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coronavirus | pandemia |

Coronavirus e imbecilidad humana

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Mis vecinos ponen cumbia a todo volumen en la ventana de al lado. Se saludan a los gritos con alguien que pasa por la calle. Los dos perros de otro vecino suben corriendo las escaleras, a puro ladrido, trayendo en sus patas todos los gérmenes existentes en Uruguay. La gente se amontona en los comercios, en las calles y en las paradas de ómnibus. Escapo, apenas puedo, a mi casita de la playa, que es el pequeño y auténtico lujo de quien, como yo, jamás cultivó el afán de dinero, pero sí el amor al silencio, al mar, al pasto; o sea, a todas las cosas realmente perdurables y no contaminadas por la vulgaridad de la codicia. Al llegar advierto que mis vecinos de enfrente se han reunido a almorzar con cinco o seis invitados -supongo que para ellos no existe el coronavirus y hablan y ríen a los gritos durante más de cuatro largas horas. Pienso al fin, con cierto horror, que no tengo escapatoria.

Me lanzo a caminar por ahí, sin norte ni rumbo conocido, a ver si la naturaleza me amansa. Paso entre pinos y eucaliptus, pienso en mis hijos a quienes no veo más que de modo intermitente, roto, desgraciado; sigo caminando, llego a ver la línea de los cerros, vuelvo a pensar en mis hijos, en mis amigos a quienes tampoco veo; en mi cumpleaños, que jamás llegué a celebrar, porque acaeció precisamente el nefasto día 13 de marzo; en el pánico crispado de algún familiar, que me echó en cara la sola idea de pretender hacer esa fiesta -como si me hubiera determinado a cometer un crimen en masa- y me gritó que no iba a arriesgar su salud “por un sándwich” en el asado que nunca se realizó, porque se había organizado para el sábado antes de semana de turismo. Sigo caminando, bajo ahora hacia el mar, más y más rápido, ya no a paso de atleta (lo que nunca he sido ni seré), sino a paso de loca jadeante, de prófuga de algún centro de rehabilitación, de neurótica a quien el paso acelerado y el endurecimiento progresivo de los músculos no logran traer la calma.

Recuerdo (porque en estos días de cuarentena han venido a mí todas las rememoraciones, las vivencias de épocas pretéritas y las diminutas circunstancias) que de niña ya experimentaba una angustia parecida. Las cosas me asfixiaban, y para conjurar esa opresión hacía el siguiente esfuerzo: imaginaba algún lugar, uno solo en el mundo entero, donde me habría gustado estar. Por un tiempo ese sitio fue el jardín verde esmeralda de Mary Poppins, en el libro infantil editado por la compañía Walt Disney (no sé si alguien lo recordará). Después, ni siquiera el jardín mágico, o las ropas blancas de Mary Poppins, o su sombrilla de encaje, o la mesita de hierro igualmente pintada de blanco, lograban conmoverme; así que comencé a escribir sobre ese lugar mágico, inaccesible o imposible. Ahora, ni eso. Las palabras han huido de mí, como las musas de Joan Manuel Serrat. En suma, me ocurre en estos días encontrarme hundida en un vacío sin fondo y sin paredes, un vacío cristalino, tipo pecera o piscina cerrada; un vacío desesperante en su acuática dimensión; y, para colmo, todas las cosas que solían perturbarme han exacerbado su molestia hasta límites casi intolerables.

Me doy cuenta, sin embargo, del origen de estas sensaciones. Creo haber descubierto la causa de semejante malestar. No se debe, como pudiera suponerse, a la amenaza del maldito coronavirus, sino más bien a la incoherencia, a la desproporción y a la locura colectiva que rodea al fenómeno. A la imbecilidad, en definitiva. Lo que me mata son las contradicciones, especialmente cuando tales contradicciones se enarbolan y se repiten como si fueran las sentencias más racionales y más doctas del mundo.

La ecuación de la locura actual tiene dos grandes términos: uno de ellos es el realismo mágico de la cuarentena, ya obligatoria, ya sugerida. El otro es la prosaica continuación de la vida en sus generalidades más básicas. Puede que no haya clases públicas ni privadas, ni reuniones sociales ni viajes, pero la gente sigue saliendo a trabajar como si nada, se va de fin de semana, se sube al ómnibus, va al supermercado, a la panadería, a la feria y a la fábrica de pastas. Y allí la atienden otras personas que cumplen jornadas de ocho horas o más. Pero eso sí: para todas esas personas el aislamiento existe, se cumple, es verificable y con él será derrotado de una vez y para siempre el susodicho virus.

Otra ecuación perversa, instalada al rojo vivo en cada psiquis humana, es la idea de la muerte. La muerte ha pasado a ser, en sus múltiples metamorfosis, la gran protagonista de este tiempo. Me refiero no solamente a la posibilidad de morir del virus o de alguna complicación derivada de este, sino a la muerte como espejo y como reflejo, a sus círculos concéntricos de presente, pasado y futuro. Pienso en mis padres muertos, en mis abuelos muertos y en una fila infinita de muertos recientes y antiguos, todos vinculados por el gran rasero de la finitud. La humanidad entera, desde los más remotos tiempos, ha procurado construir formas más o menos elevadas para trascender a la muerte, para sobrevivirla.

En el Cantar de Gilgamesh, cuya antigüedad es de unos 4.000 años, el anhelo de la inmortalidad se representa en una planta o flor que el héroe ha ido a buscar al fondo del mar, pero que no se atreve a probar o a oler; su duda lo pierde, porque la flor es devorada por una serpiente. Ese mismo anhelo de inmortalidad o de retorno a la vida persiste a lo largo de toda la historia humana y sus ejemplos podrían multiplicarse. Orfeo y Eurídice es uno de ellos. Pero hoy, entre nosotros, ese anhelo por el cual tenemos proyectos y trazamos planes existenciales, se resquebraja y se desvanece. Parece quedar únicamente el miedo paralizante, la cuenta del día a día, la ausencia de un futuro, aunque sea mínimo.

Lo bueno, si es que algo bueno existe en esta falsa cuarentena, o en este pseudo aislamiento, o en este realismo mágico instalado, es la inclinación a meditar. Dicen que el mundo de la nueva normalidad o del día después (¿y cuándo llegará el día después?) será de los filósofos. Es posible. Las meditaciones personales de cada uno de nosotros son en estos días más filosóficas que nunca, por lo menos en lo que a las grandes preguntas se refiere. Ponemos en entredicho ciertos relatos que hemos dado por buenos, como el capitalismo y sus tortuosos métodos de hacernos producir dinero para luego hacernos consumir, etcétera, etcétera; o el poder humano sobre el poder de la naturaleza, imbécil pretensión a la que hemos querido aferrarnos a porfía, pese a las advertencias de los ecólogos, los físicos, los geólogos, los químicos, los astrónomos y los propios filósofos.

Francis Bacon se pronunció, en el siglo XVI, sobre la imbecilidad humana, a través de sus famosos ídolos (prejuicios o falsas adoraciones): los de la Tribu, de la Cueva, del Mercado y del Teatro. Los ídolos de la Tribu son los prejuicios o las debilidades del entendimiento humano. Así lo describe: “El intelecto humano, cuando se complace en una cosa (ya porque sea generalmente admitida y creída, o porque cause deleite), obliga a todas las otras cosas a ser confirmadas y estar de acuerdo con ella; y por más grande que sea la fuerza y el número de las pruebas en contrario, o bien no las observa, o las desprecia, o las quita de en medio y las rechaza, valiéndose de un pernicioso prejuicio, con tal de que sus primeras conclusiones permanezcan invioladas”.

Supongo que los lectores ya se habrán sentido identificados, en todo o en parte, con las anteriores palabras de Bacon, a propósito del absurdo de esta pseudo cuarentena que no nos lleva a ninguna parte, pero en cuya falsedad nos sentimos extremadamente a gusto. Si hay que aislar (en serio) a la población de riesgo, o no, es cuestión que me excede. Si hay que decretar (en serio) un aislamiento, también. Pero la paranoia de dividir la mente en dos contrarios, y hacer como si no pasara nada, me sigue causando un malestar exacerbado.

 

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