Abrumado por el estruendo del fracaso en el terreno de la seguridad pública; la desaprobación creciente en todas las encuestas, incluso las amigas; la marcha terrible de la economía para la gente, con pérdida del salario real y carestía; la evidencia del incumplimiento de sus más repetidas promesas; los combustibles, que no iban a subir más, nunca había subido tanto; el naufragio de proyectos que siempre fueron delirantes, pero en los que él creyó, como el tratado de libre comercio con China, y la conciencia de que el tiempo se esfuma, el presidente Luis Lacalle Pou citó a sus allegados más inmediatos a una reunión secreta en la residencia de Anchorena.
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Allí fueron el ministro del interior, Luis Alberto Heber, el ministro de defensa, Javier García, su secretario, Álvaro Delgado, y su publicista, Roberto Lafluf, entre los contados comensales, todos de su particular prosapia política. De ese retiro reservado se esperaban consecuencias políticas en la forma de planes y estrategias, de proyectos e ideas, pero lo que salió fue una suerte de toque de a degüello tras del cual se alinearon todos los coaligados para defenestrar al Frente Amplio con violencia creciente.
Da la sensación de que el presidente dio la orden de atacar, de mostrar los dientes por todos los medios, incluyendo redes sociales, medios de comunicación, instancias parlamentarias. Y así vimos cómo ministros, legisladores y hasta embajadores poblaron sus perfiles de Twitter y otras plataformas con ataques virulentos a la oposición, acusándola de todo cuanto se nos ocurra y llegando al extremo de tergiversar datos, atribuir conductas reñidas con la lealtad institucional o la ley o las buenas costumbres, en una andanada no espontánea, claramente concertada y, por cierto, desesperada.
A la vez, se empezaron a mostrar con violencia los rostros de los pretendientes, de los futuros competidores por la máxima magistratura en representación del nacionalismo, columna vertebral de la coalición. De algún modo, Lacalle Pou orientó a sus huestes a la violencia verbal y la confrontación cerril hacia a la oposición, hacia la izquierda que ya no gobierna y cuya función política para el oficialismo es fungir de chivo expiatorio, de responsable existencial por un fracaso que no admiten explicar en sus propias incompetencias.
En ese contexto hay que analizar la reacción impresentable por lo violenta y destemplada de la vicerpresidenta, Beatriz Argimón, contra la senadora Amanda Della Ventura. La senadora vertientista hacía uso de la palabra en la comisión general con el ministro del Interior, a propósito de la situación alarmante de la seguridad pública y el número escandaloso de homicidios de los últimos meses, y en su discurso se refería a los femicidios, cuando fue violentamente interrumpida por Argimón, que preside el Senado, y que quiso impedirle referirse a los femicidios como si el asesinato de mujeres por su condición de género no fuera un tipo de homicidio y la legisladora del Frente Amplio estuviera apartándose del tema que se trataba en la sesión. La senadora Della Ventura, acaso sorprendida por la virulencia y por lo absurdo de la intervención de Argimón, le explicó con calma que un femicidio es un homicidio y que estaba, por supuesto, en tema. Y Argimón la atacó con un nivel de agresividad rayano en la locura, agraviándola en una ostensible desviación del poder del micrófono (que ella domina con la botonera de la presidencia de la cámara) y llamándole atrevida a una mujer mayor que ella, en posición asimétrica y con una trayectoria mucho más importante en la defensa de los derechos humanos y de las mujeres que la vicepresidenta Argimón, más allá de su jactancia de paladina y su altanería de clase.
No es la primera vez que Argimón reacciona con esa fibra de odio, muy de aristócrata, por cierto, pero no debe analizarse su conducta simplemente como el exabrupto de una persona a la que le queda grandísima la responsabilidad que ocupa, que simplemente no está en el equilibrio necesario para el ejercicio responsable y constructivo de su tarea. Hay que analizarlo en el contexto de la orden que bajó del presidente, y la orden que bajó es atacar, ladrar, arrinconar con la verba a la izquierda, defenderse de su fracaso con hostigamiento de los opositores, ejercer la defensa del gobierno con sonoridad agresiva. Argimón es una más en la soldadesca que integran ministros y legisladores usualmente desbocados, como Bianchi, Da Silva o algunos otros frecuentes destemplados. Su actitud no debe sorprender porque esa es la estrategia, una estrategia de agrietarlo todo, de pudrir el clima, de crispar, de confrontar, sino con hechos y obras que no pueden mostrar porque no existen, con palabras cada vez más torpes, más salidas de tono, más insultantes. Es una estrategia de la provocación, es una estrategia de la desesperación y es una estrategia de la derrota. No hay que entrar en ese juego. Hay que ser firmes, pero mantener la calma. La suerte de este experimento conservador seguramente ya está echada.