Se cuenta que Zhou Enlai, primer ministro desde la fundación de la República Popular (1949) hasta su muerte (1976), en una conversación informal con la delegación estadounidense durante la histórica visita del presidente Richard Nixon a China en 1972, consultado sobre las consecuencias de la Revolución francesa, respondió: «Es demasiado pronto para saber”.
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Si bien hay quien dice que el dirigente se estaba refiriendo a las protestas de París de mayo de 1968, que pusieron en jaque al gobierno del general De Gaulle, lo cierto es que la cautela y la prudencia para opinar de asuntos de otros países ha sido una constante de la diplomacia del gigante asiático.
Este principio rector de su política exterior fue practicado con especial escrúpulo tanto durante la campaña electoral como en los días sucesivos al escrutinio que consagró al demócrata Joe Biden como el presidente número 46 de Estados Unidos.
Los sonidos del silencio
A pesar de haber sido junto a la covid-19 el otro gran protagonista de la contienda presidencial, tanto las autoridades como la prensa china ostentaron una suprema indiferencia y sus referencias al tema se redujeron a una declaración del viceministro de Relaciones Exteriores, Le Yucheng: “Esperamos que el nuevo gobierno de Estados Unidos trabaje con China para resolver las diferencias sin conflictos ni enfrentamientos […] impulsando las relaciones bilaterales por el buen camino”.
El decadente espectáculo exhibido por ambos candidatos en sus debates televisivos y discursos electorales fue aprovechado por los medios oficiales chinos para recordar a su propia gente cómo “el sistema electoral occidental solo lleva al caos”.
Conocido el resultado, el gobierno no se congratuló con el presidente electo y mantuvo un expresivo silencio que retumbó en todas las cancillerías del mundo. “El Sr. Biden ha declarado su victoria electoral” y “el resultado de las elecciones presidenciales de EEUU se determinará de acuerdo con la ley” fue el único comentario oficial del portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores, Wang Wenbin.
Recién una semana después de que ambos pronunciaran su discurso de victoria en las elecciones estadounidenses, China envió sus felicitaciones al presidente electo, Joe Biden, y a la futura vicepresidenta, Kamala Harris.
“Respetamos la elección del pueblo estadounidense y transmitimos nuestras felicitaciones al señor Biden y a la señora Harris”, declaró el viernes pasado el mismo vocero del ministerio en la habitual rueda de prensa diaria de su departamento.
En este caso el no posicionarse o evidenciar preferencias por alguno de los candidatos, además del principio de no interferencia y de la tradicional cautela, se justifica por la convicción de los dirigentes chinos de que Estados Unidos es una potencia en decadencia y que, ganase el republicano o el demócrata, la hostilidad se mantendrá y Washington buscará por todos los medios evitar su propio declive y, al mismo tiempo, frenar al rival (¿enemigo?) estratégico por la supremacía mundial.
Un cambio que no cambia
La campaña electoral fue una serie ininterrumpida de ataques cruzados entre Biden y Trump para demostrar a sus votantes quién era el más idóneo y el más duro para detener el auge chino, abonando la percepción tanto del gobierno como del Partido Comunista de China que desde la otra orilla del Pacífico no le darán tregua, que las hostilidades llegaron para quedarse y que Washington no escatimará esfuerzos para retrasar, lo que dentro y fuera de China consideran un avance inexorable del gigante asiático que lo convertirá, probablemente en esta misma década, en la primera potencia planetaria.
A priori y habida cuenta de que la política de Trump precipitó las relaciones bilaterales a su peor momento desde que se restablecieran en los años 70 del siglo pasado -y que con el demócrata sería posible retomar el tono de la diplomacia tradicional tan denostada por Trump a golpes de tuits, insultos y exabruptos-, se podría pensar que una victoria de Biden sería muy bien recibida por las autoridades chinas.
Sin embargo, también es cierto que el America first trumpiano, con su exacerbado proteccionismo, su apuesta al unilateralismo, su renuncia a tratados como el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) o su retirada de organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS) debilitaron, como nunca antes, la influencia internacional y las alianzas tradicionales de Estados Unidos, lo que fue tempestivamente aprovechado por la República Popular que -también como nunca antes- aumentó su protagonismo global en calidad y cantidad y se erigió como el gran paladín mundial del multilateralismo y el libre comercio.
Tampoco había pasado desapercibido para la dirigencia china que el mismo Biden que hasta hace muy poco se vanagloriaba de sus relaciones personales con Xi Jinping (con quien se encontró 11 veces cuando ambos eran vicepresidentes) y que en una visita oficial a Beijing en 2011 afirmó «el auge de China no es solo positivo para China, sino para Estados Unidos y el orden mundial”, ahora califica al presidente chino como un “matón” y promete encabezar una campaña internacional para “presionar, aislar y castigar a China”.
Muy probablemente el presidente electo buscará el dialogo con la República Popular en temas abandonados por Trump, como la lucha contra el cambio climático, la seguridad de la salud mundial y la no proliferación de armamento nuclear. Por el contrario, pocos o ningún cambio se esperan de parte de Biden en los casus belli de los que muchos llaman una nueva guerra fría: el comercio, el Mar de China Meridional, Hong Kong, Xinjiang, Taiwán y la tecnología.
En la célebre novela El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el personaje del joven Tancredi dice a su tío Fabrizio: «Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie».
Dicho en otros términos: en lo inmediato, Biden puede introducir cambios cosméticos para revertir la trayectoria descendente de las relaciones con China durante los dos últimos años del mandato de Trump, pero a largo plazo el nuevo presidente hará todo lo que esté a su alcance para reafirmar (¿recuperar?) el liderazgo de Estados Unidos y arrinconar a China con un frente de países aliados y organizaciones afines.
“Estados Unidos tiene que ser duro con China”, alentó el entonces candidato Biden. “La manera más eficaz de enfrentar ese desafío es construir un frente unido de aliados y socios de Estados Unidos para enfrentar las conductas abusivas y las violaciones de derechos humanos de China”, agregó.
Post scriptum
Al momento de entregar este artículo, los medios de comunicación de todo el mundo dan cuenta de la constitución de la Asociación Económica Integral Regional (RCEP, por sus siglas en inglés), el mayor tratado de libre comercio del mundo firmado por 15 países de la región Asia-Pacífico resultado de negociaciones promovidas por China desde 2012.
Los diez países miembros de la Asean (la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático) más China, Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda suscribieron el pacto que representa cerca de un tercio de la economía mundial, con un PIB combinado de unos 26,2 billones de dólares y 2.100 millones de consumidores en la región con mayor crecimiento del mundo.
La firma del acuerdo significa un éxito económico, político y diplomático extraordinario para la República Popular, que consolida su posición en la región y se confirma como el líder mundial del multilateralismo y el libre comercio.
El pacto, que excluye a Estados Unidos, es una alternativa al TPP, el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, el ambicioso tratado entre las dos orillas del Pacífico concebido por Obama (y sepultado por Trump) como el instrumento príncipe de su plan estratégico «Giro al Pacífico” para contrarrestar la influencia china en su propia región.
«Tras negociaciones durante ocho años, la firma de la RCEP ha traído luz y esperanza al pueblo en medio de la grave situación actual internacional, lo que demuestra que el multilateralismo y el libre comercio permanecen en la dirección correcta para la economía mundial y el progreso humano», declaró el primer ministro chino, Li Keqiang, al momento de firmar la adhesión de su país.