Por Gerardo Osorio
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El día 11 de julio, Gilmar Mendes, ministro del Supremo tribunal Federal, en una entrevista afirmó que es necesario que el Ejército brasileño se aparte del gobierno Bolsonaro, ya que estarían siendo cómplices de genocidio, haciendo referencia a la estrategia de omisión del gobierno frente a la pandemia por covid-19. Estas declaraciones causaron una nueva crisis entre dos de los poderes del Estado.
El gobierno ha aumentado la participación de los militares en funciones civiles. En gobiernos anteriores, los militares que cumplían funciones eran 2.765, con Bolsonaro en el poder, son 6,157.
Este injurioso capitán, apologeta de la tortura, la violación y el fusilamiento de opositores, junto a su vicepresidente, el General Mourão más 9 militares entre sus 22 ministros, (en verdad son 21, ya que, desde el 15 de mayo, ¡Brasil ha prescindido del titular de Salud Pública!), ha llevado al país a la triste marca de más de 2.300.000 de infectados y casi 84.000 fallecidos.
Otra denuncia de genocidio surgió a partir de la carta de Frei Betto, en la que solicita que la prensa internacional presione para detener el genocidio en curso. Para el fraile dominicano, la estrategia de Bolsonaro es dejar morir a la población más pobre y vulnerable, que sería la que presiona las cuentas públicas por el peso de las prestaciones sociales.
De acuerdo con la Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio de 1948, en su Artículo II, se define el genocidio como “delito perpetrado con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. El delito de genocidio está tipificado en Brasil desde 1956 (presidencia de Juscelino Kubitschek), incluido en la Constitución de 1988, pasando por modificaciones posteriores con la finalidad de reprimir propaganda y grupos neonazis.
Las prácticas genocidas no se limitan a un gobierno o momento histórico ni a un solo grupo. Es una historia que se arrastra desde el año 1500 con la invasión portuguesa y su impronta de sometimiento, aniquilamiento y evangelización a fuego y espada de los pueblos originarios de estas tierras. Se acentúa su triste continuidad histórica con la llegada del primer navio negreiro, pasando por los afanes imperialistas que llevaron al exterminio genocida fuera de fronteras con la hipócritamente llamada Guerra do Paraguai (Guerra de la Triple Alianza), pasando por dudosas prácticas durante la Segunda Guerra Mundial, largas dictaduras impunes, hasta nuestros días, con millones de personas sufriendo la violencia del Estado.
Brasil, que ya enfrentaba, desde el golpe contra Dilma en 2016, una profunda crisis política, económica y social, provocada por políticas de austeridad de carácter neoliberal, se deparó en 2020 en el enfrentamiento a la pandemia, que vino a dar más visibilidad a las grandes desigualdades y al racismo estructural de la sociedad brasileña.
Poblaciones indígenas, afrodescendientes, habitantes de periferias urbanas, LGBTQIA+, población carcelaria han sido víctimas de una política perversa de violencia y destrucción por acción u omisión del Estado.
Durante la pandemia, en la prensa y en las redes sociales, los hashtags y otras “viralizaciones”, asocian el término Genocidio al gobierno Bolsonaro y circula con nuevas dimensiones: genocidio, ecocidio, epistemicidio.
La continuidad de la amenaza a los pueblos originarios
La “Massacre de Haximu” (1993) a manos de garimpeiros fue el único caso de condena por genocidio en la historia de Brasil. El abandono, la marginación, el ataque y destrucción de su hábitat sumado a la violencia ejercida son una constante. El avance de la deforestación de las selvas registra crecimientos históricos.
Las poblaciones indígenas vienen siendo desplazadas de sus tierras, diezmadas por enfermedades y asesinadas por operativos de grupos armados particulares y la policía. A esta situación hoy se suma la pandemia por Covid-19 y la falta de un plan de contingencia.
La integridad territorial de los pueblos originarios también se ve amenazada por el agravamiento de salud del Cacique Raoni Metuktire (89 años), líder de la etnia Kayapó, y del Cacique Aritana Yawalapiti (71 años), líder de Alto Xingú, infectado por Covid-19. Ambos reconocidos mundialmente por su lucha en defensa de los pueblos indígenas, la demarcación territorial y la conservación del medio ambiente. Raoni Metuktire, que ha perdido recientemente a su compañera de toda la vida, tuvo acceso limitado a los cuidados médicos por causa de la pandemia. Estaba siendo atendido en la aldea, presentó debilitamiento, falta de aire, problemas gastrointestinales y deshidratación dentro de un cuadro de depresión, siendo trasladado e internado en CTI. El cacique, candidato al Nobel, ha sido criticado innumerables veces por Bolsonaro, quien lo ha acusado de actuar como “pieza de maniobra de los intereses extranjeros en la Amazonia”. El caso del líder Kayapó no es el único. Muchos indígenas son alcanzados por la depresión pues han perdido sus referencias culturales junto con su tierra madre, limitando su existencia a “reservas”, viviendo a los costados de las rutas en improvisadas tolderías de cartón, maderas y nailon, o andando por las ciudades donde se los ve cargando con sus niños, ofreciendo algunas artesanías y aceptando limosnas, transmitiendo profunda tristeza ante la indiferencia de los transeúntes.
Tras cuatro meses de declarada la emergencia sanitaria, y solamente porque la justicia brasileña interpuso una orden, en estos días se comienza a hablar, tibiamente, de la elaboración de un plan para la población indígena, que se daría a conocer sin una fecha determinada. La pandemia sirve de instrumento y excusa para avanzar en el proceso de genocidio de los pueblos originarios.
Aunque el Poder Legislativo sancione leyes que buscan la protección de los indígenas, el presidente usa su poder de veto para negarles ayuda. Se niega a proveer agua potable, máscaras, material de higiene, canastas básicas y semillas.
Eso no impide que estados y municipios puedan proveer esos insumos, sin embargo, sufren el chantaje presupuestal del gobierno federal, el recorte de partidas.
El racismo mata
El 20 de julio, se conmemoraron los 10 años del Estatuto de Igualdad Social, “destinado a garantizar a la población negra la efectiva igualdad de oportunidades, la defensa de los derechos étnicos individuales, colectivos y difusos y el combate a la discriminación y demás formas de intolerancia étnica” promulgado por el presidente Lula y considerado, por colectivos de lucha por los derechos raciales, como un complemento fundamental para la Ley Aurea de abolición de la esclavitud (13 de mayo de 1888). Se trata de un programa multidimensional para compensar, al menos en parte, las consecuencias actuales de 350 años de esclavitud y más de 120 años de marginación.
La población negra, que es más de la mitad de la población brasileña (según IBGE), muestra los peores índices de analfabetismo, (des)empleo -tipos y retribuciones- informalidad, discriminación por género, violencia policial, trabajo infantil y muertes violentas. El ingreso medio por hogar para familias negras es de 934 reales, mientras que para familias blancas es 1846 reales. La mayoría vive en la informalidad laboral, lo que dificulta el acceso a la seguridad social.
Según la Pesquisa Nacional de Salud (PNS/2017), los negros y negras sufren, de forma más severa, los efectos de la pandemia, por esa ausencia de derechos. Muestran mayores índices de comorbilidades, hipertensión (44%) y diabetes (12,7%), comparados con la población blanca que evidencia un 22,1% y 6,2%, respectivamente.
Otro determinante fundamental de salud, que deja más vulnerable a la población negra, es la segregación residencial racial. En las grandes metrópolis, y áreas metropolitanas brasileñas como Porto Alegre, Belo Horizonte, São Paulo, Vitoria e Salvador, los negros y negras viven en favelas y barrios segregados, en viviendas inadecuadas, sin acceso al agua potable, saneamiento básico, policlínicas y farmacias.
Millares de construcciones (muchas de dos pisos o más, dependiendo del tamaño de las familias) que desafían a las leyes de gravedad, son devastadas por inundaciones, deslizamientos de tierra o incendios que muchas veces “resuelven” criminalmente situaciones de desalojo. Esas viviendas, según el último censo (IBGE, 2009), presentan: poca iluminación natural (60,3%), poca ventilación natural (61,1%) y poco espacio físico (67,1%). De esta forma, las medidas de higiene, ventilación y distanciamiento social se vuelven imposibles para esta población.
El racismo es un sistema estructural que genera comportamientos, prácticas, creencias y prejuicios que dan fundamentos a la desigualdad. Las determinaciones del gobierno Bolsonaro, profundizan esas prácticas y el riesgo de la población negra frente a la pandemia. Al no declarar el lockdown, incluso con un promedio de 1200 muertos por Covid19 por día, los negros y negras, que mayoritariamente son empleados domésticos, repartidores, vendedores y trabajadores informales, son obligados a usar el transporte público, en los que es imposible mantener el distanciamiento social, para salir a trabajar.
En esa circunstancia, al exponerse, cumplen muchas veces la doble función de portadores y transmisores, y se van transformando en máquinas de la muerte.
La letalidad del virus es más alta entre la población negra: de los pacientes internados por covid-19, el 58% de negros fallece y en el caso de los blancos la cifra es 38%.
El analfabetismo funcional, la incapacidad de discernir y analizar críticamente la información, que ya viene manipulada por los grandes medios de prensa, principalmente la televisión, deviene en analfabetismo político.
En las últimas elecciones, sin esconder sus planes racistas de gobierno, Bolsonaro venció en la mayoría de las mismas periferias que presencian cotidianamente la ejecución de inocentes en un país sin pena de muerte. Los brasileños no solo parecen haber perdido el sentido de la indignación, han caído en la trampa anunciada por Malcolm X de odiar al oprimido y amar al opresor.
El poder de veto de Bolsonaro y la amenaza del Tribunal Penal Internacional
“El brasileño debería ser estudiado: chapotea en aguas servidas, hasta se sumerge y no le pasa nada, ya tiene anticuerpos y ayuda que eso [coronavirus] no prolifere”. (Bolsonaro)
El negacionismo, la falta de empatía con las víctimas, la irresponsabilidad en el manejo de la información, y no solo el desinterés o incompetencia como presidente de actuar en consecuencia, sino la intencionalidad política al retener los recursos destinados al combate de la pandemia, el ataque frontal y la ofensa hacia la ciencia y contra quienes enfrentan el avance de la Covid-19, redundaron en denuncias en las cortes internacionales por genocidio.
La posibilidad de que prospere una causa contra Bolsonaro, en el Tribunal Penal Internacional (TPI), aumenta la crisis de gobernanza en el país.
El uso del poder de veto, frente al Congreso, comprueba una omisión deliberada. Vetó el uso de los fondos destinados para enfrentar la pandemia, solo autorizó un 30%.
Vetó el uso obligatorio de máscaras en lugares públicos.
Vetó la ayuda a indígenas y población quilombola: agua potable, material de higiene, alimentación, semillas y herramientas para la agricultura, acceso a internet y el auxilio de emergencia de 600 reales que otros trabajadores informales recibieron, muy a su pesar, por 3 meses.
En un país de unos 210 millones de habitantes, de los cuales tan solo el 50% tiene al alcance servicio de saneamiento y agua corriente, con un 30% de personas que no saben interpretar un texto simple ni realizar una operación matemática con números de 2 cifras, el genocidio no se detendrá con el fin de la pandemia. Es muy difícil discernir cuando hay más templos religiosos que escuelas, la laicidad es una palabra rara y los profesores son considerados perdedores, vagabundos y degenerados marxistas en conspiración para arruinar los valores cristianos de familia tradicional.
Con su arenga envenenada de odio de clase, en defensa de la economía por encima de la salud y la vida, denostando la ciencia, minimizando la pandemia a una gripezinha, indicando el uso de medicamentos sin aval científico, sin un plan de contingencia con la retención de recursos, entre otras, la necropolítica de Bolsonaro lleva adelante una descarada estrategia de exterminio a la vista de quien quiera ver.