Por Germán Ávila
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Durante años, luego de que, con ayuda de una campaña sucia contra Evo Morales en 2016, perdiera el referendo que le habilitaba a postularse como candidato presidencial para 2019, se habló de la ilegitimidad del presidente y de su partido. Estas voces se alzaron con mayor fuerza cuando finalmente la corte electoral habilitó al presidente para volver a presentarse como candidato; se habló incluso de la dictadura y el régimen de Evo Morales.
Por primera vez, el gobierno era presidido por un miembro de los pueblos originarios en la historia de Bolivia, un país mayoritariamente habitado por comunidades originarias, que históricamente fue gobernado por una minoría mestiza junto a una ínfima minoría blanca. Por allí pasaron incluso extranjeros que no hablaban bien el español.
Uno de los grandes problemas de generar relatos funcionales a la pugna por el poder es que se los terminen creyendo quienes los crean y no el público al que van dirigidos. En Bolivia, el relato de la ilegitimidad del gobierno de Evo Morales terminó siendo casi una religión para los sectores del poder blanco y mestizo; pensaron que era cierto que ese discurso representaba a las mayorías del país y que Morales se sostenía como presidente solo por la inercia institucional.
La relativa facilidad con que se dio el golpe de Estado, que terminó con Áñez en la presidencia, había corroborado un poco esa visión a los ojos de muchos. Era cierto que Evo Morales seguía teniendo respaldo dentro de su sector primario, el de los campesinos cocaleros del Chapare, pero la represión brutal desatada por las fuerzas militares, incluso antes de que se concretara el gobierno provisorio, ahogaba las manifestaciones en respaldo a Morales, mientras los medios se encargaban de mostrar las protestas como manifestaciones dispersas producto del caos.
Las aguas fueron decantando y, a más de medio año del gobierno de facto, las características que le endilgaron al gobierno de Evo Morales durante años son las que ahora posee el de Áñez, un gobierno incapaz de manejar los principales problemas del país, sumergiendo a la población en la miseria mientras un pequeño sector político se atornilla al Estado, haciendo uso de él para mantenerse y prolongar sus privilegios.
Detrás está el poder económico, que en el caso de Bolivia se materializa en los intereses que generan las enormes reservas de litio que tiene ese país, una materia prima de altísimo interés en la era posmoderna. Las características de esta industria no son las mismas que las del petróleo, alrededor del cual se creó toda una “subespecie” del capitalismo. Este sector de gente poderosa, fue ilustrada como una mezcla entre el poderoso millonario industrial con el pintoresco estilo del ganadero latifundista.
Los potentados del litio son de otro estilo, de otra era, no se parecen a los anteriores: caminan en calzado deportivo por las calles de Wall Street, visten remeras que no son de diseñador y no tienen problema en moverse en metro por las principales ciudades del mundo. Son de la generación de millonarios a la que pertenecen Bill Gates, Elon Musk o Mark Zuckerberg.
Sin embargo, y por más fundaciones y entidades de caridad que presidan, siguen actuando bajo los mismos intereses, los de la acumulación del capital. El caso de Bolivia muestra que los golpes de nuevo tipo, movidos por los nuevos intereses de la modernidad, son muy parecidos a los golpes del viejo tipo movidos por los viejos intereses de la antigüedad.
Un gobierno títere que, por unas migajas para la clase privilegiada local, no tiene problema en hacer uso de las herramientas (las armas y los medios de comunicación) que tiene a la mano para garantizar que el capital siga fluyendo en el sentido que a ellos les conviene, es decir, de abajo hacia arriba. Para garantizar eso, buscan de qué manera prolongar su permanencia al mando del Estado o por lo menos dejar atadas las manos del que llegue con contratos a término y con pólizas estratosféricas por incumplimiento.
El gran problema que tienen es que la mentira que construyeron y que se creyeron se derrumba con el pasar de los días. Los sondeos hechos para las elecciones que se comprometieron a convocar inmediatamente fuera posible arrojan, con un amplio margen, la victoria del partido político de Evo Morales.
Como se convencieron de que el problema era Morales, generaron toda una estrategia de lawfare en su contra, inhabilitándolo y proscribiéndolo para participar bajo cualquier figura en las elecciones. Pero parece que no tenían en los cálculos la dimensión del sector político al que Morales pertenece.
A pesar de diferencias internas y dificultades en los consensos, el partido Movimiento al Socialismo propuso el nombre de Luis Arce Catacora, exministro de economía de Morales por varios años y en varios períodos, una figura de vanguardia en la construcción del modelo de país que propuso el progresismo en Bolivia y que sacó a ese país del atraso en que vivió.
La posible victoria de Arce es cada vez más clara en la medida que el gobierno de facto demuestra que la razón por la que asumió la conducción del país está en la esfera de la macroeconomía en beneficio del capital y no en las necesidades de la población, ya que durante la pandemia, a pesar de tener un sistema de seguridad social robusto, en pocos meses no tuvieron forma de abordar la crisis de salud de la población y se dejaron desbordar por los contagios, hicieron negociados con las provisiones y equipos para la atención en CTI y se dedicaron a culpar al gobierno de Evo Morales, incluso por cosas que ocurrieron después del golpe.
Ante ese panorama, es inminente que el sector del golpe pierda las elecciones, lo que no solo es una derrota electoral, sino política; significa que todo el discurso sobre el que se hicieron su palestra durante tres lustros era falso. Es un tremendo retroceso para los golpistas porque la mayoría de sus figuras dejaron ver sus verdaderas caras, se desnudó el retorno del racismo rabioso que ostenta una parte importante de esa clase que retornó al manejo del Estado y, de paso, de quienes se sintieron representados por ella.
Se vio alentado una especie de fascismo mestizo que llegó al punto de tener a la misma presidenta de facto haciendo alarde de unas muy dudosas raíces nórdicas, pues se pare donde se pare, Jeanine Áñez es una representante biológicamente indiscutible de la raza precolombina. Pero que, igual que ocurrió en Ruanda entre los hutus y los tutsi, terminó generando una brecha entre vecinos para ver cuáles son los “menos indios” como signo de superioridad.
Las elecciones han venido siendo sistemáticamente retrasadas con los fines arriba descritos. Es ahí donde la otra parte de la fórmula entra a jugar. La fuerza de las circunstancias ha hecho que incluso aquellos que pensaron que “estaba bueno cambiar” se dieran cuenta de en qué consisten esos cambios, lo que ha generado una reorganización de los sectores sociales que antes del gobierno de Evo Morales fueron decisivos en las luchas por reivindicaciones básicas, pero que, por diferencias, algunas más y otras menos profundas, terminaran convirtiéndose en sectores críticos de sus gobiernos.
Durante varios años, sectores sindicales y sociales terminaron jugando en contra del gobierno de Evo Morales, críticos con varios aspectos de su gobierno, terminaron dinamitándolo; ahora, ante la barbarie desatada por el gobierno de facto y las consecuencias de su manejo económico, se movilizan exigiendo la realización inmediata de elecciones, lo que pone un horizonte común en la lucha social boliviana nuevamente.
La respuesta de Áñez no se hizo esperar: tan pronto las movilizaciones se convocaron, empezó a movilizar grupos de fuerza a los lugares de concentración, lo que ha generado bloqueos en varias ciudades como Cochabamba e incluso Santa Cruz, que se había caracterizado por haberse convertido en la capital de la oposición a Evo Morales, lo que muestra que, lejos de las afirmaciones hechas esta semana por Michael G. Kozak, subsecretario para el Hemisferio Occidental, de lo que se trata no es del sector político de Evo Morales generando inestabilidad, sino del verdadero sentir de la población que ha sentido el rigor del cambio en los intereses del Estado.
Las declaraciones del ministro del Interior boliviano, Arturo Murillo, frente al uso de la fuerza letal para dispersar las protestas son bastante preocupantes, más ahora que los reclamos han tomado otro rumbo y se dirigen no solo a hacer cumplir el llamado a elecciones, que ya ha sido convocado para el 18 de octubre como fecha inamovible, sino a la renuncia de Áñez por el mal manejo de la pandemia en Bolivia.
Las amenazas del representante del gobierno de facto en contra de quienes protestan nuevamente pasan desapercibidas a los oídos de quien, al menos en el papel, debe poner cortapisas a estas declaraciones, pero sobre todo a la posibilidad de que se materialicen, como parece que ya ocurrió durante las últimas protestas en Cochabamba.
Luis Almagro y la OEA cumplen tal vez el papel más triste de la historia de ese organismo: la historia difícilmente recordará otro momento en que el rol de esta organización se vea más supeditado a los intereses del poder y no al mandato de la necesidad de mantener la estabilidad, la democracia y la paz en la región.