Uruguay, ¿país de viejos o envejecido? ¿Envejecido demográfica o intelectualmente? ¿País de pensamiento estancado o de sociedad aburguesada? ¿Historia reciente u olvidos programados? ¿Sociedad cobarde o poderes sagaces? ¿En qué lugar quedan entonces los jóvenes en ese contexto? ¿En qué sitio los pensadores, intelectuales, aquellos que se supone activan una mínima célula crítica en las sociedades achanchadas? Uruguay se ha olvidado de los jóvenes hace mucho y mucho más con aires intelectuales. Tanto de izquierda como de derecha el pensamiento es y no se discute, los rapsodas nos cuentan la historia sagrada y debemos santificarla con un movimiento de cabeza. Jóvenes e historia reciente parecerían dos temas tabú en nuestra sociedad perfecta en una geografía más perfecta aún. Penillanura de viejos carcamanes, levemente ondulada en las mentiras. Pero la pregunta sigue estando allí y es una pregunta desde el inicio de los tiempos modernos. ¿Qué papel deben jugar los intelectuales y sobre todo jóvenes en un país? ¿Y qué papel deben jugar en la construcción de nuestra historia reciente? Otro Uruguay ¿Quién en sus cabales negaría el papel de José Pedro Varela en la historia del Uruguay? Tanto como intelectual como hacedor. Al observar a ese ser con prominente barba y de perfil homérico de los carnets de los escolares uno observa a un hombre serio, trabajador, solemne. Pero detrás de ese bronce, detrás de las capas de mármol que recubren esa idea, ¿qué edad tenía Varela en realidad? Varela pisaba los 34 años cuando murió, por tanto, la reforma la llevó adelante pisando los 30 y las ideas las abonó con veintitantos años. Además Varela formaba parte de una generación de jóvenes bautizados como principistas, hijos de aquella vieja universidad. Carlos María Ramírez era su compinche de salidas, gavroche y cuasimodo eran sus seudónimos. Ese barbudo de los carnets también salía por las noches y era consumidor de morfina (la droga del momento) por placer. Un lector atento podría sostener que el tiempo, los años, las edades eran otra cosa en aquellos tiempos, en el aquel Uruguay decimonónico, y tendría parte de razón. La población del Uruguay no llegaba al millón de habitantes (recién llegó a ese número en 1903), la mayoría de ellos jóvenes y Uruguay era a todas luces un país en construcción. El promedio de edad era realmente bajo en aquellos años, y las mujeres daban a luz tantos niños como perdían en aquellas condiciones. Primaba según José Pedro Barrán (aún) una demografía de los excesos. Pero más allá de eso, el Uruguay era un país joven, no solo en sus habitantes, sino en los representantes de su intelectualidad. Entrado el siglo XX podemos vislumbrar una generación detrás de esa primera, bautizada del 900 que es un ejemplo de esa tendencia. Todos, salvo excepciones, rondaban los 30 años o menos. Allí estuvo la savia de aquella generación. En el Uruguay del centenario (otro mito si los hay, y se suman al artiguismo, los partidos políticos, el batllismo,…) cuando Uruguay debió hacer un estadio para su mundial, escogió a un funcionario de la intendencia de menos de 40 años. No una empresa internacional, ni tampoco un sagrado anciano sabio de otros tiempos. Vamos, Einstein tenía 26 años cuando llegó a probar su teoría y se convirtió en el científico más destacado de su tiempo. Quizás esta ecuación funcionó hasta la dictadura, pero tras ella terminamos sumergidos en el fango de la experiencia que dejó desairada a la crítica mordaz. Uruguay es un país envejecido no solo en edad, sino en pensamiento. Por derecha o izquierda, la juventud pierde sitios y su natural y necesaria lucha contra el status quo. El intelectual posee una función en la sociedad y el intelectual joven doblemente y especialmente con el pasado reciente. Capítulo abierto, aorta sangrante de una sociedad que no puede levantarse, que pide a gritos que alguien escriba como decía Tucídides sin filio ni fobia. Laberinto de la memoria En el caso del pequeño país al norte del Río de la Plata, de la penillanura levemente ondulada, donde lo conocido como pasado reciente, ha complicado de tal forma las relecturas del pasado -y por consiguiente y por justa relación a su contracara intelectual- que ha abierto una brecha excesivamente amplia (atiborrada de odio y miedo), donde los más jóvenes en general son espectadores de lujo, de un pasado que les pertenece, pero que se les niega. Las generaciones de encastre no comprenden cuál es el significado de los cantos de odio, nostalgia y melancolía de otrora, pero no porque hayan perdido la capacidad de empatía, sino porque están tan alejados de aquellos hechos (no solo en tiempo sino también en conocimiento) que terminan simplificando esos acontecimientos y cambian el discurso del ‘nunca más terrorismo de Estado’, a nunca más hablemos del tema. Pero no son ellos los culpables, sino la incapacidad de las generaciones de poder trasmitir los hechos y las enseñanzas de forma cabal y tiernamente. Por tanto, para las nuevas generaciones entramos en una lógica perversa, el laberinto de la memoria. Ese sitio, lugar pertrechado de nostalgia -patología vernácula infecciosa y contagiosa-, que envuelve a los intelectuales y a los artistas, y los convierte en seres estancados en un lugar en el tiempo. Así como si se despertaran el mismo día del mismo año, como una especie de ‘día de la marmota’ eterno. Olvidar es la negación de la raza humana, pues somos seres que generan cultura a través del aprendizaje y el lenguaje, o sea, somos en tanto resultado justo de las vivencias de otros. Eso nos divide de los animales, el instinto es canalizado por la sabiduría o los errores del pasado. En definitiva, esa es la cultura. En términos materiales, un gran libro con la historia de la humanidad y la visión de nosotros mismos. Olvidar es la muerte. Pero estancarnos en el pasado es también una negación del ser humano. Por tanto, repetir un mismo hecho o conjunto de hechos, por dolorosos que estos sean, no ayudan al crecimiento, al progreso de una sociedad. Las generaciones posteriores, al no poseer la información necesaria, limpia y cristalina, se encuentran con el simple laberinto de la memoria. O sea, existe una enorme diferencia entre la búsqueda de justicia (absolutamente ineludible) y el estancamiento del discurso (y los intelectuales que van de la mano en fila india) en ese laberinto dogmático de la memoria y la nostalgia, que el arte sublima con sus canciones y poesías. En tiempos de hedonismo militante, la reflexión no paga grandes dividendos. La historia entonces se vuelve tan solo panfleto triste y repetitivo, por derecha o por izquierda. La memoria colectiva es también memoria sanadora cuando no se estanca y es el papel de los intelectuales buscar zurcir esas dos vetas, la historia y la memoria (siempre la segunda como fuente de la primera y no viceversa). Es allí donde debe latir el trabajo de los jóvenes intelectuales que expectantes se encuentran de poder sacarse ese chaleco forzosamente dogmático que este país les coloca al salir de las universidades y no esperen que les salgan canas para poder opinar.
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