Sé bien, lector, que no es un tema demasiado festivo para una época de fiestas; pero no solo es muy importante sino que, por casualidad, recibí datos recientes justamente en estos días; y como he estado siempre especializado en el asunto, entonces decidí hacerlo ahora.
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¿Y por qué es tan importante, más allá del desagrado que provoca una muerte autoinfligida, en general, aunque no siempre, radical muestra de que algo anda muy mal?
Porque, lector, los suicidios son mucho más un indicador de malfuncionamiento colectivo que de disfunción psíquica individual. En otras palabras, mucho más un problema social que de salud mental individual, aunque pueda ser esto también muchas veces. Ya lo veremos.
Y diré todo lo que diré porque Uruguay, como sociedad, siempre tuvo, desde que hay datos estadísticamente confiables, altas tasas de suicidios, de las más altas de América, ahora ya más altas que Europa, de las más altas del mundo, en crecimiento acelerado (duplicadas en 30 años), acelerador que la pandemia parece haber apretado, además. Y porque las tasas de suicidios son un importante caracterizador comunitario y un asunto muy indicativo de otros grandes problemas sociales, todo ello descubierto por Durkheim.
El más importante teórico sobre suicidios, el francés Émile Durkheim (solo Maurice Halbwachs produjo algo importante recién 40 años después), lo estableció así con gran claridad en su insuperable trabajo El suicidiode 1897 (ya consagrado ‘modelo’ de investigación, interpretación e intervención social informada); mostró con agudeza que las tasas sociales de suicidio estaban más relacionadas con el grado de cohesión grupal de sostén de los individuos afectados por problemas que con su estado psíquico individual. En otras palabras, que las tasas de suicidio (núero de suicidios por 100.000 habitantes) revelaban un problema social que se manifestaba en conductas individuales más que problemas de individuos agregados numéricamente.
La intervención técnica para minimizar los suicidios, entonces, debería focalizar más las causas sociales de las tasas de suicidios que a los individuos afectados por problemáticas radicales (claro que es mucho más difícil, lento y arduo de verificar y acompañar). En Uruguay, durante muchos años, la consideración de los suicidios era monopolizada por médicos, cuya enciclopédica ignorancia y prescindencia de la causalidad social en los asuntos sanitarios es proverbial, como lo muestran los resultados, mucho peores para la sociedad del tratamiento médico-político-periodístico de una pandemia, que lo que habría resultado de la mera pandemia, que, solita, pobre, no hubiera hecho tanto daño amplificado y perdurable. Recientemente se acoplaron psicólogos a la consideración de los suicidios, lo que mejora las posibilidades de intervención cuando se detectan situaciones de suicidio probable, como intentos, o con líneas de auxilio telefónico para solitarios riesgosos. Por esa fatua ignorancia a prueba de conocimientos me retiré, hace muchos años, de un grupo supuestamente de reflexión (porque en realidad lo que menos hacían era ‘reflexionar’) sobre suicidios radicado en el Clemente Estable; era imposible sugerir que los suicidios eran más que patologías individuales atendibles por médicos y, en última instancia, por psiquiatras. Eran perfectamente refractarios a la idea de que era, más que una suma de actos patológicos y patógenos (contagiables) individuales, una conducta sociocultural con emergentes individuales psicomédicos, como lo había mostrado elocuentemente Durkheim desde 1897.
El genio francés, filósofo, abogado, hijo de siete generaciones de rabinos, fundador de la sociología institucional, pionero de la antropología, de la pedagogía y la teoría de la comunicación, mostró: uno, que la constancia de las tasas de suicidios en diversas comunidades y su divergencia entre ellas exhibía no solo su carácter social, sino como potente caracterizador comunitario; dos, que ninguna otra tasa social caracterizaba tanto a una sociedad, o comunidad, que su tasa de suicidio (analizó muchas otras); tres, que el grado de cohesión social de apoyo a los problematizados explicaba mejor que nada la variación de las tasas entre las comunidades, sociedades o países, y su constancia en cada una de ellas; cuatro, que eso explicaba muy bien por qué era, por ejemplo, perfectamente esperable que una comunidad de predominio protestante tuviera tasas mayores que una católica, y esta, a su vez, mayores que una judía; y lo mismo mayor entre viudos/as que en casados/as, y lo mismo en muchos otras categorías sociales analizadas por él; cinco, tasas todas directamente relacionadas con el grado de apoyo comunal prestado, y con el grado de cohesión de los grupos de pertenencia de los afectados con problemáticas que no explicaban tanto los suicidios y sus intentos como el grado de cohesión de los grupos de pertenencia de los afectados por esas problemáticas, que llegaban a causar tentativas frustradas o ejecuciones exitosas. Menos médicos y psiquiatras, entonces, y más psicólogos sociales, sociólogos y antropólogos, para diagnosticar mejor e intervenir más en la cohesión y apoyo de los grupos de pertenencia a sus miembros, para minimizar las tasas de suicidios. El problema de las altas tasas de suicidio en el Uruguay, en sí y comparadas, y de su imparable crecimiento, se conocen desde hace más de 60 años; pero con esa política de monopolio médico primero, y de oligopolio psicomédico después, solo puede reiterarse el padrón, y empeorar, como ha sucedido y aceleradamente.
Hay muchos problemas en el mundo y en Uruguay que no se solucionan porque no se atacan las causas profundas (suicidios, criminalidad, accidentalidad vial); por ignorancia teórica, por indecisión política en afrontar costos, y por esperar resultados en plazos tan cortos como imposibles, y que pueden beneficiar a otros y no a los decisores cuando funcionan; una línea telefónica de ayuda impresiona como útil, aunque lo es mucho menos que lo que se cree, porque cuando se recurre a ella ya la mayoría de la causalidad ha operado, y lo más que se puede lograr es una suspensión de las tentativas, pero no una reducción de las causas, motivos y móviles que van acercando a pedidos de auxilio, tentativas y consumaciones de suicidios; la línea de auxilio evita la realización inmediata de una decisión que ya fue multialimentada por un conjunto de causas que son las que se deben intervenir para hacer algo sólido, para que no sigan actuando; pero para ello hay que desmonopolizar profesionalmente el suicidio, leer y pensar (algo crecientemente escaso), y no esperar resultados en plazos electorales; todo lo cual hace prácticamente improbable que se haga, tal como ha sucedido en los últimos 60 años (reiteración de rostros preocupados y/o alarmados de impotentes encargados, artículos pseudo-alarmados para vender) y nada operativo, como la evolución de las tasas, siempre tan campante, ha mostrado y muestra.
Tasas de sucidio como síntomas de gruesos defectos sociales
Para Durkheim, las tasas de suicidios no solo eran lo que hemos visto: eran, además, síntomas de problemas sociales de muy grueso calibre. Déjeme ofrecerle una maravillita del pensamiento social en un par de minutos de lectura. La gran problemática que quitaba el sueño al gran Durkheim, en el último cuarto del siglo XIX, era la siguiente: uno, la sociedad europea, al menos, y sus satélites socioculturales, estaban viviendo un momento de crisis de cambio, en el cual algunas de las instituciones encargadas de proporcionar cohesión social e inspiración moral entraban en decadencia difícilmente reversible (tales la religión, la familia, y el artesanato); dos, más que reflotar instituciones menguantes había que construir nuevas fuentes de cohesión e inspiración a partir de nuevas instituciones crecientes (como el Estado, los gremios y sindicatos, y cuerpos intermedios de agregación social); tres, el diagnóstico del grado de disolución de las cohesiones pasadas y de su sustitución por las nuevas fuentes era el análisis de las consecuencias comportamentales en esa crisis; para ello, había buenos datos por ejemplo sobre criminalidad y sobre suicidios.
¿De qué eran síntomas la criminalidad y los suicidios? Del grado de cohesión social dados por la suma de los grupos de pertenencia, que minimizarían las chances de comisión de delitos y suicidios. De modo insuperable en inteligencia, Durkheim decía que, en este contexto de crisis de la cohesión y moralidad sociales motivada por la incipiente influencia de nuevas fuentes de cohesión y moralidad sustitutivas de las menguantes, el peligro mayor eran las expectativas crecientes que asumía y absorbía la gente; porque si no se satisfacían podían provocar frustraciones mayores que las que ocasionarían expectativas menores; con el agravante de que la decadencia de las religiones y de las familias disminuía la moralidad que podría ser escudo contra las frustraciones y tentaciones generadas por expectativas crecientes de baja probabilidad de satisfacción real: expectativas crecientes utópicas en contexto de crisis moral era un cóctel letal que Durkheim descubrió hace 130 años, y que sigue siendo tan o más letal hoy. Esa frustración estructural probable de expectativas aumentadas, con frenos morales menores, generaba dos respuestas alternativas predominantes, cuyas tasas constituían indicadores o síntomas de disminuciones de la cohesión y moralidad colectivas: si el resultado de la frustración era la culpabilización a otros por esa insatisfacción, se imaginaba una exo-responsabilización de otros por el fracaso; consecuencia comportamental: el ataque al patrimonio o a la persona de otros; el monto, variación y calidad de la tasa de criminalidad nos daba cierta aproximación a todo eso. Por otro lado, si el fracaso y frustración se atribuía a carencias personales o de su entorno inmediato, la reacción era, ya no de exo-responsabilización y castigo, sino de endo-responsabilización y castigo: problemas psíquicos y de autoagresión tenían como máxima manifestación al suicidio. Tales eran para Durkheim, a fines del siglo XIX, los indicadores macro de crisis civilizatoria de instituciones menguantes aun no sustituidas como fuente de cohesión y moralidad por las nuevas instituciones crecientes: las tasas de criminalidad y de suicidios.
Las recomendaciones de Durkheim para mejorar esas tasas y los niveles de cohesión y moralidad eran principalmente dos: no elevar el nivel de las expectativas sociales sin seguridad de su logro y construir una moral laica que pudiera remediar el déficit de moralidad ocasionado por el ocaso de la familia, la religión y el orgullo artesanal. Así estamos al haber hecho lo contrario de lo tan agudamente diagnosticado y aconsejado terápicamente por Durkheim: la sociedad de consumo es exactamente el peor veneno, así como las promesas electorales, la propaganda comercial y la exhibición cotidiana de los niveles del jet-set (agreguemos polémicamente la ética lumpen del ‘trap’). Durkheim debería tener un monumento gigantesco en medio del Atlántico.
Entonces, ¿por qué tanto suicidio, y creciente, en Uruguay?
Sin que sea este el lugar más adecuado para desarrollar un ensayo sobre la evolución del suicidio en Uruguay, déjeme decirle que las medidas psico-siquiátricas intentadas son útiles, pero están lejos de poder compensar las mucho mayores fuerzas contrarias y suicidógenas que operan aquí desde hace mucho, que se intensifican, y que las pésimas medidas tomadas durante la pandemia no pueden menos que acelerar, esperablemente.
Uno. La baja organización relativa de la sociedad civil, generalmente absorbida por la sociedad política, en una nación Estado y partidocéntrica, nunca constituyó grupos de pertenencia en abundancia y profundidad como proliferaron en la mayor parte del mundo, y que proporcionan cohesión y apoyo sociales. Desde siempre, los indicadores de suicidio son mejores en Montevideo que en el interior, y probablemente en las capitales sean mejores que en pequeños poblados y en población dispersa. Obvio. En Uruguay esas fuentes de cohesión y moralidad antisuicidio son poco abundantes (las asociaciones patrióticas, nativistas, las de nostálgicos inmigrantes, y los clubes sociales con actividad competitiva pueden serlo).
Dos. La familia pierde pie sin parar: va desapareciendo la familia extendida, tan cohesiva, crecen sin parar los que viven solos, y los indicadores de formación (matrimonios, concubinatos) de grupos familiares no son mejores que los de su disolución (divorcios). Todo esto empeora notoriamente con las medidas sanitarias de la pandemia: hubo un salto espectacular de los suicidios de los mayores de edad, en especial de más de 80; para que no se contagien los hacen suicidarse de soledad y tristeza, y seguramente mueran más por eso que lo que lo harían por covid, cuyas cifras de contagio, muerte y beneficios de las vacunas siempre fueron truchas. Los tapabocas, distanciamientos, encierros, etcétera, son todas medidas suicidógenas; podrán ser antipandemia, quizás, aunque tan poco como lo han sido las vacunas; pero con la mayor seguridad serán suicidógenas y promotoras de enfermedades mentales masivas, que ya hace un año han sido detectadas como en auge.
Tres. En cuanto al Estado, según Durkheim nueva fuente de cohesión y de moral laica sustitutiva de las religiosamente ancladas, tuvo una fuerte representatividad y representacionalidad iniciales, alimentadas por epopeyas y épicas identitarias, pero las fue perdiendo a medida que los Estados de todos fueron desplazados por gobiernos partidarios, binarizantes y dicotomizantes.
Cuatro. La moral religiosa, fuertemente española colonial, fue siendo desplazada por un anticlericalismo, más dogmático que moral, pero que fue perdiendo poder a medida que la libertad de cultos y los incentivos a su instalación van aumentando (1917-34-56). La moral laica, de tan deseada promoción por Durkheim para sustituir a las religiosas, en Uruguay se constituyó por una baja mezcla de éticas lumpen: la criollo-gauchesca, la urbano-tanguera y, ahora, la del ‘trap’, cultor del crimen y la promiscuidad.
Cinco. Las bases cohesivas de las morales gremiales y sindicales, en la medida que se constituyen como dicotómicas, sectarias y de ‘trincheras’, guerras de posición gramscianas, no son fuentes de cohesión ni moralidad colectivas desde su misma cultura de ‘grieta’.
En fin, son perfectamente comprensibles las cifras uruguayas, siempre altas, crecientes y aceleradas con la pandemia. Las medidas de psiquiatrización y los teléfonos de escucha son gotas de agua positivas, pero poco influyentes, dentro del océano suicidógeno básico que es la historia del país. Las medidas son mucho más macro y de largo plazo; pero a ningún político le va a interesar imponerlas porque no le darán lucro electoral inmediato, y hasta podrían servirle de cartel a un político rival a futuro si se implementaran; sean anatema, entonces.
Mientras no se encaren dentro de la visión durkheimiana que adoptamos, el suicidio es nuestro y llegó para quedarse y echar raíces; lo que se hace es bastante inocuo, aunque no equivocado; lo que falta es el abordaje principal y las decisiones políticas acordes; nada de eso se ve venir. La historia de las cifras es suficientemente elocuente.