La victoria de Lenín Moreno en la segunda vuelta electoral ecuatoriana marcó que no va a ser tan fácil terminar con la época progresista, como señaló el politólogo Alfredo Serrano Mancilla en el periódico argentino Pagina/12 del lunes 3 de abril. Hasta esa noche, la ficción dominante indicaba que América Latina se conducía indefectiblemente a un cambio de signo político caracterizado por el abandono del “populismo” y el ascenso de partidos políticos de derecha. Serrano Mancilla deshace con un dato contundente esta afirmación: en las últimas 25 elecciones presidenciales de los siete países donde hubo gobiernos populares, progresistas o de izquierda –los comprendidos en el “ciclo” que, presumiblemente, estaría llegando a su fin–, la derecha neoliberal ganó sólo en la segunda vuelta de la elección nacional argentina de 2015. Fuera de esa elección, perdió en todas la presidenciales. Apenas 4% de éxito electoral parece poco para decretar el fin de una era de cambios.
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Sin embargo, aunque los resultados electorales no la acompañe, todos tenemos la impresión de que la derecha ha avanzado mucho en los últimos años. En el Mercosur, por lo pronto, una derecha revanchista gobierna tres de los cuatro países fundadores y con esos números se dieron el gusto de suspender a Venezuela. Esta aparente contradicción entre derechas que han perdido elecciones y un clima cada vez más reaccionario se explican por el golpismo galopante. Brasil y Paraguay cortaron el “ciclo” sin recurrir a las urnas. En Venezuela la derecha perdió la elección nacional, pero no lo reconoció, y desde el primer día intentó deponer al presidente con “guarimbas” y un boicot económico empresarial, y cuando finalmente lograron ganar la mayoría de la Asamblea Nacional, se han dedicado a intentar subrogarlo, destituirlo, declararlo en abandono desde allí. Para colmo de males, en la OEA, desde la llegada del “topo” Luis Almagro a la secretaría general, el propósito exclusivo ha sido lograr el cambio de régimen en Venezuela. En Uruguay, la derecha perdió feo, pero es notable que la cancillería se siente mucho más cómoda con gobiernos de derecha que con gobiernos supuestamente “populistas” como los de Cristina Fernández y Nicolás Maduro. En Bolivia, si bien Evo Morales mantiene una alta popularidad, el referéndum que le habría permitido volver a presentarse fracasó. Y en Argentina, donde el gobierno de Macri fue elegido por el voto popular, su gestión ha sido tan avasallante en todos los planos que hay gestos y discursos que remiten a la dictadura.
La victoria de Lenín Moreno dio por tierra con la hipótesis de que esto se termina así nomás. No sólo ganó la elección, sino que lo hizo en el medio de circunstancias muy duras para la izquierda latinoamericana, y con una campaña feroz en su contra. Luego del triunfo lo vimos cantando junto a Rafael Correa y con la multitud llena de algarabía. Repasó el cancionero popular y no se privó de entonar ‘Hasta siempre, comandante’. Lo que ganó allí no es una izquierda de buena letra. Es una izquierda que contra todas las presiones le ha dado asilo a Julian Assange, impulsó una reforma constitucional que impide a los titulares de offshore presentarse a cargos electivos y nunca ha abandonado sus objetivos revolucionarios. Es una izquierda, además, que siente mucha simpatía por la experiencia política uruguaya, como ya lo ha señalado Rafael Correa, y que no le tiembla el pulso para dar la batalla de ideas con los sectores más encumbrados o para enfrentar a los dueños de los medios de comunicación.
Si la Suprema Corte de Justicia brasileña destituye –cosa improbable– al presidente Temer como coletazo de la delación premiada de Marcelo Odebrecht, en el país norteño tiene que haber elecciones en este año. Si no lo hace, de todos modos el año que viene habrá elección presidencial. Hoy el favorito, por lejos, es Lula. Y es normal, porque fue el mejor presidente de la historia de Brasil –de acuerdo a la opinión consolidada de la mayoría de los brasileños– y Temer es el tipo más odiado. “Voltaremos”, dicen los petistas, y la derecha tiembla porque sabe que eso es lo más probable. En Argentina, los kirchneristas dicen “vamos a volver”. El gobierno de Macri ha caído mucho en su popularidad, y en la calle está en franca minoría, aunque los medios magnifiquen una manifestación de apoyo a Macri que se desarrolló el sábado 1º de abril y dejó, en nombre de la democracia, testimonio de nostalgia de la dictadura. Sólo en el último mes hubo cinco movilizaciones gigantes contra el gobierno que fueron coronadas por un paro general, arrancado por las bases a la dialoguista dirección de la CGT, de acatamiento masivo. Para las elecciones de medio término, en octubre de este año, todas las encuestas anticipan una derrota importante del macrismo, sobre todo en la medular provincia de Buenos Aires, donde la intención de voto la lidera Cristina, cómoda. Ya se ha filtrado que el mensaje de Macri a su gabinete es claro: “O los metemos presos o nos voltean”. Los jueces funcionales al PRO intentan procesar a Cristina y apurar las débiles causas para que entre en prisión antes de las elecciones, pero el tiempo parece que no les da.
Como viene la cosa, no debería sorprendernos que vuelvan varios: Lula en Brasil, Cristina en Argentina, y hasta podría ser Pepe en Uruguay, a juzgar por su popularidad a prueba de tiempo y operaciones. El eterno retorno o el peor fin del “fin de ciclo”.