Cuando ingresamos en la emergencia sanitaria, hace un siglo de setenta días, éramos otro país. La pandemia fue como un túnel subterráneo en el que nos metimos y vamos a salir en otra parte, en otra sociedad, en otro mundo, con otros números arriba de la mesa. Entramos con la pobreza en un dígito, bajísima indigencia y una serie de indicadores que nos destacaban en el concierto de naciones de América Latina, y saldremos -cuando salgamos- con una sociedad golpeada por los cuatro costados y gobernada por la derecha, que no va a hacer nada para revertir el desastre social que sobrevino.
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Para colmo, es una derecha rencorosa, completamente abocada a llevar adelante un programa liberal y privatista, empecinada en la restauración, el ajuste fiscal y el desmembramiento de las empresas públicas y con poco o ningún apego al debate democrático, al punto que nos pone a discutir en tiempos acelerados su programa de gobierno entero incrustado en una ley que se tramita como un juicio sumario en la mitad de una cuarentena sanitaria.
La izquierda está desorientada. No muestra los dientes ni una estrategia para resistir el embate. Y no la culpo porque de todos los escenarios posibles, nadie podía imaginarse un estado de excepción impuesto por un virus exótico y nadie tenía ni idea de cómo hacer oposición en una circunstancia así.
Pero la desorientación de la izquierda es superada por la incertidumbre sobre la realidad. El gobierno, extasiado por el blindaje, se mueve como convencido de que está ganando una batalla en el corazón del pueblo, pero cada vez que se presenta una oportunidad, lo que emerge es otra cosa. De algún modo hay que explicar lo que sucedió el 1º de mayo y de alguna forma hay que explicar la multitud de formas de homenaje a la lucha por verdad y justicia que brotaron en todos los confines del país el día de la Marcha del Silencio. Y, si nos vamos a los primeros días de mandato, algún significado tenían las caceroleadas masivas, de arranque nomás, en esos doce días de la “vieja normalidad” en las que vimos cómo el dólar se disparó, anunciaron un aumento de las tarifas por encima de la inflación y un incremento de impuestos al consumo, que hace unos días el presidente quiso desmentir en una entrevista y terminó dando vergüenza ajena.
El Uruguay que se advierte pospandemia será un desafío dramático para el gobierno y para la oposición, no solo desde el punto de vista de sus características objetivas, sino también de su interpretación: el deterioro indisimulable en las condiciones de vida de la gente tendrá que explicarse en una confrontación dialéctica. El gobierno hace y hará todo lo que esté a su alcance para cargar ese desastre sobre las espaldas del Frente Amplio, instalando un relato que ubicará a la emergencia sanitaria como el revelador de una precariedad preexistente pero ocultada de forma sistemática. Mientras, el Frente Amplio tendrá que discernir cuánto de la responsabilidad sobre la catástrofe social le cabe a la pandemia y cuánto a la gestión económica de la crisis sanitaria. Porque no es lo mismo una cosa que la otra y si la epidemia provocó un desastre económico, no es menos cierto que el gobierno se negó a usar los instrumentos con los que contaba el Estado para impedir que miles de uruguayos cayeran en la pobreza, perdieran sus fuentes de ingresos y miles de empresas se vieran acorraladas por el parate del consumo y de la actividad económica.
Es evidente que la inmensa mayoría va a vivir peor, mucho peor de lo que veníamos viviendo en los últimos años, pero no es evidente la atribución de culpas. No habrá una exégesis lineal y unívoca de lo que pasó, de lo que está pasando y de lo que pueda pasar. Si el gobierno logra su objetivo de asignar el grueso de la culpa a las gestiones progresistas, por un tiempo más o menos importante tendrá las manos libres para promover su programa neoliberal como única estrategia razonable para lidiar con las consecuencias sociales y económicas de la pandemia, sumergiendo a Uruguay, en un un plazo breve, en una situación todavía más grave y, sobre todo, en condiciones duraderas, difíciles de revertir. Para hacerlo cuenta con el grueso de los medios de comunicación y con todas las herramientas del Estado.
En la otra trinchera de la historia, es absolutamente imprescindible converger en una estrategia de oposición unitaria, política y social que permita campear el temporal conservador y acumular fuerzas para las partidas que se vienen, que incluyen procesos electorales, referéndums, manifestaciones sociales en contextos hostiles y, eventualmente, represivos, en un marco general de empobrecimiento, pérdida de derechos, persecución política (ya lo veremos) y campañas feroces de desprestigio sobre opositores, dirigentes sindicales y expresiones políticas del campo popular.
Estamos en las vísperas de un derechazo rancio, conducido por un hombre que rezuma soberbia y cierta vanidad que, cuando se cruza con el ejercicio del poder, conduce a desviaciones autoritarias.