Carolina pudo ser artista plástica o médica. Tal vez las vueltas de la vida la deberían haber llevado a profundizar su interés por la filosofía y las corrientes de pensamiento, pero en realidad la adolescencia le abrió las puertas de la curiosidad por la psicología y allí encontró otro mundo también repleto de interrogantes que -lejos de revelar certezas- le interpuso nuevos desafíos y repreguntas. Por cierto, tiene unas cuantas evidencias del mundo en el que le gustaría vivir, aunque camina a diario por la realidad más dura y dolorosa, sin capa de heroína ni máscaras que disimulen lo que observa cuando se choca con los impactos feroces de la discriminación y el desprecio al que son sometidas diariamente tantas personas, esa gente con la que construye pequeños mundos de persistente porfiada esperanza.
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Carolina no anda con muchas vueltas. Ama el carnaval pero especialmente los tablados de barrio, le encantan el Velódromo, los municipales, los tablados de lucecitas amarillas, todos menos Goes y el tablado del Malvín. Se pierde por un triple en la hora de su cuadro de básquetbol y viaja al exterior para alentar a Aguada adonde sea porque "juegues donde juegues sos local". Habla de manera directa. No adorna sus respuestas. A veces deja alguna frase sin terminar para evitar decir obviedades. Porque en definitiva, ya todos sabemos de qué se trata eso que ella explica con algunos puntos suspensivos piadosos. Cuando algunos seres humanos son considerados despojos o errores del sistema, no hay mucho que agregar.
Carolina trabaja en una Casa de Medio Camino, que son dispositivos asistenciales sanitarios de mediana estadía para personas con trastornos mentales graves que fueron hospitalizadas por cuadros agudos o descompensaciones de cuadros crónicos, y que pasado el período de tratamiento hospitalario intensivo, mantienen limitaciones para la vida autónoma, la reintegración a la vida familiar o a viviendas sociales. Ella trabaja con siete personas provenientes del Hospital Vilardebó, aunque formalmente su trabajo allí es de acompañante terapéutica para pacientes inimputables, derivados por el Poder Judicial. Pero al principio de su historia, un día se fue sola, caminando y llegó hasta el Hospital Vilardebó y pidió para trabajar allí. Dijo eso. «Quiero trabajar acá». «Creo que puedo aportar algo». Y le cerraron la puerta en la cara. Sin embargo, alguien la vio. Y vio algo distinto en ella. Una funcionaria que luego la llamó para contarle que había un llamado, una oportunidad para ella. Y así comenzó su historia.
¿No tenés miedo a nada?
Bueno, las personas que están aquí en la Casa de Medio Camino no tienen peligrosidad, están en lo que podríamos decir un buen momento, con un cambio de medidas. En lugar de culminar la pena en el Vilardebó, el juez los deriva a la Casa de Medio Camino donde tienen algunas libertades que en el hospital no tendrían. Aquí hacen una vida parecida a la de cualquier persona, cocinan, trabajan, hacen tareas del hogar y tienen sus salidas con ciertos cuidados. Ellos siguen con su tratamiento psicológico y psiquiátrico, tienen sus consultas, van al Instituto Técnico Forense (ITF) y se realiza todo un acompañamiento que es fundamental.
¿Es parte de este proceso de ir hacia la desmanicomialización?
Exactamente. Personalmente, creo que es imprescindible que existan estos dispositivos que preparen para ir hacia la desmanicomialización.
¿Vos has trabajado en el Hospital Vilardebó?
Claro, en realidad mi función es estar allí donde están ellos. Entonces les acompaño en sus tareas en el taller Sala 12, allí donde se encuentran con usuarios que están internados en el hospital y en ese taller hacen herrería, carpintería, serigrafía y muchas otras cosas. Por ejemplo, el estampado de la ropa y las sábanas del hospital la hacen ellos allí en el taller. También fabrican los bancos de tapitas y muchas otras cosas. Allí hay un lema que dice que todo tiene arreglo. Y eso es muy sugerente.
En el Vilardebó ves gente de tu edad. Algunos que están allí casi en situación de abandono y posiblemente cierto olvido de algunas familias, no todas, por supuesto. ¿Qué pensás?
Y es la parte que más te choca de todo esto. Venís de la Facultad, repleta de ideas y sueños, después de leer tanta teoría y después te encontrás con la realidad. Pero también se puede observar desde otro lugar. Yo por ejemplo había leído muchísimo sobre la esquizofrenia y acá me di cuenta que eran personas que acompañadas por un tratamiento pueden funcionar sin inconvenientes. Acá se te caen un montón de prejuicios, y en mi caso pude derribar miedos. Acá comprendí que yo venía con prejuicios como nos pasa a todos y que cada uno tiene sus historias que sobrellevar. Los pacientes esquizofrénicos se sensibilizan, podés tener vínculos súper afectivos con esos chiquilines. Hace tres años que trabajo acá y la verdad que ellos se ponen contentos con mis logros y yo con los suyos. Ahí sobrevuela algo afectivo circular que es muy lindo, y que por momentos casi te hace olvidar por qué es que están ahí.
¿Somos una sociedad estigmatizadora?
Sí, totalmente.
¿Y en qué lo ves vos en tu trabajo?
Lo veo todo el tiempo. Somos discriminadores y más cuando se combina la locura con la pobreza. Porque con la población con la que yo trabajo es como les dicen «el último orejón del tarro», o sea, es población que para la sociedad es peligrosa, porque está loca y que además no tiene recursos. Pero al mismo tiempo creo que es el lugar en el que tengo que estar. Quiero dar estas discusiones con la sociedad y quiero trabajar con ellos acá adentro. Y no porque se trate de empatizar más o menos, o de causas justas o nobles. Es porque siempre traté de entender al otro, casi siempre me enrosqué en discusiones en las que tenía todas las de perder pero las doy igual. Cuando se habla de los pibes chorros, me parece básico tratar de entender qué fue lo que llevó a esa persona a que hiciera algo que sucedió y marcó su historia. En qué falló la familia, la Justicia, la sociedad, tratando de entender en qué fallamos todos nosotros. Por eso un día fui hasta el Vilardebó y dije que quería trabajar ahí. Era una gurisa y me dijeron que no, que las únicas personas que trabajaban eran funcionarios y estudiantes pero que te admitían si estabas haciendo alguna práctica. Pero como voluntaria no te dejaban trabajar. Y ahí conocí también a la que es mi actual jefa que creo que ella también leyó mis ganas de estar ahí, de trabajar ahí y fue la que me llamó un día para decirme que había una posibilidad laboral. Claro que tampoco es que yo crea que esa es la solución. Al contrario, yo soy partidaria de que el encierro no es la solución, milito en cerrar el manicomio porque me parece que tienen que haber otros dispositivos que apunten a la vivienda y al trabajo. Dos elementos clave. Una persona que no tiene dónde vivir ni un trabajo para mantenerse está expuesta a todo. Y no se le puede exigir salud mental ni nada. Nuestro lema es “sin trabajo y sin vivienda no hay salud mental”. De todos modos, ahí estamos haciendo lo que podemos. Y la gente que está ahí lamentablemente en muchos casos no tiene otro lugar adónde ir.
Ahí no nos molestan, no los vemos, no los olemos
Totalmente. Ahí hay una parte dura de la sociedad, pero yo trabajé para una cooperativa durante un año en un refugio del Mides y te puedo asegurar que ves lo más jodido de la sociedad. Son hombres en situación de calle, con muchos problemas de adicciones, que no tienen más espacios dónde caer. No tienen dónde ir ni dónde caer. Y por ahí hay todo un discurso políticamente correcto de la pobreza, de la solidaridad, pero la realidad es bastante más dura que lo que podemos decir en las redes sociales. Y cuando una persona adicta se tira a dormir en la puerta de tu casa seguramente vas a llamar a la Policía para que la saque. No al Mides, sino a la Policía. Porque lo único que te importa es que no lo querés ver ahí. Pero esa persona es un sujeto de derechos, ¿no? Y tiene que estar en algún lado. Entonces, a veces la respuesta es abrir refugios o galpones que sirvan para depositar personas. Y como a casi nadie le importa mucho lo que pase con esas personas, ni nos preocupamos por los recursos para atender respuestas y dar contención y trabajar con ellos. Es bastante perversa esta parte de nosotros. Yo conozco a esa gente, sé sus nombres y apellidos, conozco los apodos y cuando los veo entrar al Hospital Vilardebó descompensados, con problemas de consumo, que llevan días sin comer, sin bañarse, sin un abrazo, sin nada más que el consumo y el desprecio de todos nosotros, ahí comprendés que la realidad es más compleja que lo que dicen los libros. Y en el mejor de los casos, en el Hospital lo compensarán, lo estabilizarán, lo bañarán y alimentarán, pero si no tiene un sostén familiar, ni trabajo ni dónde vivir, más tarde o más temprano, volverá todo de nuevo. No hay proyecto. No hay futuro.
¿Cómo se reconstruyen esos vínculos tan gastados y desgastados con las familias?
Es un trabajo durísimo. Y también conlleva una problematización concreta sobre lo incondicional de ser familia. Uno tal vez no tiene que dar por hecho que el otro tiene que estar siempre para la persona que está atravesando una crisis. Porque también son personas que sufren y que la están pasando mal. Hay veces que algunas madres te piden una tregua. Y otras veces que por más que les impongan medidas cautelares siguen yendo a verlos y te dicen: «no puedo no venir a verlo, sea como sea, es mi hijo». Es muy complejo.
La realidad en el interior, ¿difiere o es igual que acá?
Imaginate que sí acá en Montevideo la realidad ya es complicada y hay Casas de Medio Camino que pueden llegar a tener hasta 25 usuarios, en el interior es más complicada. Además creo que es más fuerte el tabú de la salud mental allí, pero ese no es un tema que yo haya profundizado ni estudiado con detenimiento. Lo que sí te puedo decir es que en el interior queda claro que la salud mental es un privilegio de clases.
¿Por qué?
Yo creo que esto tiene que ver con que el acceso a la salud mental no es para cualquiera, realmente tenés que tener recursos para acceder a un tratamiento psicológico, ni hablar psiquiátrico. Y si pensamos en la salud pública, ahora en el Vilardebó faltan psiquiatras y en parte es porque no muchos quieren trabajar en el Hospital.
¿Es por los salarios bajos?
Sí, por los salarios y por las condiciones de trabajo. Porque tampoco están dadas las garantías para trabajar en condiciones y son muchas las personas que consultan, entonces no dan abasto. Y en las mutualistas privadas los tratamientos son finitos.
¿Cuánto pesa el lucro en la salud mental de nuestra sociedad?
Mucho, muchísimo, hay un universo que abarca laboratorios, clínicas, muchísimas áreas y volvemos a entender que la salud mental es un privilegio de clase. Un episodio de salud mental le puede suceder a cualquiera en cualquier momento. Y dependerá de si hay una familia detrás con recursos o no para saber si te atenderán en una clínica con todas las comodidades o si caerás en el Vilardebó.
Vuelvo al principio de la charla. Sigo tratando de entender qué pensás cuando ves a esa cantidad de gente, jóvenes como vos, ahí depositados en camas de hierro, casi a la deriva de todo.
Sí, es fuerte, es doloroso. Porque aparte una no puede andar con la capa de heroína creyendo que vas a poder con todo porque eso es falso. Y no solo es falso sino que es peligroso. Porque si no hay un sistema que acompañe, vos estás muy limitada. Hoy por ejemplo las personas con problemas de consumo no tienen muchas alternativas sobre a dónde ir porque no se le ha encontrado la vuelta. Por mayores esfuerzos que hagan quienes están en el Portal Amarillo o en espacios vinculados a la iglesia. En el Vilardebó hay muchos ingresos por consumo y es gente muy joven. El diagnóstico se puede hacer. Pero si esa persona viene de 10 años de consumo, es muy difícil encontrar dispositivos que sostengan un proceso.
¿Qué tan jóvenes? ¿Hay niños y niñas en edad escolar con problemas de consumo?
No me ha tocado trabajar con población así, con niños o niñas. Pero sí estoy al tanto y entiendo también que eso puede suceder porque en determinados contextos los 11 años no son los mismos que en otros. No es lo mismo tener 11 años en Pocitos que en un barrio de contexto crítico, donde seguramente la vida ha empujado a esos niños a tener que hacer un montón de cosas para alimentar a sus hermanitos, a sacar la cara por la familia y están expuestos a todo lo que les rodea.
¿Estamos naturalizando determinadas problemáticas de salud mental? Te lo pregunto concretamente por las y los jóvenes en situación de calle o incluso por los índices del suicidio adolescente.
Peor creo que hay cierta banalización tanto del suicidio adolescente como de muchas otras cosas. Acá hay una responsabilidad muy grande de los informativos y de los medios de comunicación que banalizan los episodios, dan cifras, hablan de femicidios como una muerta más, una desaparecida más, es como que nunca se le da el enfoque y relevancia que deberían tener estos temas. En el caso de los femicidios es tremendo. La comunidad tiene que hacerse cargo de lo que nos pasa. Si hay problemas de consumo en tantos jóvenes, si hay problemas alarmantes con el suicidio adolescente, si hay tantas problemáticas de salud mental, como sociedad deberíamos repensar todo lo que estamos haciendo mal. Hay que hacerse cargo. Pero de verdad, tenemos que hacernos cargo.