Por Belén Riguetti
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En menos de 24 horas escuché a tres personas despotricar contra los musicales. Una dijo que le embolaban; otra aseguró que, de antemano, le daba pereza verlas; la tercera afirmó: “La La Land va a ganar todos los Oscar sólo porque a los yanquis les encantan los musicales”. Este prejuicio contra el género es el primer gran escollo que la película dirigida por Damien Chazelle tiene que enfrentar; sin embargo, no podría llegar a rozar la perfección si no se tratara de un musical.
Si decide ir al cine, pagar una entrada y soportar la aglomeración de gente, no se desanime con los dos primeros cuadros, haga el esfuerzo de concentrarse en la calidad musical, ya llegará el momento en el que sentirá, y sentirá mucho: emoción, fascinación, empatía, y esa clase de melancolía que dejan las historias contadas de una manera tan primorosa.
La La Land es preciosa en todas las acepciones posibles. Es festiva, exquisita y digna de estimación y aprecio. Pocas veces en la historia del cine un director logró una producción tan pulida y escenas tan perfectas que trastocan el espíritu. Abundan las referencia al cine clásico, desde el vestuario hasta la dirección de actores. El montaje; el movimiento de la cámara, que baila junto con los protagonistas; la edición de sonido; el encuadre y los efectos visuales transportan al espectador a una ciudad de Los Ángeles que, si bien es del siglo XXI, pertenece a todos los tiempos.
La pareja, Sebastian (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone), parecen hechos el uno para el otro. Es imposible no empatizar con estos dos soñadores que, en esencia, viven una historia de amor que no tiene nada extraordinario. No pasa nada que no le pueda suceder al que está sentado en la butaca. No es la originalidad de la trama lo que importa, sino cómo está contada.
No sorprende para nada que arrasara en los Globo de Oro (se llevó siete premios: mejor actor de comedia/musical, mejor actriz de comedia/musical, mejor guión, mejor canción original, mejor banda sonora, mejor director y mejor película comedia/musical).
Esta película, sin una pizca de cinismo, es una carta de amor al cine, a los amantes y a los amantes del séptimo arte. La historia crece en la medida en que crece y se complejiza la trama, y la secuencia final es la demostración de que la ventana del cine puede trastocar la vida y hacerla un poco mejor.