Me han preguntado, incluyéndome, sobre la vida interna del llamado “Grupo de Tacuarembó”. Confieso que soy bastante reacio a esta denominación. No sé si acierto o no, pero la sinonimizo bastante con “escuela artística”; parecería postular que habríamos sido una agrupación con postulados estéticos compartidos y, sin que ello le quite importancia al vínculo en nuestras vidas, me parece que estuvimos bastante lejos de serlo. Examinemos a tres cantantes que se categorizan como miembros del grupo: Eduardo Darnauchans, Héctor Numa Moraes y Eduardo Larbanois. ¿Qué afinidad puede encontrarse en la temática o en el estilo de sus concretas trayectorias musicales? Podría hablarse de parecidas concepciones del arte, de la vida y de la política, pero estas sólo se infieren, nunca han sido explicitadas, y menos articuladas y propuestas. Tal vez sean secuelas de otra categoría de interacción. Me adhiero más a una concepción de los servicios de inteligencia de la dictadura, que nos asignaban la categoría B o C, considerando que frecuentábamos el “Círculo de Benavides”. Cuando supe que se me imputaba tal demérito, me sentí trasladado a la Rusia zarista: uno de mis ídolos literarios, Fiódor Dostoievski, había caído en desgracia, en su juventud, por su pertenencia al “círculo Petrayevski”. Pero bien pensado, el uso de la expresión “círculo” se corresponde cabalmente con nuestra realidad. Entre nosotros no había ningún otro vínculo que todos compartiéramos que el de ser alumnos de Washington Benavides. Él era el centro en torno al que todos nos agrupábamos. La informe y anárquica estructura del grupo era muy parecida a la del sistema planetario. En el centro ubicaríamos al Bocha, amigo y profesor de todos; afuera, orbitando en torno a él, estaríamos nosotros. Si existíamos como tales, era por el influjo que ejercía el profesor y poeta. Nadie puede discutirle su excepcional y versátil talento artístico y su peculiar concepción de la docencia. Para él, esta no comenzaba ni terminaba con el timbre del liceo, sino que era un vínculo permanente, concretable a toda hora, por el que el maestro estaba abocado a contagiar a quienes lo rodearan un ansia de plenitud, la convicción de que el arte, tomado en serio, con todo rigor, con audacia y libertad, es una de las mayores fuentes de recompensas de la vida. Las reuniones carecían de solemnidad. No tenían hora de comienzo ni temario prefijado. Lo único que se sabía de antemano era que el Bocha se ausentaría para impartir en el liceo las clases del día. Se charlaba del tema que saliera, según quién llegara primero a su casa. De fútbol, de política, de arte: literatura o canto. No teníamos hora de llegada; sabíamos que, desde las siete y media, encontraríamos al dueño de casa levantado y dispuesto a atendernos si ya no tenía que partir al liceo. No había adoctrinamiento político alguno, como se sospechaba desde la derecha. Había concurrentes más convencidos y definidos –tal era caso de Darnauchans y de Larbanois– que el propio Bocha, quien se limitaba a exponer posturas inconformistas e iconoclastas, a veces agudas críticas de los mismos partidos de izquierda. En estos temas, por más que se respetara su opinión, era uno más. Lo mismo ocurría con el fútbol, porque sus pronunciamientos eran desnudamente subjetivos, propios de un hincha de Peñarol y de la selección de Tacuarembó. El Bocha gozaba de una autoridad incuestionada e inapelable cuando opinaba de arte, tanto –como ya dije– de literatura como de canto, y no por su condición de profesor de la primera asignatura, sino por la contundencia de sus afirmaciones. Fue hijo de un juez de paz que también supo ser consumado guitarrero e informado recopilador de coplas, y de una maestra rural. Muy asmático, tuvo que sobrellevar una infancia muy retraída y se hizo muy adicto a la lectura. Mantuvo esta afición en su juventud y le añadió la del canto y la música, por influjo de su padre y de un eximio profesor español, Tomás Mujica, un republicano que, en razón de su exilio, había recalado en Tacuarembó. Comenzó a descubrir la plenitud que depara toda actividad artística, sea la de creación o la mera lectura o audición, e, inmerso en ese caudal, al arte volcó su existencia. Tuvo excepcionales cualidades que lo llevaron a descollar en su generación. Trabó vínculos con sus congéneres que fueron muy fecundos en la recíproca influencia que generaron. Entre ellos, creo que es insoslayable mencionar a Walter Ortiz y Ayala, con quien compartió lecturas y primeras creaciones. Con esas experiencias se consolidó en la convicción de que el arte es fuente inagotable de plenitud si se lo encara con seriedad, por lo que en sí mismo significa y no por las consecuencias, halagüeñas o no, que lateralmente pueda suscitar. Todos los que lo conocemos coincidimos en destacar como cualidad muy resaltable su erudición, y pienso que la clave de esa virtud, más que en la memoria, radica en una pasmosa sensibilidad. El Bocha percibe con extremada intensidad la obra ajena. Y esa percepción, que es conmoción, asegura un profundo registro, del que bien se servirá, para siempre, la memoria. Me explico con esta experiencia que, en distintas circunstancias, coincidimos en vivir el Darno y yo. En mi primer año de Preparatorios, el Bocha lamentó reiteradamente, en el aula y en la casa, que el programa no incluyera a Gustave Flaubert. Sostenía que la obra entera del francés era “el mejor taller en el que podía recalar todo aprendiz de narrador”. Tanto insistió que un día compré Madame Bovary, La educación sentimental y Salambó. Callado, leí Madame Bovary en dos semanas. Un pasaje que me fascinó fue la primera visita del médico Charles Bovary a la granja del padre de Emma. Como creí que barruntaba las principales pautas del análisis literario que el Bocha seguía en sus clases, procuré aplicarlas, con el mayor de mis afanes, a esa escena. Cuando, libro en mano, timbré en su casa, pensé que compensaba las diferencias de talento con una mayor frescura en el conocimiento del texto. Me constaba que el Bocha habría abierto la novela en un tiempo indefinidamente distante. Pero compartió y, a veces, hasta anticipó mis “descubrimientos” como si, al igual que yo, la hubiera leído la noche anterior. Y me destacó detalles esenciales que me habían pasado desapercibidos. Y, sin más, pasó al sentido general de la novela y a la concepción de Flaubert sobre la literatura, “que era la mayor riqueza que yo podría extraer de su obra”. Me relanzó así sobre una influencia decisiva en mi vida. Cuando le conté esta vivencia, el Darno compartió, a su vez, conmigo una suya. En una escapada a Montevideo había comprado un libro rarísimo sobre la trova, creo que provenzal y sobre el uso de la balada. Al hablar con el Bocha, este llegó al colmo de comentar muy certeramente un libro que no había leído. Al resumirle el Darno cada tesitura del autor, el Bocha la cribaba, adhiriendo o disintiendo con ejemplos que extraía de los cancioneros retenidos por su memoria o rápidamente hallados en su biblioteca. Esas visitas a la casa del Bocha y Nené, su hospitalaria compañera, creadora entre otras exquisiteces de una torta que el Darno bautizó “del Alba”, por su blancura, ya que la masa no llevaba yema de huevo, resultaron inolvidables. Como a todos mis compañeros, moldearon mi vocación, pero por influjo de una sola persona. Por eso, en vez de Grupo de Tacuarembó, prefiero la terminología dictatorial: Círculo de Benavides.
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