Los uruguayos contamos con un jurista insigne, una personalidad integral que supo dotar de arte, de proporción y belleza al derecho mismo. Así como Miguel Ángel supo ver en un bloque de mármol, desechado por inservible, el milagro de un David en tensa espera, así Eduardo J. Couture obró el portento -no emulado hasta ahora, ni en Uruguay ni en el resto del mundo- de combinar de una manera amable, profundamente filosófica y plenamente artística, la literatura, la filosofía y el derecho.
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En momentos en que nuestra sociedad parece haber perdido casi por completo el rumbo en materia de sujeción y respeto a las normas; cuando representantes de la república la emprenden a mandobles verbales y a francos insultos dignos de compadritos del bajo, contra cualquiera de sus semejantes, echando por tierra el más mínimo decoro y dignidad inherentes a su alta función; cuando se llega a confundir la oposición en las ideas con una guerra a muerte, preñada de malicias, mentiras y mezquindades; cuando se condenan actos de corrupción en tiendas del adversario, pero se apañan, se silencian y hasta se aplauden tratándose del bando propio; cuando todo eso y mucho más sucede, es llegada la hora de dar la voz de alto, para detenerse a tiempo, y ponerse a reflexionar en lo que nos dicen juristas y filósofos de la talla de Eduardo J. Couture (1904-1956) a propósito de cosas como la libertad, el orden, la tolerancia y la justicia.
Couture no fue solamente un notable jurista y un filósofo del derecho, que ya sería mucho. Fue además un cronista y un escritor a secas, es decir, un creador en toda la extensión de la palabra. Sus “Diez mandamientos del abogado” son tan célebres que puede decirse, sin exageración, que han recorrido el mundo entero, o casi. Sostenía que hay mucho de poesía en el derecho, siempre que se aborde desde sus profundidades, pues “una idea de progreso, una idea de humildad y una idea de tolerancia no son sino profundas manifestaciones de la entraña moral del hombre”.
En el año 1954 expresó que “el derecho es solo un instrumento. Sin la justicia que lo ilumina, sin el orden que lo consolida, sin la educación que le da vida, sin la paz que lo impulsa, sin la equidad que lo tempera, sin la misericordia que lo suple, sin el amor que lo rebasa, sin el heroísmo que lo glorifica, ¿qué es el derecho?”, y responde: “Es un prodigio de lógica y una caricatura” humana.
Quiero comentar aquí una de sus obras, titulada “La parábola de los cuatro príncipes”, en la que un rey que confía el gobierno de cuatro comarcas a sus cuatro hijos. El rey vendría a ser el espíritu de la sociedad, encarnación del soberano popular y alma de la comunidad humana.
“Tú gobernarás el Norte, dijo al primero. Gobernaré con justicia, respondió el hijo. Tú gobernarás el Sur, dijo al segundo. Gobernaré con libertad, respondió el hijo. Tú gobernarás el Este, dijo al tercero. Gobernaré con orden, respondió el hijo. Tú gobernarás el Oeste, dijo al cuarto. Gobernaré con tolerancia, respondió el hijo”. Justicia, libertad, orden y tolerancia son, así, esos cuatro conceptos, ideales, virtudes o valores que, fatalmente, debemos depositar en manos humanas, por la vía de las instituciones, para ver si se plasman o no en hechos o en realidades. Tiempo después el rey llamó a sus súbditos, o habitantes de las cuatro comarcas, para saber cómo iban las cosas, y no encontró más que protestas y disconformidad. Los del Norte (la justicia) se quejaban del rigor de su príncipe. “Su justicia es muy dura”. “Vivimos litigando, los procesos se eternizan y los jueces no son infalibles” y añaden: “Para conquistar la justicia hemos perdido la paz”, y al final “no tenemos ni paz ni justicia”.
Los del Sur (la libertad) dijeron que aquello había degenerado en libertinaje. “Los comerciantes se enriquecen desmesuradamente… los industriales imponen a sus obreros condiciones inhumanas…” y así continúan. Amparados en sus libertades, todos abusan de todos.
Los del Este (el orden) dicen que el príncipe ha impuesto un estado policial, verdadera tiranía, con invasión de sus hogares y acechanza de sus propios pensamientos. La delación y el miedo son la regla.
Los del oeste (la tolerancia) se quejaron como todos, y sin embargo no pudieron ponerse de acuerdo, porque unos pedían más justicia, otros más orden y otros más libertad.
Llamados los hijos a presencia del rey, reconocieron que su obra necesitaba todavía muchos años de elaboración, más incluso que su propia vida. Finalmente el rey decidió que solo uno de los cuatro, el hijo de la tolerancia, gobernaría el reino a su muerte.
“Pondrás en vigor los anhelos de justicia de tu hermano mayor, los de libertad del segundo y los de orden del tercero. Tu tolerancia te permitirá obtener todo aquello que tus hermanos no lograron. Ama la justicia, pero tolera ese poco de injusticia que los hombres por sí solos no pueden remediar; ama la libertad, pero tolera las necesarias restricciones a la libertad que aseguran la justicia y el orden; y ama el orden, pero tolera ese poco de desorden necesario para asegurar a nuestro pueblo los beneficios de la justicia y de la libertad”.
Esta parábola suena casi extraterrestre en los tiempos que corren. La reflexión ha sido herida de muerte por el vértigo, que campea en todas las cosas. El vértigo de la inmediatez, puesto de manifiesto en las redes sociales (en particular en la casi siempre abominable Twitter, reducto sin igual de violencia de odio) que no da lugar a sopesar ideas y argumentos; el vértigo de la noticia rápida, de tres o cuatro titulares, no mediada por el menor esfuerzo de comprensión; el vértigo de la reacción instantánea ante cosas que deberían suscitar meditación seria y responsable, incluida la proliferación de comentarios realizados con infelices actitudes (soberbia, ironía, despecho o afán de venganza) por gente que debería, por la índole de su cargo y de su lugar en la sociedad, pensárselos cien veces antes de abrir la boca; el vértigo, en fin, de una sucesión de acontecimientos que instalan el delirio y golpean y nublan la razón.
Si se están preguntando qué relación tendrá esto con la parábola de los cuatro príncipes, veremos que en la situación descrita, lo que campea es la intolerancia, hija del apresuramiento, de la irreflexión, del dogma, del prejuicio, del miedo y del rencor. En un mundo de intolerantes no hay libertad ni hay orden, pues el orden (que no es tiranía en un Estado de derecho) supone respeto al semejante y obediencia a la norma. El mundo del gatillo fácil (o sea de los intolerantes) es en el que vivimos. La ley puede quebrantarse fácilmente si no se cumple con su finalidad última: la justicia. Se necesita tolerancia para proteger la libertad y no caer en una mala copia de la monarquía (no la de la parábola, sino en la otra, tan emparentada con la imbecilidad humana) o en el Estado policial; para aceptar los errores en el ejercicio de la justicia, para comprender los límites a las ineludibles restricciones a la libertad, y para calificar acciones que no son obligatorias, o que no están expresamente prohibidas o permitidas (estas acciones son miles y millones, dicho sea de paso, e incluyen ir a visitar a alguien a su casa).
En suma, para Couture, la tolerancia es el sostén de la justicia, la libertad y el orden. La necesidad de reivindicar esta virtud corre pareja con la fragilidad de la condición humana, que es la misma en todos lados, se detente el cargo que se detente y se cumpla la función que se cumpla; como lo fue la época de posguerra, en que se crea esta parábola. Cuando la sociedad se ve amenazada, violentada, quebrantada y debilitada, ya por guerra, por desigualdad flagrante, por abuso de poder o por mal ejercicio de los instrumentos de la democracia, entonces la tolerancia parece ser una legítima alternativa de pacificación.