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Editorial crecimiento | economistas |

ECONOMÍA

La aritmética del crecimiento y el pasaje a Estocolmo

Si yo fuera ministro iría al Ministerio de Economía y les diría a los economistas de esa cartera que busquen la manera de resolver la vivienda de los más pobres. Sin excusas.

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Cada vez que se escucha un reclamo de invertir más recursos en educación, salud o vivienda, la respuesta de la comunidad “aceptada” de economistas sigue más o menos un dogma que parece no merecer ni siquiera la duda. El mismo es una ley escrita en piedra y recitada de memoria en nuestra academia de economía y en los think tank de moda que, con más o menos energía, nos recuerda que la deuda pública ha llegado a niveles en proporción al PIB que ponen en duda su sostenibilidad en el futuro.

La consecuencia ineluctable es que esto podría resultar en una caída en la calificación de crédito de nuestro país, lo que induciría a Wall Street a vender los bonos uruguayos —como que traders que ganan decenas de millones de dólares al año basaran enteramente sus decisiones en los humores de las calificadoras—.

Entiéndase bien, la ruta así descrita es infalible: deuda externa insostenible, “dedito para abajo” en el juicio de las calificadoras de crédito, pérdida del investment grade y remate de los bonos soberanos.

Es verdad que si se llegara a producir una corrida de venta de bonos uruguayos sería una verdadera debacle económica, nuestro país perdería la capacidad de financiar el déficit fiscal, obligándolo a cerrarlo en cero de un día para el otro.

A partir de esa hipótesis aterradora de darse ese escenario apocalíptico digno de serial de Netflix, las alternativas de futuro se bifurcarían en dos caminos alternativos. El primero consistiría en pasarle el fardo al Banco Central para que intente financiar el déficit fiscal emitiendo moneda, lo que inmediatamente llevaría la tasa de inflación a superar el 100 % anual. Este es el camino eventualmente elegido por Cristina Kirchner y sus ministros de Economía. El segundo camino pasa por forzar el “déficit cero”, lo que implica recortar sueldos y servicios públicos en cifras reales muy difíciles de absorber para cualquier gobierno democrático que se vería convulsionado por las demandas sociales y sus consecuencias políticas. Éste se aproxima al camino elegido por Javier Milei.

Pero casi siempre ocurre que en el momento en que el país se enfrenta a estos dos escenarios hipotéticos y social y políticamente claramente inapropiados es que aparece el FMI con una aspirina que no cura la enfermedad y tampoco alivia el dolor.

Consciente de que forzar la eliminación del déficit fiscal de un día para el otro puede generar “externalidades políticas” no deseables, como ser un Mahathir Mohamad en Indonesia, un Varoufakis en Grecia o un Vladímir Putin en Rusia, el FMI ofrece como paliativo más deuda a cambio de programas de “cambio estructural” que se traducen en una reducción de la presencia del Estado en la producción de bienes públicos.

Pero los resultados invariables de esta ayuda del FMI consisten en una deuda mayor a la anterior, por lo que, para volverla “sostenible” y poder repagarle al FMI, se vuelve necesario imponer una quita a los acreedores anteriores, justamente los que habían confiado en el país por años o hasta décadas, volviendo al financiamiento más volátil y transformando al país en más dependiente de los centros financieros internacionales.

El resultado colateral es que tiende a desaparecer la banca nacional y las bolsas de valores locales, actores molestos que contribuyen a reducir la dependencia de los JP Morgan, Blackrock y sus filiales internacionales que utilizan nombres en castellano para confundir navegantes. Y si estos temores no fueran suficiente para frenar la voluntad de progreso independiente de un Estado, siempre se puede recurrir al viejo de la bolsa, el lobizón o la bruja Maruja…

Esta historia es repetida y ocurrió en muchos países de los cinco continentes, pero ya es sabido que los remedios del FMI no curan nada. Sus políticas no son el remedio sino la enfermedad. Y el relato neoliberal nos obliga a escuchar repetir hasta el cansancio que solo se pueden producir aumentos en el gasto público en la medida en que el nuevo nivel del déficit fiscal no se traduzca en un aumento del peso de la deuda sobre el PIB.

En otras palabras, solo se podría aumentar el gasto público si la economía creciera, revirtiendo la causalidad que le valió a John Maynard Keynes el reconocimiento como uno de los más grandes economistas de la historia y que permitió al mundo emerger de la Gran Depresión de la década del ‘30.

En efecto, esta reversión de causalidades es el núcleo central de la doctrina que el neoliberalismo logró imponer en gobiernos, organismos internacionales y funcionarios de tales organismos por igual.

Si antes se entendía que el Estado podía contribuir con obra pública a levantar una economía estancada, años de FMI nos han convencido de que solo podremos crecer con políticas fiscales y monetarias restrictivas.

Pero ¿cómo es que funcionaría en la práctica esta mano invisible? Supuestamente, quienes toman todos los días decisiones de inversión estarían pendientes de los vaivenes de las calificadoras de crédito. Así, el panadero que tiene que cambiar el horno o el carnicero que desea mejorar su local de atención al público estarían mas inclinados a concretar su inversión, no basándose en su propia información de mercado sino en base a lo que dicen estas agencias que escriben informes a miles de kilómetros de distancia de su realidad.

Sin dudas que las inversiones dependen de la disponibilidad de crédito bancario, que a su vez es afectado por las calificaciones de riesgo soberano. Pero juegan muchas otras variables. De hecho, la mayoría de las pymes se financian con fondos propios, y para aquellas que necesitan crédito existe un ahorro doméstico importante que permitiría financiar todas sus inversiones.

El tema de las “megainversiones” es otro cantar y es tema para otra columna. Pero aceptemos el argumento de que solo se puede aumentar la inversión pública —nótese que hablamos de inversión y no de “gasto”— si este aumento es financiado con crecimiento, y hagamos alguna aritmética sencilla para visualizar cuál sería la magnitud del “espacio fiscal” generado.

Partamos del PIB nominal actual de aproximadamente U$S 80.000 millones, del cual el gasto público representa un 28 % del total o el equivalente a U$S 22.000. Supongamos que resultado de un gobierno que hiciera todos los “deberes” marcados por las calificadoras, y por acción de la “mano invisible” —u otra entidad de similar naturaleza intangible— lográramos un exceso de crecimiento del PIB de 1 % por encima de ese escenario base que no nos permitiría gastar ni un peso más.

Asumamos que estuviéramos dispuestos a aumentar el gasto proporcionalmente para conservar el mismo peso del gasto público sobre el PIB. En ese caso el gasto público podría aumentar en U$S 220 millones. Y haciendo una proyección optimista, en caso de que en un año el crecimiento excedente se duplicara a 2 % por encima de la tendencia, el Estado contaría excepcionalmente con U$S 440 millones.

Esto quiere decir que, en el mejor de los casos, y con todo el viento a favor, si se dedicaran todos esos fondos a construir viviendas sociales, no alcanzarían para resolver el problema de vivienda a 10.000 familias, más precisamente a menos de 60 de los 600 asentamientos que tiene relevado el Ministerio de Vivienda en todo el país.

Claramente estaríamos ante una inconsistencia de economía política, ya que nunca se generarían las condiciones para que el sistema político entregue lo que promete y realmente se necesita hacer. Más concretamente, dotar de vivienda digna a todos los que constitucionalmente tienen derecho.

En efecto, la simple aritmética nos demuestra que la alternativa de jugarnos al crecimiento para después atender las políticas sociales imprescindibles no cierra.

No cierra para terminar con los asentamientos en diez años ni en 20, ni cierra para humanizar el sistema carcelario ni para dar el 6 % más el 1 % para la educación, ni para potenciar el sistema de cuidados, ni para proporcionar el 1 % del Producto a la investigación y la innovación, ni para combatir el delito y el narcotráfico, ni para asistir y proporcionar trabajo a decenas de miles de mujeres jefas de hogar que son las que cuidan a 160.000 niños que viven en situación de pobreza en viviendas carenciadas sin futuro, sin expectativas y sin esperanza.

Me temo que no existe escenario posible de crecimiento que nos permita, con el marco de política económica actual, encarar la creación de bienes públicos necesarios para garantizar el desarrollo económico y el bienestar de los ciudadanos de nuestro país. Ni qué hablar que tampoco dará para construir infraestructura para el desarrollo, ni para desarrollar el sistema nacional de puertos, ni para potenciar el ferrocarril, desarrollar la caminería rural y mantener y mejorar las rutas nacionales. Ni creciendo el 2,5 % anual da para el Uruguay al que aspiramos si confiamos en la inversión extranjera y en la inversión privada y no jugamos todos los boletos a encontrar modelos ingeniosos y creativos para posibilitar la inversión pública.

Es posible que estemos equivocados y que hayamos leído mal la historia del desarrollo económico. Es más, nos alegraría equivocarnos y que quienes intentan convencernos de que solo podemos financiar estos bienes públicos con crecimiento reciban eventualmente un más que justificado premio Nobel. Seríamos los primeros en acompañarlos a Estocolmo para compartir tan importante momento en la historia de la academia uruguaya. Pero creemos que mientras tanto debemos tener la audacia de probar algo diferente.

Digamos por ejemplo que Uruguay declarara su aspiración a convertirse en el primer país de América Latina sin asentamientos, y que eso costara —por poner una cifra— U$S 3.000 millones de dólares a lo largo de 10 años. Sin tener en cuenta que parte del gasto sería recuperado por el Estado bajo la forma de una mayor actividad y la resultante recaudación que eso sí fomentaría el crecimiento tanto o más que subsidiar supermercados en Punta del Este o cadenas de farmacias.

El efecto, en el peor de los casos, sería un incremento del déficit anual en U$S 300 millones por año, 0,5% del PIB.

Para complementar la medida se podría también concebir una gira por Nueva York, Londres y Zurich a efectos de explicarles a inversores y calificadoras que Uruguay toma esta medida para revertir años de desidia en el combate a la pobreza, frenar la desaparición de la clase media, mejorar la seguridad y el combate al delito y reducir los gastos en asistencia social. ¿Es posible concebir que Uruguay quebraría financieramente por una medida de este tipo? ¿Resultaría tan difícil explicar la estrategia uruguaya a una comunidad de inversores que se muestra, al menos nominalmente, tan preocupada por la sustentabilidad del planeta tierra? ¿Cuál sería la agencia calificadora que se animaría a bajarnos la calificación por tal medida? ¿JP Morgan, Blackrock o la Asociación de Bancos Privados se aterrarían o harían una pataleta?

Creemos firmemente que una medida por el estilo no solo reduciría los riesgos políticos para los inversores, sino que alentaría las esperanzas de un cambio que pusiera por primera vez a los más humildes primero.

Dicen que Albert Einstein definió la locura como el intento de hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes. Y esto del crecimiento no es la primera vez que lo escuchamos desde que en 1960 el Cr. Azzini nos convenciera de firmar una innecesaria carta de intención con el FMI.

Astori logró pagarle al FMI hasta el último peso para que nuestras políticas no estuvieran condicionadas por sus correctivos. Ahora tenemos que liberar nuestras cabezas y creer en nosotros mismos. Si yo fuera ministro iría al Ministerio de Economía y les diría a los economistas de esa cartera que busquen la manera de resolver la vivienda de los más pobres. Sin excusas. Como dijera en su primer y último discurso como ministra Cecilia Cairo: La plata va a estar si la reclamamos con energía porque el pueblo la necesita y no puede seguir esperando eternamente que el país crezca por la inversión de los más poderosos. Nada podemos esperar sino de nosotros mismos.

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