“Yo como delincuente sé que no tengo ni voz ni voto en mi defensa ni en defensa de mi familia, pero creo que el único país de Sudamérica donde se respeta bastante la ley es en Uruguay”, dijo el mayor narcotraficante de la historia uruguaya, pocos meses después de recibir de modo exprés el pasaporte que le permitió fugarse de la justicia.
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Le sobraban razones para estar agradecido, porque el gobierno uruguayo le había abierto las puertas de la prisión de Dubái y le permitió permanecer prófugo de cinco países que lo buscan por crímenes aberrantes.
La ley poco le importa a Marset, si tiene un abogado hábil, escurridizo y bien relacionado como para escabullirse entre las sombras.
Unos años atrás, Marset había sido sobreseído de la causa por la que había sido acusado del homicidio de su mejor amigo, porque se descubrió que las pruebas habían desaparecido del expediente; pruebas y grabaciones que aún hoy se están buscando y que muy probablemente lo incriminaran en el asesinato por el cuál había sido formalizado.
Ese mismo narcotraficante puso en jaque al Gobierno de Luis Lacalle Pou, se burló de la Justicia, de la sociedad uruguaya y manchó el prestigio internacional de un país que a lo largo de su historia se jactó de su inquebrantable honorabilidad institucional.
No se trata del honor de un presidente que ya les mintió varias veces a los uruguayos y se escuda en los códigos callejeros para defender a sus amigos corruptos, sino de todo el gobierno formado por una coalición de partidos que quedan bajo sospecha de uno de los actos de corrupción más graves de la historia uruguaya.
El día que Netflix decida hacer una serie con la vida del narcotraficante Sebastián Marset, escribirá un argumento plagado de sobornos, intrigas, traiciones y maniobras delictivas al más alto nivel, que mantendrá con el corazón en la boca a más de uno de los miembros del Gobierno actual.
Hasta el momento, solo conocemos una parte de la trama, que ya alcanza para que la oposición se plantee la posibilidad de iniciar un juicio político al presidente de la República, para enviar un mensaje histórico a la altura de un país orgulloso de sus instituciones democráticas.
Lo que se sabe
Lo que se sabe hasta ahora es que dos ministros, dos viceministros y el asesor principal del presidente renunciaron en la peor crisis política e institucional de los últimos años. Se sabe también la causa. El narcotraficante más peligroso de la historia del país salió de una prisión de Dubái, donde estaba detenido por documentación falsa, gracias a un pasaporte uruguayo concedido de manera exprés y entregado a su abogado y gestor para ser trasladado a Emiratos Árabes por sus familiares en una carrera contrarreloj que culminó con la libertad del narco y con el prestigio de nuestro país en la lona.
Se sabe que los principales jerarcas del Ministerio del Interior estaban informados, desde meses atrás, de que el destinatario del pasaporte era uno de los narcos más buscados por cinco países y, ahora, gracias al Gobierno uruguayo, permanece prófugo. También se sabe que la representación diplomática en Dubái había advertido al Ministerio de Relaciones Exteriores y consultado sobre el trámite a seguir.
Se sabe que se consideraron otras opciones para evitar dar un pasaporte, incluyendo un documento de viaje o un documento a ser utilizado para un solo viaje con destino a Uruguay.
También se sabe, y está probado, que el canciller de la República le pidió a la vicecanciller que pierda su teléfono para destruir pruebas y evitar que el chat que le había enviado el viceministro del Interior llegue a la Justicia. Se sabe, además, que el asesor principal del presidente llamó a una reunión en el piso 11 de la Torre Ejecutiva (pidiéndoles que entren por el garaje para no ser vistos), y en ese encuentro les exigió que borren el chat incriminatorio y les advirtió que ya había eliminado la hoja del expediente de Cancillería donde figuraba el mensaje. Se conoce, además, el propio presidente lo admitió, que dicha reunión había sido convocada por él.
Hasta aquí el lío es lo suficientemente grande para poner contra las cuerdas a un gobierno bajo graves sospechas de corrupción al más alto nivel jerárquico.
Pero la cosa va más allá porque, como si todo esto fuera poco, se sabe que el presidente de la República estuvo presente, aunque sea unos pocos minutos, en la reunión del piso 11, avalando la trascendencia del encuentro donde se pergeñó la trama que ahora quedó al desnudo.
Se sabe asimismo que, abrumado por las pruebas y las grabaciones que se presentaron en Fiscalía, el mandatario aceptó las renuncias de Francisco Bustillo, Luis Alberto Heber y Eduardo Lafluf (en diciembre había renunciado Carolina Ache, convertida en chivo expiatorio para tapar el escándalo que inevitablemente sucedió).
También ha trascendido que en un viejo caserón del Prado en donde funciona una “casa de seguridad” del Ministerio del Interior, se reunieron los dos ministros, los subsecretarios y directores generales de los ministerios del Interior y Relaciones Exteriores y numerosos jefes policiales, para acordar una estrategia para engañar al Parlamento con una trama que negaba falsamente no conocer quién era Marset ni los extremos en que se le otorgó el pasaporte.
Se sabe que dicha reunión fue dirigida por el asesor del presidente, Roberto Lafluf, quien diseñó la mencionada estrategia y distribuyó los roles de los presentes.
Por último, se sabe que, además de ocultar pruebas, el Gobierno mintió en varias ocasiones y que estas renuncias no cierran el escándalo, ni esconden la basura bajo la alfombra, sino que abren un sinfín de interrogantes muy graves que ahora la Justicia deberá develar para limpiar el prestigio internacional del país, que quedó al nivel de las peores repúblicas bananeras.
Lo que no se sabe
Hasta aquí lo que se sabe. Pasemos ahora a las cosas que no se saben, pero quedan muy claramente en evidencia.
No se sabe por qué el Gobierno decide entregar un pasaporte a un peligroso narcotraficante detenido en Dubái, abriéndole la puerta para que pueda fugarse y evadirse de investigaciones por narcotráfico. No se sabe si el narcotraficante pagó algún monto (aunque las especulaciones hablan de 10 millones de dólares) y, en caso de ser cierto, tampoco se sabe quién pagó y quién cobró ese soborno.
No se sabe (aunque se intuye fácilmente) si fue el propio presidente quien dio la orden para que su asesor principal exija a dos viceministros que destruyan evidencias para evitar que caigan en manos de Fiscalía.
Tampoco si el documento protocolizado fue destruido por el presidente o por su asesor Roberto Lafluf quien, al final, solamente habría sido el “que se hizo cargo”. Ni cómo Lafluf se hizo de ese documento, ni qué conocimiento tenía el presidente de su destrucción, que evidencia el propósito de incumplir una sentencia judicial de incorporar todo los hechos referentes al pasaporte de Marset en el expediente.
No se sabe por qué el presidente asegura que ninguno de los miembros de su gobierno tuvo que ver en ninguna trama de corrupción ligada a la entrega del pasaporte y, sin embargo, aceptó la renuncia de cuatro de los principales involucrados.
No se sabe por qué el canciller llamó “tarado y anormal” al viceministro que hizo pública la conversación que mantuvo con Carolina Ache, si -como dicen- no tenían nada para ocultar.
Lo que se intuye
No hay que ser fiscal de la causa ni tener acceso al expediente para darse cuenta de que algo huele a podrido en toda esta historia.
Que el presidente de la República no podrá evitar el desprestigio que significa que miembros de su propio gobierno se crucen graves acusaciones de corrupción y eliminación de pruebas pergeñadas desde la propia Torre Ejecutiva.
Basta con leer los diarios, escuchar la radio o informarse por Caras y Caretas para entender que estamos ante uno de los hechos más graves de la historia reciente, con sospechas de corrupción que llegan a lo más alto de la pirámide del Estado, en beneficio del narcotraficante más poderoso del que se tenga memoria en el Uruguay.
No podemos permitirnos mirar para otro lado cuando está en juego el prestigio de las instituciones del país.
Tampoco podemos permitirnos ser débiles o timoratos.
Hay demasiadas sospechas que sólo se aclararían con mayor transparencia y cristalinidad para comunicar los hechos y admitir los errores.