tristán Narvaja, Joaquín Requena, Cándido Juanicó, Manuel Herrera y Obes, Antonio de las Carreras, entre otros. Este fue uno de los pretextos que encontró el caudillo colorado Venancio Flores para invadir Uruguay en su “cruzada libertadora”. Lo cierto es que aquella decisión de destierro sorprendió a propios y ajenos. El poder social de la iglesia en aquellos tiempos era tremendo, por tanto, la decisión del presidente lo alejó también de muchos hombres de su filiación, extremadamente cercanos a él. Ante los conflictos dados, el presidente decide buscar una solución. Por tanto, llega a un acuerdo con el prelado, quien había viajado a Buenos Aires y había recibido con beneplácito la bendición de Roma. En 1863 fue levantada la proscripción y fue repuesto en su cargo, regresando presuroso a su patria. Berro, en carta al prelado deja clara que su actitud no es de hombre contrario a la iglesia, sino de un hombre de Estado y de derecho. Sus palabras son elocuentes: “Dios sabe si hay en mí o ha habido algún mal designio. Él nos juzgue a todos por el bien y por el mal que hagamos a la religión y a la patria”. Más allá de intentos de disculpas, la secularización había comenzado y ya no cesaría. En 1867 emprendió viaje hacia Roma, que lo tuvo dando vueltas hasta 1871. Ya para 1878 logra convertir en Diócesis el Vicariato de Montevideo; entre los últimos días de Pío IX (muerto en 1878) y la asunción de León XIII, es declarado primer obispo diocesano de Montevideo y se le otorga una absoluta independencia a la diócesis montevideana, de Buenos Aires y en directa relación con Roma. Encuentra la muerte el 6 de mayo de 1881 a la edad de 68 años, tras una especie de apoplejía. Dejando una vida para contar, en el acuerdo o en la discusión, forma una parte clave de la historia del Uruguay. Un ciudadano del Atlántico que encontró su sitio al oriente del río Uruguay.

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