Luego de varios años de trabajo de búsqueda en el ex Batallón 13 de Infantería, el Grupo de Investigación en Antropología Forense (GIAF) halló el esqueleto completo de una persona desaparecida, cuyo cuerpo fue enterrado a menos de un metro de profundidad y cubierto de cal, en un descampado a casi un kilómetro de distancia del acceso al predio.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
El hallazgo, que se suma a los cuatro realizados con anterioridad en dependencias de las Fuerzas Armadas, pone en evidencia, de nuevo, que la Operación Zanahoria, si existió, no logró su cometido presunto de remover todos los cuerpos y hacerlos desaparecer otra vez, en una iteración maligna que hiciese imposible el reencuentro, incluso en la muerte, de lo que arrebataron con vida.
Además de la profunda y honesta conmoción de la gente sensible, hemos presenciado con asco, en los días que van desde la aparición de los restos, una inusitada reacción de una parte hedionda, y seguramente pequeña de la sociedad, que ubica este descubrimiento como un artefacto publicitario en el contexto de la campaña electoral. Esta vocinglería de la náusea ha sido alentada en redes sociales por psicópatas del odio, gente perversa que no repara en la insensatez de lo que dice ni en el daño que hace.
La aparición del cuerpo de un desaparecido no repara el crimen, pero es un alivio absoluto para la familia que lo reencuentra y alienta la esperanza de que otros más puedan aparecer gracias el esfuerzo del grupo de investigadores y la decisión política del Estado de buscar, buscar y buscar hasta hallar.
Es fundamental, en este momento y ante esta recuperación de un cuerpo, alcanzar un acuerdo verificable e inmediato entre todos lo sectores políticos para que la búsqueda no se detenga, más allá de quién acceda a la presidencia a partir del 1º de marzo de 2020. Es imprescindible hacerlo ahora porque es evidente que no todos están comprometidos con la causa de la verdad y, menos aun, de la justicia, y este hallazgo da la razón definitiva a los que han persistido en el esfuerzo de excavar en los cuarteles que fueron centros de detención masiva, tortura y ejecución de prisioneros políticos.
No podemos soslayar las volteretas de los negacionistas, que ahora aparentan arrepentimiento y compasión, pero que durante años negaron la existencia de desapariciones forzadas, o dijeron que habían sido todas en Argentina, o anunciaron que iban a suspender la búsqueda si podían porque era la forma de pasar de página, como un método avieso e inverosímil de “restañar heridas” mediante el ocultamiento, la amnesia obligatoria y la supresión del derecho inalienable a darle sepultura a los restos de los seres amados. No debemos ignorar los cambios de discurso porque corremos el riesgo de caer en la trampa de hipócritas y especuladores, que a la primera de cambio apoyan la pértiga en cualquier punto y cruzan a la vereda de los cómplices.
Ahora hay que esperar a que la ciencia descifre la voz del cuerpo, para que nos diga quién es, cómo y cuándo murió, cómo llegó hasta ese derrotero. Serán días de ansiedad para saber si encontramos a Elena, o a María Claudia, o a alguno de los desaparecidos del 300 Carlos. Mientras tanto, cabe reconocer y felicitar a los investigadores del GIAF por devolver a la tangibilidad de la existencia a un compañero o una compañera más, héroe o heroína de este pueblo, secuestrado, asesinado y soterrado por una banda de asesinos que permanecen mayoritariamente impunes, disfrutando de su vejez y de sus buenas jubilaciones, mientras estos patriotas yacen en tumbas clandestinas esperando que la mano incansable del pueblo uruguayo alcance sus osamentas, cubiertas de décadas de cal y de tierra, y de toda la gloria que cabe en la humanidad de las personas que fueron dignas hasta el último día, sabiendo que su dignidad les costaba la vida.