Una turba bolsonarista invadió las sedes de los tres poderes en Brasilia causando destrozos del patrimonio público y suscitando un rechazo masivo y global, rápidamente expresado en centenares de comunicados oficiales de presidentes de decenas de países y organismos de todo tipo y color distribuidos por el mundo. Las imágenes de los acontecimientos recordaron el asalto al Capitolio de los Estados Unidos, exactamente dos años atrás, protagonizado por una caterva manijeada de idéntica filiación fascista y conformación psicopatológica equivalente.
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Este fenómeno de movimientos sociales de derecha desprovistos de sofreno racional ha llegado para quedarse por un buen tiempo. Por sí mismo no tienen capacidad de dar golpes de Estado ni de torcer la voluntad de gobierno, pero su operativa caótica y desenfrenada es funcional a intereses concretos, una especie peligrosísima de titiriteros del odio, cuyo propósito es la destrucción de las formas civilizadas de convivencia y el descrédito de los sistemas democráticos.
Sucedió en Estados Unidos, azuzados por Donald Trump, sucedió en Brasil, catalizado por Bolsonaro, pero está sucediendo con mayor o menor grado de penetración en muchas otras partes del planeta, campea en las redes sociales y tiene sus vocerías también en Uruguay, con legisladores oficialistas anotados entre sus impulsores. No debe ser subestimado, aunque los portavoces parezcan sacados de un cotolengo de desquiciados, porque la clave de su éxito y propagación no está en el talento ni la densidad argumental, sino en la capacidad de estimular una fibra íntima de sujetos que sienten interpelados antiguos privilegios, que viven en un conflicto profundo e identitarios con los otros que no se ajustan a sus parámetros de existencia.
No es estrictamente una derecha política sino una derecha antipolítica, autoritaria, orbitando en una psicosis colectiva, impermeable a la razón, a los fundamentos y a la realidad. Son capaces de invocar santos, dioses, extraterrestres, figuras legendarias y hasta espectros, y actuar de acuerdo a escenarios ilusorios en el paroxismo de la disonancia cognitiva. Odian y temen al mismo tiempo, y odian porque temen, y temen porque odian, incapaces de seguir el hilo hasta el origen de sus pensamientos.
La democracia vive tiempos complejísimos. En los últimos años una cantidad de golpes de Estado y otras manifestaciones de violencia política extrema han sacudido la región. Para no retroceder mucho, la derecha ha intentado y/o ha conseguido dar golpes en los últimos 20 años en casi todos los países de la región, y donde no ha llegado hasta ese extremo, ha introducido una violencia discursiva, utilizando el formidable aparato mediático y el inmenso poderío económico del que hace gala. Ahora mismo, una dictadura sangrienta está produciendo masacres casi a diario en Perú y el silencio internacional sobre lo que está pasando es desolador. Hace poco más de dos meses, intentaron asesinar a la vicepresidenta de Argentina que, semanas después, fue sentenciada a prisión e inhabilitación perpetua por una mafia mediática judicial que actúa de forma impune, pese a la abrumadora cantidad de pruebas. Días atrás fue detectado y desmontado un aparato explosivo en el camino a la casa de la vicepresidenta de Colombia, y no mucho antes, un paro secesionista y tremendamente violento impulsado por la derecha de Santa Cruz de la Sierra puso en jaque a Perú.
En Uruguay, diariamente operadores del gobierno utilizan redes sociales y medios de comunicación para denigrar y agraviar periodistas, políticos opositores y gente corriente, sin ningún apego a la verdad y con absoluta impunidad. Lo hacen con el mismo propósito, incitar al odio, identificar un enemigo difuso que hay que hay liquidar, vencer y exterminar en nombre de una idea ya no política, sino demarcatoria de lo que puede venir y no sobre la faz de la tierra.
O se actúa de modo inmediato contra esta cultura del odio o seguirán sucediendo y cada vez con más fuerza y peores consecuencias, episodios como los que vimos en Brasil y los que estamos viendo en Perú, con desenlaces dramáticos y sangrientos, produciendo una herida irreparable a corto plazo en el tejido social. Hay que parar la mano ya porque se le va a ir de las manos hasta a sus propios instigadores.