Ya se puede decir que las preparadas mentes que orquestaron el plan de asalto sobre Venezuela incurrieron en errores de cálculo. En los laboratorios de Estados Unidos, donde planificaron la peculiar estratagema de investir a un usurpador autoproclamado mediante avalanchas de reconocimiento de países de la OTAN y gobiernos sumisos de América Latina, se comieron el factor pueblo y subestimaron la unidad de las fuerzas armadas bolivarianas. Habrán creído que la suma de la presión internacional, el ahogamiento económico y la apabullante campaña de propaganda en medios y redes sociales eran suficientes para quebrar el espinazo del gobierno venezolano, pero le erraron feo y a tres semanas de la autoproclamación del diputado Juan Guaidó, Nicolás Maduro no solamente manda sobre las instituciones del país, sino que el chavismo ha cobrado una fuerza inusitada, propia de los tiempos de mayor gloria.
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Estados Unidos se encuentra en un callejón del que sólo puede salir a bombazos, pero tiene obstáculos severos para una solución de fuego, externos e internos. El presidente Donald Trump difícilmente consiga autorización del Congreso y en el Consejo de Seguridad de la ONU, incluso si obtuvieran la mayoría en su seno -lo que no han logrado-, se enfrenta con un veto sólido de Rusia y China. Pero más allá de consideraciones políticas, una invasión directa a Venezuela presenta un problema mayor: Venezuela no es una nación débil o desarmada y Estados Unidos no se le anima a naciones así. Le gusta invadir países sin capacidad de defenderse, pero no Estados como el venezolano, con fuerzas armadas profesionales, bien equipadas, numerosas y convencidas, además de millones de milicianos patriotas armados hasta los dientes. Para colmo, Venezuela está muy cerca, demasiado cerca.
Es presumible que todas las fichas se jueguen a la vía indirecta. Implantar una Bengasi en territorio venezolano para desatar una guerra que sólo en apariencia sería civil, porque no estaría protagonizada por bandos simétricos de una lucha intestina. Sería una guerra instalada con mercenarios, gente sin convicción, matones a sueldo del Departamento de Estado o de la alta burguesía venezolana que no va a pelear en ningún frente donde haya que jugarse la vida -y eso hay que sacárselo con peine fino-.
Para crear un ejército irregular en Venezuela, en condiciones de desafiar a las fuerzas armadas, hay que armar un montón de gente, miles de personas, apertrecharlas hasta poder tomar algún lugar bajo su control, por donde pueda ingresar todo el aparataje y la gente necesarios para un conflicto de larga duración con el Estado. Una cabeza de playa, pero tierra adentro, posiblemente en la frontera con Colombia, porque después de la catástrofe de Playa Girón, la idea de lanzar miles de mercenarios a una bahía escondida con la idea peregrina de avanzar, para ser derrotados en 72 horas y pasarse décadas haciéndose los bobos, parece impracticable y, por lo tanto, descabellada.
Sin embargo, ha habido movimiento de las fuerzas estadounidenses en los últimos días. Hace dos días el gobierno de Cuba denunció el movimiento de fuerzas operativas de Estados Unidos hacia instalaciones aeroportuarias de Puerto Rico, República Dominicana y otras islas del Caribe. En la declaración del gobierno revolucionario de Cuba se señala que dichos movimientos se realizaron, posiblemente, sin conocimiento de los gobiernos locales, dando la pauta de que habían sido detectadas por trabajo de inteligencia. La denuncia de Cuba es precisa: “Entre el 6 y el 10 de febrero de 2019, se han realizado vuelos de aviones de transporte militar hacia el aeropuerto Rafael Miranda de Puerto Rico, la base aérea de San Isidro, en República Dominicana, y hacia otras islas del Caribe estratégicamente ubicadas, seguramente sin conocimiento de los gobiernos de esas naciones, que se originaron en instalaciones militares estadounidenses desde las cuales operan unidades de Fuerzas de Operaciones Especiales y de la Infantería de Marina que se utilizan para acciones encubiertas, incluso contra líderes de otros países”.
Asimismo, se conoció que Estados Unidos presentó un borrador al Consejo de Seguridad de la ONU según el cual pretende introducir la situación humanitaria, los migrantes y violaciones a los derechos humanos como el argumento para intervenir por la fuerza y “adoptar las medidas necesarias”. La hipótesis inmediata es que Estados Unidos necesita introducir un “corredor”, abastecer una operación militar, y para ello quieren fabricar un pretexto humanitario, pero dicho borrador no se va a aprobar nunca en el Consejo de Seguridad, como ya le aclaró en conversación telefónica directa el canciller ruso, Sergei Lavrov, al secretario de Estado, Mike Pompeo. En esa conversación, además, Rusia le reclamó a abstenerse de una intervención.
En este punto cabe pensar que Estados Unidos está dando todos los pasos para una intervención, pero que no tiene condiciones para llevarla a cabo, al menos por ahora. Lo que sí ha hecho es llevar las sanciones económicas a un extremo de carácter tan confiscatorio que no pueden perseguir otro objetivo que provocar una crisis humanitaria de verdad, sustrayéndole a Venezuela todos sus recursos, impidiendo que comercialice su petróleo e incautándole las cuentas en la banca internacional.
Estados Unidos quiere rendir por hambre al pueblo venezolano, producir un desequilibrio definitivo mediante sanciones brutales y estar preparados para ingresar en el mismo momento en que una ventana de oportunidad se abra, invocando las necesidades humanitarias. Como estrategia no es nueva; ya lo hicieron con Cuba y, como desenlace, seguramente se enfrente al mismo fracaso porque nuevamente se enfrentan con un pueblo en el que una parte, a la vez invisibilizada y enorme, tiene una profunda noción de patria y autoestima que antes la lleva a la resistencia que a la claudicación.