He mencionado más de una vez, en esta columna, a mis alumnos de Historia de las Ideas en América. Se trata de jóvenes estudiantes de la carrera de filosofía, imbuidos de un espíritu de curiosidad y un fermento de reflexión crítica que continúa siendo una de nuestras mayores riquezas y, como tal, deberíamos entenderlo. La condena a la juventud no es un dato nuevo y tampoco es una señal saludable para ningún pueblo. Sin embargo, en Uruguay suele condenarse a los jóvenes, desde todas las tiendas. Ello se hace, por supuesto, con actitud ligera e implacable. Se los acusa de ignorantes, de maleducados, de displicentes, de volubles, de peligrosos y de cuanta cosa se pueda concebir, y créame que no exagero ni un poquito. Se les tiene una inmensa desconfianza. Y, sin embargo, de los jóvenes viene fatalmente todo cambio, toda transformación, toda futura circunstancia. De manera más o menos insensible les vamos dejando a ellos –y no a alguna entidad sublunar o extraterrestre– el timón del mañana, y ese solo hecho tendría que ser suficiente para que comencemos a sopesar de otra manera nuestra “adulta” perspectiva. Yo hablo muchísimo con mis estudiantes de filosofía. Casi sin que nos demos cuenta, creamos en cada clase un espacio de debate, singular y recóndito, en el que sobrevuelan por igual el interés, la avidez intelectual y la más negra angustia. No puede ser de otro modo. Es que, cuando nos ponemos a leer y a diseccionar ideas ajenas, a meditar sobre lo que otros han dicho de nuestra América Latina y sus dilemas, se nos eriza de escalofrío la espalda. Nos vamos percatando, ellos y yo, de que un montón de gente tenía razón cuando afirmaba que los problemas latinoamericanos son una mochila doblemente pesada. Cargamos, como cualquier colectivo humano, con la necesidad de enfrentar los desafíos históricos del momento que nos tocó vivir y, como si ello fuera poco, arrastramos además el lastre de nuestro pasado colonial, que vive y lucha, y que sigue precipitándonos una y otra vez al abismo de un ninguneo existencial del cual somos, a estas alturas, los principales responsables. Lo bueno es que la filosofía tiene mucho que hacer al respecto; lo malo es que muy poca gente me daría la razón; pero cuando digo filosofía, no hablo de un ritual más o menos vacuo o estereotipado del pensar, sino de un ejercicio crítico cargado de resolución, de método y de sospecha. Siempre me pareció un misterio el hecho de que la literatura latinoamericana sea tan poderosa y reconocida en el mundo entero, y, sin embargo, no ocurra lo mismo con nuestra filosofía. Parece como si en América Latina no hubiera producción en tal sentido. En la búsqueda obsesiva de asemejarnos al arquetipo europeo, hemos creído durante demasiado tiempo que para hacer filosofía en serio, teníamos que producir entre nosotros a algún Kant, un Hegel o un Bentham. O sea, teníamos que pensar por sistemas, en un calco exactísimo de lo que ha hecho Europa durante siglos. Pero a pesar de todos los pesares, ahí está, para que todos la vean, la filosofía de la liberación, de auténtico cuño americano. Y por algo se le ha puesto ese nombre. Para esa corriente (compuesta de muy variados e incluso encontrados puntos de vista), la cuestión no pasa por la idea de la libertad, sino por la liberación como proceso, por la ruptura de cadenas, de opresiones y de otras dependencias varias que atenazan no solamente la vida material, sino también el alma y la propia condición humana. El filósofo mexicano Leopoldo Zea se ha preguntado sobre la posibilidad de un pensamiento propio en América Latina. Su respuesta no pasa por replicar los grandes sistemas filosóficos europeos, sino por algo mucho más elemental: asumir la propia condición racional del ser latinoamericano desde la semilla, desde los huesos, desde la primera pisada. Pensar de una manera auténtica implica una actitud elemental, una capacidad de enfrentar los problemas humanos desde la raíz y visualizar, de esa manera, el germen de todas las formas de dominación, sus procesos, sus causas subterráneas, sus estrategias sutiles y sus intenciones encubiertas. Para Zea, la auténtica filosofía americana contiene en sí misma la capacidad de derribar mitos, simplificaciones y prejuicios. Esta filosofía será no sólo de América y para América, “sino filosofía sin más del hombre y para el hombre en donde quiera que este se encuentre”. Quiero aclarar que no se trata de partir de cero, ni de vestir a las viejas fórmulas con nuevos ropajes ni de andar predicando en el aire. Se trata de hacerse cargo de ciertas urgencias ya instaladas mediante una praxis capaz de combinar la dimensión histórica, política y social en un mismo haz de búsquedas y de interrogantes. ¿Pero cómo llevar a cabo semejante hazaña? Para responder esa pregunta están, precisamente, las propias producciones de los filósofos latinoamericanos. Gente que, mediante un pensamiento radical y fundante, ha ido creando un cuerpo de ideas original, particular y poderoso, del que no faltan formidables ejemplos. Uno de ellos es el del filósofo colombiano Daniel Herrera Restrepo, muerto hace pocos días. Herrera perteneció a la generación de filósofos que en la segunda mitad del siglo XX se atrevieron a insertar a la filosofía en el campo general de la cultura latinoamericana. No fue precisamente un filósofo de la liberación, y en ello radica, por contraste, la riqueza de sus aportes e investigaciones. Escribió sobre filosofía antigua, medieval, moderna y contemporánea y, ante todo, promovió el interés y el estudio de la filosofía colombiana y latinoamericana. Algunas de sus obras fueron La persona y el mundo de su experiencia, Por los senderos del filosofar, Escritos sobre fenomenología y El pensamiento filosófico de José Félix de Restrepo. No pretendo, ni mucho menos, ponerme a analizar aquí el pensamiento de Herrera. Aunque lo intentara, se trataría de una empresa de todo punto inalcanzable para el exiguo espacio de este artículo. Quiero señalar, en cambio, que él es un buen ejemplo de lo que el uruguayo Arturo Ardao ha denominado “inteligencia” americana. La idea se emparenta, en alguna medida, con la de Zea. Un ser humano se apropia de la inteligencia, o la demuestra, cuando incursiona por rutas antes no exploradas y logra que tales rutas lo lleven a ciertos resultados fecundos, y también lo hace cuando contribuye a depurar, aclarar o purificar pensamientos anteriores, haciéndolos más rigurosos por la vía de su esclarecimiento, determinando con mayor precisión su alcance y el sitio adecuado que deben ocupar en una concepción filosófica. Y finalmente, la inteligencia también se ejerce cuando se aplican de manera original o auténtica ciertos pensamientos “ajenos” a una situación o a un problema actual y propio. En todos esos sentidos habla Ardao de inteligencia; y en todos esos sentidos han surgido las diversas generaciones de filósofos latinoamericanos. Por eso, más allá de corrientes, de modas, de recelos y de prejuicios intelectuales de aquí y de cualquier parte, sigue siendo valioso y necesario el pensamiento latinoamericano. Para sacudir ciertas modorras espirituales, para demostrar que entre nosotros también se practica el ejercicio del logos, y de paso para hacer llegar un pequeño mensaje de esperanza a esos estudiantes de filosofía que, en nuestro país, todavía insisten en creer que es posible seguir un camino de vida que no pase exclusivamente por los dictados del neoliberalismo, del ámbito empresarial y sus prácticas deshumanizadas, por el utilitarismo ciego, por la danza y el espejismo del dinero y de la gigantesca alienación que todo eso conlleva. Yo quería hacer un modesto homenaje a la filosofía latinoamericana y al maestro Daniel Restrepo. Terminé haciéndolo, o eso espero, a mis propios estudiantes. Ojalá así se entienda, porque la apuesta vale la pena, y mucho.
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