Más allá del gusto amargo que deja que los 135 artículos de la Ley de Urgente Consideración no se hayan derogado por la mínima el pasado domingo, el resultado del referéndum representa un triunfo político destacable del movimiento popular, en general, y de la izquierda en particular. En los veinte meses transcurridos desde que se promulgó la LUC, el 9 de julio de 2020, hasta este 27 de marzo, la izquierda ha experimentado una transformación cualitativa y un incremento cuantitativo insoslayables. Para dar cuenta de ello, basta observar las condiciones de partida y las condiciones actuales del bloque opositor en todos los componentes de la vida social.
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Cuando se promulgó la ley, el Frente Amplio, como organización más importante de la izquierda y única fuerza política decididamente opositora con representación en el Parlamento, se encontraba en un estado debilidad asombroso, si se considera que continuaba siendo la fuerza política más votada del país: sin conducción real, desmovilizada, vapuleada electoralmente -sobre todo en octubre de 2019-, desfinanciada y sumergida en un complejo y tenso proceso de autocrítica. Mientras tanto, las organizaciones sociales vivían un período de reacomodo ante un nuevo escenario que tendría a los trabajadores como principales desfavorecidos del modelo económico. Para colmo, la pandemia campeaba con todas sus consecuencias sobre la movilidad humana y la atención de la ciudadanía, y el gobierno ocupaba toda la escena con conferencias de prensa diarias en un clima de temor ciudadano por la epidemia y necesidad de confiar en la gestión de las autoridades.
Durante varios meses no hubo claridad en torno a la estrategia a seguir. Muchos consideraban que el camino de reducción de daños asumido en el Parlamento había mitigado el impacto pernicioso de la ley, por lo que no tenía sentido en ese contexto de desmovilización, debilidad y pandemia, enfrentar un camino arduo de recolección de firmas cuyas esperanzas de éxito eran escasas. Por otro lado, había un colectivo del movimiento social que no aceptaba ni siquiera la norma mejorada o menos dañina y aspiraban a una batalla frontal por la derogación total. Entre esos extremos, pasaron varios meses de negociaciones hasta encontrar una propuesta que cobijara a la mayoría de las organizaciones del campo popular o, cuanto menos, a las más grandes, pero dejando una ruta de trabajo para el resto. Esa propuesta fue que prosperaran dos proyectos de derogación a los que se sometería a la vía larga de impugnación, que implicaba recoger más de 600.000 firmas, vía que tampoco era de consenso.
Pasado el tiempo, hay que reconocer que la vía larga (mucho más compleja en su ejecución) fue un formidable acierto, porque permitió introducir la ley a debate social y contribuyó a una acumulación movilizada de militancia en condiciones de dar la pelea política ante una norma sumamente compleja y de alcance diverso. La vía corta, menos exigente en firmas, pero de tiempo muy acotado, solo habría alcanzado el núcleo duro de la izquierda y la polémica no se habría derramado en todo el país. Algo más debe destacarse: en el proceso de recolección, en condiciones sumamente hostiles y en apenas seis meses, la izquierda social y partidaria logró reunir 800 mil firmas, que representa el 80 % de los votos que finalmente obtuvo la papeleta rosada. Como firmar es un acto que implica un grado superior de compromiso que solo votar -en la medida que el voto es obligatorio y secreto, mientras la firma es voluntaria e identificable por su propia naturaleza-, este hecho significa que la izquierda social concita un grado de adhesión militante casi total, mientras la derecha se ha mostrado mucho más dependiente de dispositivos publicitarios y de adhesiones contingentes con compromisos más débiles y más volátiles fuera de su núcleo duro.
Otra de las consecuencias de este proceso ha sido la confluencia del movimiento social y la izquierda partidaria en una coordinación muy exitosa. Esta alianza es histórica y estratégica, y sobre todo lo es mientras ambas cosas tengan vida propia, independientes entre sí, pero no indiferentes, toda vez que la izquierda partidaria es hija y síntesis política de ese campo popular para representar sus intereses, algo que nunca debe ser olvidado.
Así las cosas, el gobierno ha logrado conservar la ley, pero sabe perfectamente que fue por un margen estrechísimo y que tiene enfrente una oposición sólida, organizada y movilizada que alcanza a casi la mitad de la población. La oposición, por su parte, ha logrado sortear de manera contundente su reflujo de hace nada más que dos años, ha transitado un proceso de renovación de sus cuadros muy abarcativo, superó el trauma de la derrota y la fase de la autrocrítca, saliendo con una conducción clara, renovación de cuadros, alianzas fortalecidas y militancia de masas. Los próximos tres años de este gobierno no serán coser y cantar, sus proyectos neoliberales más ambiciosos parecen a priori condenados y la izquierda tiene ahora un punto de partida firme para ejercer una oposición eficaz y prepararse para la posibilidad de volver a gobernar en el corto plazo.