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Columna destacada | guerra fría | nueva era |

CHINA-EEUU

2022: una nueva guerra fría para una nueva era

Si por guerra fría se entiende el enfrentamiento entre dos grandes potencias o sistemas políticos que ponen en marcha todo su poderío en esa lucha, podemos decir que la rivalidad entre ambas potencias se asemeja en mucho al enfrentamiento EEUU-URSS de la segunda mitad del siglo pasado

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En retrospectiva y en perspectiva, 1978 fue uno de los años más trascendentes de la historia contemporánea. Mirando 44 años hacia atrás y pensando hacia adelante en las décadas que nos tocará vivir, se puede concluir que el proceso de reformas y apertura aprobado por la III Sesión Plenaria del XI Comité Central del Partido Comunista de China de ese año, fue el inicio de un cambio epocal, los dolores del parto de una nueva era.

En menos de 50 años, el país más poblado del mundo abrió las puertas a lo que se puede considerar la mayor revolución económica en la historia de la humanidad, en el sentido de que nunca un colectivo tan grande de población ha experimentado un cambio tan intenso y radical en sus condiciones económicas, sociales y de vida en general.

Nace una nueva era

Cuando Deng Xiaoping -quizás el líder político más trascendente del siglo XX- propuso a sus camaradas del Comité Central las “4 modernizaciones” (industria, agricultura, defensa nacional y ciencia-tecnología) y la apertura gradual al exterior, de la entonces autárquica China, su economía era apenas una vigésima parte del tamaño de la economía estadounidense, con un PIB per cápita como Zambia, menos de la mitad del promedio asiático y apenas dos tercios de la media africana.

“Buscar la verdad a partir de los hechos” fue el principio que orientó el pragmatismo de Deng para justificar sus reformas económicas y representó una ruptura epistemológica en el pensamiento dogmático y determinista del marxismo de su época. En lugar de permanecer prisionero de su propio dogma ideológico, con audacia intelectual y valentía política extraordinarias, el sucesor de Mao eligió un nuevo camino para construir que él mismo llamó “el socialismo con características chinas”.

Los “hechos” de Deng mostraron desde entonces un crecimiento promedio del PIB cercano al 10 por ciento anual hasta 2014, aumentando el PIB per cápita casi 50 veces, superando a las economías más importantes del mundo, Gran Bretaña, Francia, Alemania y Japón. Medido en paridad de poder de compra, el PIB chino es también superior al de Estados Unidos desde 2015.

Casi todas las previsiones coinciden en que a finales de esta década China representará un tercio de la economía global y a mitad de este siglo superará a Estados Unidos y Europa juntos.

Entre las “verdades” que esos hechos produjeron, ese espectacular crecimiento sacó a más de 750 millones de compatriotas de la pobreza y, entre la última década del siglo pasado y los primeros años del presente, China fue responsable de las tres cuartas partes de la reducción de la pobreza en el mundo.

Los números, a pesar de su elocuencia abrumadora, no alcanzan a explicar la trascendencia histórica y la magnitud epocal para China y para el resto del mundo de un proceso que -y sin olvidar las tragedias que significaron el Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural- debemos reconocer que nunca hubiera sido posible sin el triunfo de 1949 del Partido Comunista de China liderado por Mao Zedong.

Hasta la aparición del “fenómeno China”, el surgimiento de Estados Unidos a partir de 1870, la Revolución de Octubre; la caída del Muro de Berlín, la implosión de la Unión Soviética y la desaparición de los regímenes socialistas de Europa eran considerados, junto a la liberación colonial, como los acontecimiento más significativos de los siglos XIX y XX.

Sin embargo, las transformaciones que comenzaron en 1978 son tan o más significativas en términos históricos que cualquiera de los anteriores. Los resultados del proceso de reforma y apertura de China fueron muy superiores a los de EEUU entre 1870 y la Primera Guerra Mundial. La Revolución de Octubre, de indudable proyección histórica, finalmente fracasó y con ella los partidos comunistas del socialismo real. Al contrario, las reformas impulsadas por Deng Xiaoping han cambiado radicalmente a China y al mundo, y el Partido Comunista de China se ha consolidado en el poder y hoy es el más grande y quizás la fuerza política más influyente del mundo.

Por primera vez en la historia contemporánea la economía más grande del mundo será de un país en desarrollo y una excolonia como en los hechos fue China durante el llamado Siglo de la Humillación.

En los últimos 200 años el mundo estuvo dominado por una pequeña minoría de la población mundial (EEUU y Europa).

De acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), formada por 34 países, en su mayoría occidentales, las economías de China e India juntas serán más grandes dentro de 10 años que las de Estados Unidos, Japón y la Eurozona combinadas. Ambos países asiáticos representan 40% de la población mundial. El auge de China al que asistimos es también un acto de democratización de las relaciones internacionales sin precedentes.

Por primera vez en la historia moderna el país que dominará al mundo no es occidental sino de tradiciones y cultura milenarias absolutamente distintas a las nuestras.

Durante décadas estuvimos convencidos de que China respetaría la ecuación modernización=occidentalización=democratización.

Crasus errare, dirían los antiguos romanos. China es hoy uno de los países más modernos y evolucionados del mundo y líder en el desarrollo y aplicación de las tecnologías más avanzadas (robótica, inteligencia artificial, redes de Quinta Generación, etc.) Sin embargo, no será jamás un país occidental y su institucionalidad y su forma de gobierno (que cuenta con índices de aprobación excepcionalmente altos) nunca será una democracia de estilo occidental.

Es hora de que Occidente se despoje de prejuicios y arrogancias y acepte que China fue primero un Estado civilización con más de 2.200 años de historia y que el Estado nación que hoy conocemos se construyó sobre la base de esta tradición milenaria y mantiene una continuidad conceptual, filosófica y cultural que solo puede ostentar la iglesia católica. Ese fue, es y seguirá siendo su rasgo identitario por excelencia y cualquier presión externa o interna para cambiarlo morirá en el intento.

De accionista responsable a enemigo número 1

Desde que las duplas Nixon-Kissinger y Mao- Zhou Enlai en 1972 iniciaron el proceso de acercamiento entre ambos países, las relaciones sino-estadounidenses atraviesan hoy por su peor momento con el riesgo (cada día más cierto) de un ulterior deterioro.

El punto de inflexión se produce en 2016, cuando Trump lanza su campaña electoral que finalmente lo llevaría a la presidencia.

Hasta ese año, Beijing fue para Washington “un accionista responsable” en la comunidad internacional, como lo definiera Robert Zoellick, subsecretario de Estado de Bush en un célebre (y también controvertido) discurso de 2005 ante la Comisión Nacional de Relaciones EEUU-China.

Sin embargo, para el candidato multimillonario, China pasó a ser culpable "del robo más grande en la historia del mundo” y de "violar" a Estados Unidos con sus exportaciones baratas. Acusó al gigante asiático de “robar nuestros puestos de trabajo" y prometió que de ser electo, castigaría a las compañías estadounidenses que transfirieran sus puestos de trabajo a la República Popular.

El “accionista responsable” de Zoellick pasó a ser “nuestro enemigo (porque) ellos nos quieren destruir”, según el expresidente republicano, hoy bajo investigación criminal por espionaje.

De allí en más y durante toda su presidencia Trump desató una sucesión ininterrumpida de acusaciones y ataques. Primero fue la guerra de tarifas, de divisas y comercial. Luego fue el turno de la guerra de las tecnologías y, durante la pandemia, la guerra sanitaria.

Biden, que durante la última campaña electoral compitió con Trump por quién atacaba más al Imperio del Medio, diseñó toda su estrategia internacional con el objetivo excluyente de aislar y deslegitimar a China. Su carta de presentación -para recomponer las relaciones con sus aliados tradicionales y recuperar el liderazgo de Estados Unidos- se escribe “EEUU está de regreso”, pero se declina “EEUU está contra China”.

Nace una nueva guerra fría

Poco antes de asumir Jake Sullivan como consejero de Seguridad Nacional y Kurt Campbell como principal asesor de Biden en temas asiáticos, firmaron un artículo para la revista Foreign Affairs en el que abiertamente declararon que "la era de acercamiento con China había llegado a un abrupto final”.

Una vez electo el presidente y su secretario de Estado, Antony Blinken, han recorrido todos los continentes repitiendo el mantra maniqueísta de que el mundo se divide entre democracias y autocracias y que el país de Xi Jinping -que según Biden “no tiene un solo hueso democrático”- “es el único que tiene tanto la intención de remodelar el orden internacional como, cada vez más, el poder económico diplomático, militar y tecnológico para hacerlo", y que la República Popular representa el "desafío más serio y a largo plazo de los valores universales que han sostenido gran parte del progreso mundial en los últimos 75 años”.

He aquí, al desnudo de toda retórica, la clave para interpretar la nueva estrategia política de la Casa Blanca y los peligros que encierra para la paz mundial.

Esa “era del acercamiento” que según el binomio Sullivan-Campbell llegó a “su abrupto final” se basó en dos premisas que se manifestaron profundamente equivocadas: la primera, el crecimiento de China nunca amenazaría la potencia económica de EEUU y, la segunda, que su modernización, el desarrollo del mercado interno y su inserción en el comercio mundial, comportarían inevitablemente su occidentalización y que finalmente adoptaría una democracia del mejor estilo occidental.

Al contrario, ese casi medio siglo de “la era de acercamiento” que nació con Nixon, mató Trump y sepultó Biden, alumbró otra era en que la inserción extraordinaria de China en la escena internacional sustituyó un mundo unipolar con la hegemonía incontrastable de Estados Unidos por otro multipolar caracterizado por el protagonismo (igualmente incontrastable) de la República Popular.

Esos “75 años” que Biden pretende perpetuar sine die apelando a todos los medios a su alcance (incluido el militar) es el mismo mundo que para Xi Jiping -como enfatizara en una reunión de alto nivel del Partido Comunista días antes de que asumiera Biden a la presidencia- “está experimentando grandes cambios no vistos en un siglo, pero el tiempo y el impulso están de nuestro lado. Aquí es donde residen nuestra fuerza y nuestro vigor, nuestra determinación y confianza”.

Lo que para Xi son los “cambios no vistos en un siglo”, para Biden no son otros que la pérdida, por primera vez en la historia de su país, de su condición de potencia número uno del mundo y para ello ha prometido no escatimar ningún esfuerzo para contener, aislar y socavar a China.

En enero 2021, cinco días después de que su homólogo se mudara a la Casa Blanca, Xi Jinping, inaugurando la edición virtual del Foro Económico Mundial de Davos, por primera vez calificó el estado de las relaciones internacionales como una “nueva guerra fría”.

“Iniciar una nueva guerra fría, rechazar, amenazar o intimidar a otros, imponer el desacople de las economías, la cadena de suministros o sanciones y provocar el aislamiento o el estrangulamiento económico solo provocará una mayor división del mundo e incluso llevará a la confrontación”, advirtió entonces Xi, sin nombrarlo, pero en evidente alusión a Washington.

Si por guerra fría se entiende el enfrentamiento entre dos grandes potencias o sistemas políticos que ponen en marcha todo su poderío en esa lucha, podemos decir que -con la guerra política e ideológica de Biden, sumada a las ya desatadas por su antecesor-, la rivalidad entre ambas potencias se asemeja en mucho al enfrentamiento EEUU-URSS de la segunda mitad del siglo pasado.

En esta nueva guerra fría, made in usa, como lo hiciera antes con Moscú, Washington se empeña en negarle toda legitimidad a Beijing, pero el resultado -que seguramente cambiará la naturaleza del siglo XXI- será completamente diferente al de la versión anterior que culminó con la extinción total de la Unión Soviética y consagró el predominio absoluto de Estados Unidos.

La URSS nunca fue, ni por asomo, un rival económico para EEUU y, en su máximo apogeo, el PIB soviético ni siquiera alcanzó a la mitad de su rival. Muy al contrario, la economía china es casi igual a la de Estados Unidos y la duplicará en menos de 20 años.

El éxito de esta nueva guerra fría será también diferente a su edición primigenia porque la Unión Soviética y sus aliados estaban en su mayoría aislados de la economía mundial y su comercio internacional, sujeto a estrictos controles.

La República Popular esta profundamente integrada a la economía y las finanzas internacionales (y muy especialmente a la norteamericana) y en muchos aspectos, como el comercio y las inversiones, mucho más que Estados Unidos y las otras grandes potencias.

Esto hace que cualquier intento de aislar y contener a China dividiendo el mundo en dos bloques es antihistórico, inviable e impracticable en un mundo multipolar y globalizado.

La Guerra Fría fue la última que ganó Estados Unidos. Preguntada sobre qué seguiría al orden de la Guerra Fría, Jeane Kirkpatrick, -exembajadora de Reagan ante las Naciones Unidas y connotada anticomunista- sugirió que Washington tendría que “aprender a ser una potencia, no una superpotencia” y “[regresar] al estado de una nación normal”.

El final de esa Guerra Fría, mal que le pese a Fukuyama, no fue “el fin de la historia”, sino el comienzo de otra historia, de una nueva era en la que no hay lugar para una sola superpotencia hegemónica, como lo fue Estados Unidos en la era A.C. (Antes de China).

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