La generación del siglo pasado, por llamarla de algún modo, se asomó mayoritariamente a visualizar estas nuevas formas de vínculos que la tecnología impone.
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Los viejos informes escritos o verbales circulaban por una aceitada estructura que iba de los organismos centrales hacia los territoriales y viceversa, tenían que asistir a los estudios radiales o recibir algún trabajador de la prensa, repartir el pasquín o el volante puerta a puerta o en las ferias. Hoy buena parte de esa práctica viaja, junto con otras fuentes de conocimiento, incluso académico, en el bolsillo.
Bichos de costumbre al fin y cabo, sumado a cierta tendencia pragmática, esas viejas generaciones, la del medio y las más jóvenes, fueron abdicando paulatinamente del concepto de “ganarse el pan con el sudor de la frente” por el “máximo rendimiento con el menor esfuerzo”.
Caciques sin indios
El otro elemento que se ha ido naturalizando es el de “cacique”; más allá del grado de responsabilidad, y teniendo el deber de ser responsables, “todos mandan”, o al menos no asumen las tareas que antes se asignaban a lo que podríamos definir como la indiada.
Pero las tareas de la indiada alguien tiene que hacerlas.
Traducido en términos de práctica política, se contratan repartidores de listas, pegatineros, pintores de muros, agencias de publicidad, porque de la mano del desarrollo de la tecnología de las comunicaciones nació una legión de comunicadores.
Aun en aquellas organizaciones políticas que reivindican desde tiempos históricos la transformación de la propiedad de la tierra y el país productivo, una buena parte de sus huestes juveniles vienen de la carrera de ciencias de la comunicación y, lejos de ser una crítica, es un dato de la realidad que quizás explique la pérdida de dinamismo militante y de producción en el campo de las ideas, en organizaciones que supieron llenar de vergüenza por su implacable militancia a más de un testigo de Jehová.
La cámara colgando
No había organización política de izquierda que no tuviera una publicación para la difusión de sus ideas, para asegurar la información que oficialmente no circulaba o lo hacía en forma tergiversada y como un elemento central de militancia, sobre todo en sus bases.
Permitía el vínculo permanente, cercano y cotidiano con lo que en términos del marxismo clásico se denominaba “las masas”.
Era un impecable trabajo concreto de acumulación de fuerzas.
Y no había órgano escrito de esas fuerzas políticas que no contara con el compromiso militantes de sus “periodistas”.
Mauricio Rosencof fue a cubrir para su medio de prensa y para los objetivos de su fuerza política aquella huelga de los peones de las arroceras y allí se cruzó con otro militante cumpliendo la misma tarea, para otro medio y otra fuerza política: Raúl Sendic.
Al ser militantes, de principio a fin, no les parecía suficiente solo cumplir con la labor periodística. Como el Che, quien cuando debió decidirse entre el maletín de medicamentos o el fusil, optó por el segundo.
La entrega
Comprometerse con la causa, en ese caso puntual, combatir las esclavizantes formas del trabajo rural en la producción de arroz, de la caña, de la remolacha, implicó una entrega cargada de renuncias, y quizás, visto por la cultura imperante, un esfuerzo inconmensurable.
Raúl Sendic no fue solamente el hombre que podía traducir las pocas leyes que amparaban derechos, las trampas del ordenamiento laboral y financiero siempre en desmedro del laburante, sino que además, junto a otros militantes, compartió con esos trabajadores sus miserables condiciones de vida.
No como muchos dicen por una reivindicación del pobrismo, que algunos confunden con austeridad o sobriedad, sino como una forma de combate frontal al “compromiso” que no pasaba del discurso, de la palabra de aliento regada entre los laburantes con gurises de pata en suelo y desnutridos, para luego volver al confortable hogar, lejos por supuesto de aquellos parajes.
Raúl Sendic además pautó para la izquierda un nuevo estilo dirigente; cuando la cultura dominante definía la preservación de los cuadros de dirección en todo el espectro del sistema político, Sendic se plantea retomar el ejemplo de algunos de los caudillos blancos quienes, en sus alzamientos, caían junto a sus tropas.
Sendic se convierte en Rufo y cae peleando, habiendo tenido la posibilidad de romper el cerco policial que lo venía acosando, como cayó el Che en Bolivia retrasando su repliegue para no dejar hombres heridos en el camino, como cayó Aparicio por estar siempre en primera línea.
El Sendic que recobra su libertad milita a favor de dos conceptos que serían fundamentales en su pensamiento y acción: “Hay que elevar la práctica a su correspondiente nivel teórico”.
Parece desandar el camino, o al menos la cultura de militante de manual que se instruía teóricamente, con cierto desprecio por la práctica y luego intentaba calzar la realidad en sus lecturas.
Sendic no era un negado y provenía de una organización como el Partido Socialista, donde su formación teórica se fue matizando, y tal vez lo dotó de su peculiar pensamiento heterodoxo.
Asqueado ya en aquellos finales de los años ochenta del ‘reunionismo’ improductivo, volvió a poner su fenotipo una vez más, para llevar adelante su proyecto de Movimiento Por la Tierra; le resultaba imposible y quizás antiético, pedir contactos para integrarse al Movimiento sin poner él su cuota personal y comprobada de compromiso, y allí se fue tras unos emprendimientos por algunas chacras en Canelones y Valizas.
Y su segundo concepto, construido en base a su accionar, fue el de no convertirse en “vaca sagrada”, en personaje inalcanzable, en tener una serie de filtros que dificultaran el acceso. Hoy sería un pésimo legislador en ese sentido; al decir de la poesía de Julio Huasi, era una suerte de “comandante en alpargatas y sin latones”.
Antiépico
Hoy que se debate y se milita por las redes, la lectura de aquellas peripecias agrega una carga subjetiva llena de experiencias épicas.
De alguna manera, el solo pensar en desarrollar una práctica política lejos del teclado, del confortable calor de hogar, de no tener un delivery de comida a mano, de perderse los últimos estrenos de Netflix, convierten a aquellas experiencias no solo en algo de un pasado muy lejano, sino imposible. Pero también se está transformando en una nueva forma de hacer política, donde la movilización callejera es casi una pieza de museo y las rebeldías más desaforadas se disparan desde y en las redes.
Sin embargo, el asumir un compromiso práctico, “el poner el cuerpo”, no debería ser una meta insuperable, sobre todo ahora que la derecha política actual no amenaza ni tiene condiciones como para que uno termine con sus huesos pudriéndose en un calabozo así nomás. Sigue siendo una práctica vital, una reserva política y moral de nuestro movimiento sindical; la organización como ejemplo de los peones de estancia, uno de los sectores más postergados del trabajo rural, el paciente trabajo de afiliación de los trabajadores en cada rama laboral, pero fundamentalmente en los sectores históricamente mas vulnerables, como las empleadas domésticas, los hurgadores, y en otros planos, por fuera de lo laboral, los cientos de diversos laburos con los cientos de gurises en los cientos de barrios de todo el país, en los centros educativos públicos, en las organizaciones barriales, en la apuesta a emprendimientos colectivos, en las empresas autogestionadas por trabajadores, en los pocos pero vitales brigadistas de fuerzas políticas que reparten información, venden periódicos, realizan pegatinas y pintadas, gastan -sobre todo- mucha, pero mucha oreja con la gente. El horizonte, sin alarmismo, está cargado de amenazas por las fuerzas que recobraron los sectores de la reacción. Si en el pasado ningún cordero se salvó balando, en el presente ningún cordero se salvará ‘whatsappeando’.