Fue en tercer año de escuela cuando descubrí la existencia de un librito llamado Constitución de la República. El maestro, que se llamaba Ramiro Pereira, nos leyó y nos explicó, en la escuela José Pedro Varela de Minas, los tres primeros artículos. Yo quedé fascinada con el segundo y el tercero: la República “es y será para siempre libre e independiente de todo poder extranjero” y “jamás será el patrimonio de personas ni de familia alguna”.
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Me pareció, con ocho años de edad, que el constituyente uruguayo era el ser más inteligente del mundo. Seguramente, ningún otro se había avivado de tal manera, porque con esas frases quedaba asegurada, sin posibilidad de duda (y de maniobra), la independencia y la probidad de nuestro destino. No se me ocurrió pensar, mientras caminaba rumbo a mi casa bajo el sol de otoño, que algunas personas, países o ejércitos (o familias con más veleidades dinásticas que la casa real de los Borbones) pretendieran disfrazar, ignorar o avasallar lo que en la Constitución se decía. Después se sucedieron los años. Como canta Pablo Milanés, “el tiempo, el implacable, el que pasó, siempre una huella triste nos dejó, qué violento cimiento se forjó, llevaremos sus marcas imborrables”.
A medida que fui conociendo la historia nacional, supe dos cosas: que Uruguay se forjó a golpes de revoluciones, guerras civiles y alzamientos de hermanos contra hermanos, y que en demasiadas ocasiones los orientales hemos colocado a las divisas o a los intereses de ciertos grupos por encima de la nación. Todo esto ha construido un odio vernáculo que es a estas alturas una verdadera placa tectónica. Me di cuenta de que el odio, incubado ya durante la Guerra Grande (1839-1851), permaneció latente, a medias encapsulado y a medias desbordado, durante toda nuestra trayectoria histórica, y concentra cierta actividad sísmica.
El discurso del odio, de la discriminación, de la deshumanización y del olímpico desprecio por las leyes (nacionales e internacionales) no nació durante la última dictadura cívico-militar. Por el contrario, no solamente es más viejo que el mundo (lo cual habla muy mal de las instituciones humanas y de su tendencia a la irracionalidad), sino que se alimenta de ciertas circunstancias internacionales. Ha venido renaciendo con particular fuerza desde que Donald Trump llegó a la presidencia en Estados Unidos, al punto de que bien podría trazarse una gráfica ilustrativa. No es casual.
El odio se incuba ante todo en el binomio “nosotros y los otros”, y de allí nace toda intolerancia. Pero una cosa es la intolerancia difusa de ciertos grupos sociales y partidos políticos, y otra muy diferente es la intolerancia institucionalizada, que pretende respaldarse en el voto popular, en las leyes y en la política, para después utilizar la coacción del Estado con fines manipuladores. Podría decirse que la nueva forma unidimensional del ser humano –la visión túnel, impuesta no solamente con los modernos auriculares al uso, sino además con el tapabocas– es el capitalismo del odio y el gobierno del odio.
Yo no sé, y creo que casi nadie sabe muy bien, en qué parte del ser humano va germinando la intolerancia, en sus más profundas connotaciones semióticas. Pero cada tanto revienta, y se evidencia entonces como uno más de los tantos instrumentos de control y de sometimiento que se esconden, hoy en día, bajo las falsas apariencias democráticas. La manifestación más grave de la intolerancia es el discurso de odio, la palabra afilada, la que divide y busca castigar a todos los que no piensan como el emisor del discurso. La intención de segregar, maltratar, estigmatizar, condenar, hostigar, perseguir y matar se expresa por medio de una actitud de abuso permanente. Lejos, muy lejos, queda, en semejante panorama, aquella necesidad biológica de solidaridad de la que habla Marcuse.
La intolerancia es un impulso primitivo, pero cuando se manifiesta en discursos oficiales, a través de las instituciones y por medio del aval, la indiferencia o el silencio de los otros, ya suele ser demasiado tarde. De inmediato aparecen sucesivas conductas de odio, expresadas en violencia y agresión; avaladas por la mentalidad de la intolerancia, recrudecen con gozo y con ostentación de impunidad. En los últimos días pudimos asistir a lamentables demostraciones de brutalidad policial, respaldadas más tarde por el propio ministro del Interior, a propósito de la detención de una mujer en Puntas Carretas Shopping: un hecho a todas luces arbitrario y patético, cuyas imágenes (policía sentado sobre su víctima en oronda actitud de abuso, con los brazos cruzados) están dando la vuelta al mundo, para vergüenza de los uruguayos.
Esta actitud estalla también en otras conductas ocurridas hace poco tiempo: bandas de delincuentes armados con bates de béisbol salieron a golpear a presuntos adictos a la pasta base, gentes vulnerables e indefensas que dormían en la calle; peones rurales fueron salvajemente golpeados a rebenque; militantes del Frente Amplio resultaron atacados en la vía pública, por el solo motivo de estar colocando un cartel con propaganda política.
En todos estos casos los intolerantes no cumplieron con las leyes, sino que las violaron a lo largo y a lo ancho; menos aún alegaron razones. Simplemente atacaron e instalaron el miedo. Es como si la autoridad fuera lo mismo que la arbitrariedad. Como si el uniforme pudiera ser sinónimo de violencia delictiva. Como si la libertad de expresión equivaliera a la libertad de agresión. Voy con esto a la última idea: la de impunidad. Los odiadores, sean policías, militares o civiles, lleven o no lleven uniforme, pretenden avasallar el Estado de derecho y encima verse libres de castigo por sus hechos. Pretenden impunidad para maltratar, insultar y mentir, para despreciar, humillar y excluir, para golpear y asesinar. Será por eso que hoy por hoy está en su mira la Institución Nacional de Derechos Humanos, que les provoca urticaria y les levanta ampollas de molestia.
Los odiadores son incapaces de convivir en un Estado de derecho, en una sociedad diversa y múltiple, en la que existen distintas maneras de ver el mundo y de interpretarlo, fundada en leyes que protegen esas libertades y esos derechos a la diversidad. Las leyes solo aplican para ellos en la medida que estén alineadas a sus intereses. Fuera de ese terreno, las leyes son indeseables, y los derechos humanos se erigen en un obstáculo a eliminar. Los odiadores niegan incluso el derecho a la existencia del prójimo, en la medida que ese prójimo sea alguien diferente a ellos. Si no es igual, si no piensa y se viste como ellos, si no reacciona como ellos, o si por lo menos no se calla, entonces es el enemigo. Fácil es advertir que, en este esquema, lo único que nos puede esperar, de aquí a la eternidad, es conflicto y violencia, pues siempre el que tiene la fuerza es dueño de atacar a quienes no piensan como él.
Lejos han quedado las normas constitucionales, su espíritu y su respeto. En particular, la Sección II (Derechos, Deberes y Garantías) viene sufriendo un grave ataque y un deterioro concomitante, proporcional a la impunidad cada día más instalada en este vapuleado Uruguay. Ojalá seamos capaces de recordar, por lo menos, que no somos un reino de amos y de siervos, donde los que tienen la fuerza imponen sus propias reglas ad hoc, sino una sociedad fundada en el principio de la soberanía popular. Volvamos a leer el artículo 1 de la Constitución y reflexionemos en su contenido integral: “La República Oriental del Uruguay es la asociación política de todos los habitantes comprendidos dentro de su territorio”. De todos, no de unos pocos.