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La cueva del sol

Por Marcia Collazo.

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Por estos días recrudece de modo dramático la cuestión de los refugiados, desplazados o migrantes. Es un problema más viejo que el mundo, como también lo es la crueldad humana causante del fenómeno. Hace pocos días se reunieron el español Sánchez y el francés Macron para tomar medidas, en vista de que los migrantes no quieren resignarse sí o sí al hambre y a la muerte en sus devastados países de origen, y condenar sí o sí a sus hijos a afrontar semejante destino. La idea es capturar a todos los migrantes y devolverlos a sus tierras; así de simple. Para suavizar la brutalidad de la cosa, hablan de “defender” el desembarco seguro de los migrantes -si serán poderosas las palabras- y pasarlos luego a “centros cerrados” -léase cárceles o sitios de detención- para ser posteriormente “acompañados” a sus zonas de procedencia -o sea, devueltos al horror del cual están huyendo-. La memoria del pasado se va perdiendo, pero el germen del mal se queda para siempre entre nosotros. Ya en la prehistoria, miles y millones de personas cruzaron hacia América por diferentes vías y, aunque no se toparon con fronteras ni aduanas, debieron procurarse su lugar bajo el sol mediante luchas con sus congéneres. En los tres siglos anteriores a la caída del imperio romano de occidente, las tribus germánicas -los mal llamados bárbaros- se trasladaron en masa a Europa y empezaron a golpear a las puertas de Roma. Venían huyendo ellos también de guerras, de hambres y de calamidades varias y, al igual que los migrantes de hoy en día, decidieron probar suerte con los poderosos de turno. Los italianos de aquellos tiempos tuvieron una actitud bastante similar a la de los de ahora. Se horrorizaron, se alarmaron, los combatieron a muerte y, al final, resultaron vencidos en más de un sentido por aquellos peludos cubiertos de pieles y de cascos coronados con cuernos. Por mencionar sólo a los grandes movimientos de pueblos, es interesante recordar que los musulmanes conquistaron la actual España a comienzos del siglo VIII y se quedaron unos 700 años, hasta que a su debido tiempo la reina Isabel la Católica los expulsó del territorio junto con los judíos. Es verdad que siempre se alzaron voces indignadas contra estos procederes. Hugo Grocio, que terminó en la cárcel por sus ideas, dijo que el hombre es un ser social por naturaleza y que las normas de convivencia entre diferentes culturas no se derivan de la legislación de cada cual, sino de la recta razón, que es también natural. Las normas de convivencia deben existir. No se pueden cambiar ni discutir. El mar, para Grocio, no es propiedad de nadie; y en la tierra debe imperar el “derecho de gentes”, en atención a la manía insufrible del ser humano por andar recorriendo el mundo. Francisco de Vitoria, el jesuita inspirador de la escuela de Salamanca, dijo también que el orden natural se basa en la libre circulación de personas, bienes e ideas. Parece que nadie les hizo mucho caso. La literatura, por su parte, ha acudido también a ocuparse de estos problemas. Eliass Khoury, escritor libanés nacido en Beirut en 1948, simpatizante de la causa palestina y participante, él mismo, en la guerra civil libanesa, ha escrito un libro formidable, titulado La cueva del sol (Alfaguara, 2009). En referencia al absurdo que supone compartimentar el planeta en muros y fronteras, en derechos de propiedad por demás abusivos y en cotos cerrados, expresa: “La tierra no se va a mover ni un milímetro de su sitio. La tierra va a continuar en su lugar y no es cuestión de quién la posee o de quién la controla. La posesión de la tierra es una ilusión más… es la tierra la que nos posee, la que nos arrastra hacia ella”. ¿Por qué la tierra nos arrastra o nos expulsa? La contestación a esta pregunta se cifra en la vida misma y en lo que nosotros hacemos al respecto. Parece evidente que todo ser humano que solicita asilo, ya por ser un apátrida, un desplazado, un perseguido o un simple horrorizado que pretende poner a salvo a su familia, ha sido forzado a dejar su hogar. No importa cuál ha sido la causa que ha originado el desplazamiento o, mejor dicho, sí importa, pero no a la hora de ocuparse de esa gente. ¿Tenemos, tiene la soberbia Europa actual, la menor idea de lo que experimentan las personas que atraviesan mares y continentes, o que transitan peligrosas rutas migratorias para llegar a tierras libres de ruinas y de bombas? La brutalidad generalizada hacia miles y miles de estos migrantes, a quienes se trata mucho peor que al ganado, no hace más que reafirmar la irracionalidad permanente que aqueja a la especie humana a lo largo y a lo ancho de la historia. Hasta el propio mote de refugiado, que tampoco se concede a cualquiera, resulta ofensivo para muchos. Así lo dice Elias Khoury: “A los que montaban tiendas luchando contra el viento les gritabas que no éramos refugiados, sino fugitivos. No valía otra descripción. Habíamos huido. Podíamos combatir, podíamos matar o morir, pero refugiados era lo último que debíamos ser. Explicabas a la gente que era una deshonra asumir ese calificativo… hablabas como si hubieras perdido el juicio”. Cuanta más desigualdad fabrican los países ricos; cuanto más imperialismo, más saqueo y más destrucción de culturas; cuanta más guerra, más muros, más persecuciones feroces y más odio hacia los débiles y los diferentes, más aumenta el fenómeno de las migraciones. La naturaleza, en la que estamos incluidos, se cobra nuestros yerros. Las cifras hablan por sí solas: el informe Global Trends 2016 publicado por Acnur(Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) señala que durante ese año se registraron más refugiados que nunca antes en la historia. Cada minuto se ven forzadas a huir de sus comunidades 24 personas, cuatro veces más que el número registrado 10 años atrás. ¿Por qué se van? Lo dice Khoury: “Resulta muy difícil estar con la muerte, padre”. Ningún país ve con tranquilidad la llegada de estas oleadas humanas a su territorio; y sin embargo, ¿qué hacer con ellos? ¿Dispararles a quemarropa, como ya se ha hecho y se continúa haciendo? ¿Hundir sus barcos antes de que toquen tierra, como también se ha hecho? ¿O tal vez separar a los padres de los hijos y poner en jaulas a los niños, como está haciendo el inefable Trump? Todo alarde de imaginación resulta miserable en comparación con las medidas que inventan cada día los países ricos para sacarse de encima la maldición de los inmigrantes. Mientras tanto, ¿cómo vive esa gente? ¿Cómo crecen esos niños? Nuevamente lo expresa Khoury: “Lo que quería decirte es que un fugitivo no duerme. Tú me contaste que dormías con un ojo cerrado y el otro abierto, atento al peligro. ¿Dónde está ese ojo abierto que tendría que mirarme?”. Padres e hijos separados, o quebrados gravemente en el proceso natural de su convivencia familiar, reproducen y ahondan otro tipo de separaciones y silencios: “Tú nunca me contaste tu vida y me hubiera gustado oírla de tus labios de principio a fin. Nunca tuve la osadía de pedírtelo”. Hoy por hoy, Italia le recrimina a Francia su indiferencia acerca del problema inmigratorio que los italianos padecen. La acusa, además, de tirar a esos inmigrantes dentro de sus fronteras. Trump, mientras tanto, induce u obliga a su mujer -quién podría dudarlo- a visitar a los niños enjaulados con una campera, inefable también, que dice “Realmente no me importa. ¿Y a ti?”. La situación recuerda vagamente a los épicos exterminios de indios a manos de los antepasados de Trump. Pienso en el general Custer y en su subalterno Sheridan, y en la frase que se le atribuye: “El mejor indio es el indio muerto”. Es historia, pero no es pasado. Para que sea pasado necesitaríamos dar un paso adelante, con la ayuda de aquella recta razón de la que hablaba Grocio. Dicho sea de paso, Grocio huyó de la cárcel con ayuda de su esposa y se refugió en París. Ojalá nosotros pudiéramos huir de nuestra propia barbarie. El problema de los migrantes no se solucionará “acompañándolos” de vuelta a sus hogares, ni metiéndoles un tiro en la cabeza ni confinándolos en jaulas. Por más argucias que inventen los gobiernos, la naturaleza seguirá imponiéndose. Hablo del instinto de supervivencia. Hablo de la cueva del sol. “Yo he fundado un pueblo que nadie sabe dónde está, un lugar excavado en las rocas, donde el sol se esconde para descansar”.  

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