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Editorial

Jugar con fuego

Por Leandro Grille.

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Caras y Caretas Diario

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El miércoles 6 de enero, cuando todo el mundo pensaba que el gobierno iba a anunciar algún tipo de acuerdo de adquisición de vacunas y disponer nuevas medidas restrictivas para contener la ola desatada de contagios, el presidente dio una conferencia de prensa insuflado de un optimismo irracional y no solo no presentó ningún atisbo de compromiso de provisión de ninguna de las opciones de vacunas, ni siquiera las que a él más le gustan porque son fabricadas en Estados Unidos, sino que en lugar de cerrar cosas o restringir actividades, amplió la gama de actividades habilitadas y extendió el horario de los bares y restaurantes. Para hacerlo, se agarró de un conjunto de datos completamente perturbados a partir del 23 de diciembre, dado que desde esa fecha comenzaron a caer violentamente la cantidad diaria de tests de PCR y a subir de manera dramática la proporción de tests con resultado positivo, llámese la “positividad”. Como corolario de una conferencia cuando menos desafortunada, se vanaglorió de que el número de internados en terapia intensiva se había estabilizado y eso fue como la “voz de aura” para que comenzara a escalar de forma continua, acumulando hasta el cierre de este artículo siete días consecutivas de ascenso en los que pasó de 72 a 108 internados la cantidad de pacientes de covid-19 en CTI, lo que representa una suba redonda del 50%. Si esa tendencia se mantiene, y se va a mantener porque las personas que ingresarán a CTI en los próximos días ya se cuentan entre los infectados, los signos de desborde de la capacidad de carga nuestro sistema sanitario se van a acumular, y si no se hace nada ya para evitar que se sigan produciendo contagios al ritmo que se están produciendo, al peor enero epidemiológico, le va a seguir el peor febrero sanitario de la historia.

El gobierno se enfrenta en este momento a una encrucijada que no sabe cómo encarar. Por un lado también para ellos es evidente que es imprescindible tomar medidas de restricción de la movilidad, de cierre de actividades, incluso de confinamiento masivo, pero no quiere hacerlo por dos motivos centrales, uno de ellos político y el otro económico. El político es que el presidente observa que decretar medidas restrictivas es conceder una derrota de su prédica de militante liberal, asumir que no es y nunca fue el campeón del mundo del manejo de la pandemia. Simplemente durante un tiempo la cosa anduvo bien por una mezcla de cuestiones demográficas, el sistema sanitario que heredó, la comunidad científica que preexistía y, fundamentalmente, porque durante dos o tres meses la gente se guardó masivamente en sus casas, aunque sin ningún apoyo del Estado, que se escudó en la voluntariedad de la conducta para no soltar un mango. El motivo económico para no tomar medidas es que no puede tomar medidas sin asumir ningún gasto, porque el conjunto de la sociedad no está condiciones de soportarlo. Para tomar medidas que verdaderamente incidan en la velocidad de propagación del virus, hay que aprobar una renta básica para varios cientos de miles de personas, hay que subsidiar industrias, pequeñas y medianas empresas para que no se fundan, hay que ayudar a la gente a quedarse en sus casas y restringir su movilidad.

Es por eso que los principales enemigos de las medidas y los principales arquitectos de lo que no se hace son el presidente y su lugarteniente económico, Isaac Alfie, que, por segunda vez en la historia de Uruguay (y por tercera vez, si se toma en cuenta su gestión como tesorero de Peñarol), es el mariscal de la catástrofe. Para no hacer nada están dispuestos a todo, a alinear a los medios que los blindan, a sacar a ladrar en redes sociales a cada cuzco rabón que tienen en sus filas, a negar la abundante evidencia mundial de que hay otra alternativa que reducir todo lo posible la movilidad social, así eso afecte la actividad económica y obligue al Estado a invertir recursos en proteger a la gente, a las empresas y a las fuentes de trabajo.

Las medidas restrictivas imprescindibles hay que aplicarlas incluso cuando se consiga firmar un acuerdo por vacunas, porque la campaña de vacunación no es sencilla y sus resultados no se verán en seguida. No es fácil vacunar a cientos de miles o millones de personas y además las vacunas no actúan de forma inmediata, sino con un retardo de semanas o meses antes de que se comiencen a ver sus resultados en las curvas de nuevos casos, de internación y de muertes. La tozudez del presidente se sostiene sola, sin asesoría externa ni fundamento científico. Ni el GACH ni los científicos o médicos de su propio partido pueden dar argumento para un negacionismo de bala. Con los días, los únicos que se harán cargo de su defensa son los medios de comunicación adictos, probadamente capaces de defender cualquier cosa, los trolls desde el anonimato, y los dirigentes políticos de su propio sector, porque ni siquiera en la coalición va a conseguir quien se atreva a levantar la voz para defender semejante audacia, que contraviene lo que están recomendando todos los expertos más prestigiosos del mundo para sus propios países, sumergidos en olas descomunales, y cuyo desenlace es la luz de lo evidente. El presidente juega con fuego y ya se olfatea la carne chamuscada.

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