Leyes del capital: la reforma previsional como detonante
El detonante inmediato de la movilización ha sido la Ley N.º 32123, aprobada por el Congreso y respaldada por el Ejecutivo, que obliga a todos los jóvenes y trabajadores a afiliarse a AFPs u ONP, independientemente de la precariedad laboral. Esta norma no busca garantizar pensiones dignas: asegura que los fondos de millones de trabajadores permanezcan bajo control privado, alimentando a la burguesía mientras los trabajadores financian su propia subordinación.
Los intentos de retroceder parcialmente —proyectos de derogación parcial, retiros extraordinarios— son meras operaciones cosméticas. Las AFPs continúan extrayendo plusvalía de los afiliados; los bancos y corporaciones, junto a la casta política, aseguran que los recursos sigan circulando en beneficio de la clase dominante. En paralelo, episodios como los conflictos y la represión a las comunidades que protestan contra la explotación minera como en Pataz y Antamina, muestran de manera cruda la alianza entre Estado y empresas, y evidencian que los mecanismos de coerción estatal no se limitan a la ciudad, sino que se extienden para proteger la acumulación de capital donde sea necesario.
Juventudes que no se callan: composición y demandas
La Generación Z se ha constituido en un actor político autónomo. Colectivos estudiantiles, trabajadores independientes y precarizados expresan demandas claras:
• Rechazo absoluto a la reforma previsional y a la obligatoriedad de afiliación a AFPs y ONP.
• Exigencia de retiros de fondos como mecanismo de defensa ante la extracción constante de riqueza.
• Denuncia de la corrupción estatal, los salarios escandalosos de congresistas y presidentes, y los negocios privados que se sostienen con recursos públicos.
• Justicia por las víctimas de protestas previas (2022-2023), aún sin responsables.
• Garantías mínimas para la protesta, sin represión ni intimidación.
Estas demandas no buscan ajustes parciales, sino confrontar de manera directa un régimen cuya esencia es proteger a la burguesía y disciplinar a los trabajadores.
Aparatos de coerción al servicio de la clase dominante
El Estado burgués despliega sus instrumentos de coerción de manera metódica. Policía y ejército actúan con violencia sistemática: bloqueos de plazas, uso de bombas lacrimógenas y perdigones, detenciones masivas, ataques a brigadas de salud y periodistas. No se trata de episodios aislados: es la función estructural del Estado, garantizando que la riqueza de unos pocos se mantenga intacta mientras se reprime a quienes desafían la explotación.
Los conflictos en Pataz y Antamina son ejemplos explícitos: comunidades y trabajadores enfrentan la violencia organizada del Estado para proteger intereses mineros, demostrando que la represión no es “excesiva” sino constitutiva del orden burgués.
Reformismo en el ridículo
Si el reformismo burgués alguna vez creyó que podía mediar entre las demandas populares y la casta política, la realidad lo ha desmentido con ironía. López Chau (candidato del partido de centro izquierda Ahora Nación) pretendía fungir como mediador durante las movilizaciones en la Plaza San Martín, pero fue abucheado públicamente. Su intento de negociar con la indignación juvenil se convirtió en un espectáculo ridículo que expuso su impotencia.
Este episodio recuerda al de la congresista Susel Paredes (Primero la Gente), quien fue impedida de ingresar a las tomas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos debido al rechazo de estudiantes que aún recuerdan su papel en la represión de vendedores ambulantes mientras era funcionaria municipal. Ambos casos evidencian lo mismo: la mediación reformista no logra reconocimiento ni autoridad entre quienes sufren la explotación, y su rol se reduce a intentar apaciguar la furia de los explotados mientras prolonga la dominación burguesa.
Mediaciones que prolongan la opresión
Los sindicatos tradicionales, como la CGTP, bajo la dirección de grupos estalinistas o maoístas, prefieren desfilar al lado de gremios burgueses como la CONFIEP, CAPECO o la SIN, anunciando la creación de un supuesto “Frente Popular” contra el fascismo, mientras evitan organizar la movilización desde la base. Optan por la legitimidad institucional antes que por la autonomía de trabajadores y jóvenes, subordinando las luchas reales a la fachada de una alianza con la burguesía.
Las promesas de diálogo, elecciones adelantadas o reformas superficiales funcionan como válvulas de escape que desvían la indignación juvenil del objetivo central: golpear las estructuras de explotación y someter al poder de la clase dominante a cuestionamiento real. López Chau y Susel Paredes encarnan la farsa del reformismo: mediadores que, bajo la ilusión de negociación, terminan siendo socios tácitos de los gobiernos de turno, hoy de Boluarte, cómplices de la represión y prolongadores de la opresión, incapaces de representar siquiera los intereses elementales de quienes sufren la explotación.
Obstáculos estructurales y estrategia revolucionaria
El régimen heredero del fujimorismo y del neoliberalismo de 1993 posee una estructura de poder reforzada que no se derrumba por la espontaneidad de las movilizaciones. Su solidez se sostiene en el apoyo económico de bancos, AFPs, agroexportadores y grandes mineras, quienes tienen en el Estado un instrumento de coerción para garantizar estabilidad y maximizar beneficios. Policía y ejército reproducen la violencia de clase, y los medios criminalizan a los manifestantes para justificar la represión.
La fragmentación de la clase trabajadora y la precariedad generalizada agravan la situación. Gran parte de los obreros aún no participa organizada; el ejército de reserva industrial, denominado por algunos como el sector informal, permanece disperso. La concentración de las movilizaciones en Lima facilita la acción represiva central, mientras que en provincias los movimientos son más vulnerables. La represión sistemática —intimidación, amenazas y violencia— reduce la resistencia temporalmente, y la izquierda institucional, cómplice del sistema, no construye coordinación estratégica real. En conjunto, esto fortalece al Estado burgués y refuerza la idea de que solo la organización independiente de los explotados puede desafiarlo.
Las reformas graduales no derriban la explotación: la movilización debe convertirse en acción consciente. Para ello, es necesario un ingreso organizado de la clase trabajadora —obreros del campo, minería, agroexportación, transporte y servicios esenciales— para paralizar los centros de plusvalía. Una huelga general política convocada desde abajo, con asambleas democráticas en cada lugar de trabajo, barrio o distrito, permitiría coordinación sin intermediarios burgueses.
Sin esta organización, las protestas seguirán siendo fragmentarias y vulnerables a la cooptación reformista, y el régimen burgués continuará operando con su maquinaria de coerción intacta.
Conclusión: el resurgir de la chispa histórica
La Generación Z ha encendido nuevamente una chispa en el Perú, una chispa que va más allá de la defensa de fondos previsionales: apunta directamente a los cimientos del régimen burgués, esa maquinaria que garantiza la riqueza de unos pocos mientras millones sobreviven en precariedad y explotación sistemática.
Si los trabajadores, jóvenes y campesinos logran convertir su indignación en organización consciente, disciplinada y autónoma, podrán identificar al verdadero enemigo: la casta política, las AFP, los bancos, la burguesía minera y agroexportadora, los medios de comunicación y los aparatos de coerción estatal. Solo entonces la revuelta dejará de ser un grito disperso para convertirse en una fuerza capaz de desafiar la explotación y poner en evidencia la opresión estructural que sostiene el orden burgués.
Que no se limite a fragmentación ni a mediaciones reformistas. Que la chispa juvenil y obrera se transforme en fuego que derrumbe la farsa del régimen golpista de Boluarte y su complicidad con el Congreso, exponga la alineación con el imperialismo y el trumpismo, y someta a examen cada engranaje de la maquinaria estatal que protege el capital y reprime la vida de los explotados.