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Brasil inaugura de nuevo, así como ocurrió en 1964, las nuevas modalidades de regímenes represivos de la derecha en América Latina. Fue, en aquel entonces, el país privilegiado para la acción del imperialismo y de la derecha regional por el potencial enorme del país, que contrastaba con la todavía débil izquierda, que empezaba apenas a tener raíces populares, especialmente en el enorme campo brasileño. Fue más fácil para la derecha tomar el poder en Brasil y, valiéndose de esa dictadura militar temprana respecto a los otros países, aprovechar el final del ciclo largo expansivo del capitalismo e imponer el “milagro brasileño”, cuyo santo fue la política de intervención en todos los sindicatos y de congelamiento sistemático de los salarios.
Esta vez Brasil es la víctima privilegiada de la acción de la derecha, porque Brasil se había vuelto el eslabón más débil del neoliberalismo en la región, porque la izquierda tuvo, durante 12 años, gobiernos de gran éxito y de enorme arraigo popular, proyectando al más importante líder de la izquierda en el siglo XXI, Lula. Por las modalidades del nuevo tipo de régimen, había que enfrentar alguna nueva forma de elección ya que la derecha había sido derrotada en cuatro veces sucesivamente, a punto que tuvo que desplazar al PT del gobierno mediante un golpe. Y a punto de ser derrotada de nuevo, especialmente con el liderazgo de Lula, que siguió siendo el favorito para ser elegido de nuevo presidente de Brasil hasta las últimas encuestas, cuando su nombre era incluido, había que montar una inmensa operación que sorteara ese riesgo de una nueva derrota.
Aquí hay que volcarse hacia las nuevas formas de acción de la derecha a nivel latinoamericano, empezada en Brasil por la fuerza de la izquierda y por la urgencia de las elecciones de este ano. Antes que nada, hay que desechar los fantasmas del pasado, de la izquierda del siglo XX, donde los partidos comunistas y su viejo arsenal de análisis y de propuestas dominaban el imaginario de la izquierda y lo empobrecían, dificultando el examen de la realidad concreta.
Análisis sobre el fascismo y el frente antifascista son el principal instrumento de ese arsenal envejecido y que sustituye la incapacidad de evaluar los fenómenos nuevos, con sus particularidades. Ya las dictaduras militares eran analizadas por los PCs y sus teóricos como fascismo, revelando la incapacidad de captar los nuevos rasgos de las nuevas tiranías. Esa fue una de las razones por las cuales no fueron los PCs que protagonizaron la oposición a aquellas dictaduras.
Ahora, cuando reaparecen regímenes dictatoriales, los que se ubican en la continuidad de la vieja izquierda, la del siglo XX, retoman el tema del fascismo, como muletilla, en la incapacidad de comprender el período histórico contemporáneo, la era neoliberal de capitalismo, y de la guerra híbrida, como estrategia actual del capitalismo, junto a los estados de excepción. Solamente la incapacidad teórica de comprensión de las condiciones históricas actuales permite retomar un concepto ubicado en los años 30 del siglo pasado, como si tuviera alguna utilidad para el período actual.
Son posiciones de quienes sobrevuelan la realidad, sin comprender la diversidad y la complejidad de nuestras sociedades. No vamos a enfocar la comparación entre el fascismo, las dictaduras militares y los estados de excepción, sino solamente constatar que, en lugar de ayudar, dificulta la comprensión de los fenómenos contemporáneos. El pensamiento está hecho para comprender la diversidad y la novedad de la realidad y no para amalgamar todo en una única bolsa. El pensamiento crítico se rebela en contra de esa visión esquemática y de clisés de la realidad y por ello ha sido y es capaz de apuntar a líneas de comprensión y de acción.
La guerra híbrida actúa por dentro de los sistemas institucionales, contando con la alianza entre la judicialización de la política, la destrucción de reputaciones de líderes de la izquierda, como ejes fundamentales de acción. El marco es del intento de pasaje de un régimen de excepción a un Estado de excepción, que representa el proyecto original de Bolsonaro.
Bolsonaro obtuvo así el 39% del total de electores, conquistando también votos de origen popular. En el nordeste, fue el candidato de la derecha que obtuvo más votos, aunque la región votó por amplia mayoría al candidato del PT, una región que ha elegido o reelegido a todos los 9 gobernadores de izquierda, 4 de ellos del PT, partido que tiene el número más grande de gobernadores en todo el país.
El que quiera entender la elección de Brasil no debe, antes que nada, mirar a Bolsonaro. Debe mirar a Lula, para entender cómo su fantasma ha hecho que las élites dominantes, el Poder Judicial, los medios, han contribuido decisivamente para la elección de quien representa lo peor que tiene Brasil. Es la fuerza de Lula que ha hecho que la derecha haya preferido a cualquiera que pudiera ganar, aun por medio de fraudes jurídicos y persecuciones políticas.
Sin embargo, el destino de ese gobierno no será distinto al de Temer, porque tiene como su ministro de Economía a alguien todavía más ortodoxamente neoliberal. Por lo tanto es un gobierno condenado, en plazos cortos, a la misma impopularidad, lo cual lo puede llevar a acentuar la represión sobre los movimientos populares y la izquierda.
En esos términos, la elección no ha terminado con la crisis brasileña, ha hecho que la crisis cambie de forma. Contando con el más amplio abanico de fuerzas que repudian al elegido, la oposición podrá rápidamente retomar la ofensiva y generar el aislamiento y el rechazo popular al nuevo gobierno.