Como casi todo lo humano, y más que nada en el terreno de lo tecnológico, el uso de la redes sociales y la evaluación de sus utilidades son ambivalentes, y discutibles en su ambivalencia. En efecto, tienen sus maravillosas virtualidades y potencialidades, pero su utilización real por la gente concreta no es tan maravillosa como podría ser y se esperó que fuera (o se dijo esperar, al menos). Más vulnerables y frágiles El progreso en las comunicaciones es un logro distintivo de la humanidad, que ha avanzado en ello tanto más de lo que han logrado las demás especies juntas en la historia del planeta Tierra. De la comunicación por gritos con eco en montañas, o espejos acuáticos, por tambores codificados de esclavos, o por fuegos, o desde los precarios códigos animales de interacción, desde la revolución de la telefonía llegamos a internet y a la instantaneidad casi sin límites espaciales, casi sin costo inmediato y con fidelidad creciente en imagen y sonido. A esta capacidad se le agrega el almacenamiento y la transmisión de las comunicaciones pasadas, con lo que eso significa para el estudio sistemático de la historia, con un corpus casi infinito de datos a explotar. Sin embargo, hay densos nubarrones prácticos en ese resplandeciente cielo teórico. En primer lugar, nada funciona como debiera, y la comunicación por redes es objeto de miserable explotación del tiempo y dinero de los usuarios. No quiere decir que no valga la pena estar ‘conectado’, sino simplemente que utilizarás cada vez más tiempo, obtendrás peores resultados, te saldrá más caro y seguro que te estresarás mucho más de lo que creías y de lo que te dijeron los vinculados al macronegocio. Que el programa, que el servidor, que la aplicación, que la instalación, que el lenguaje, que lo nuevo, que lo ya obsoleto (a veces recién comprado y aprendido su uso). La frase que más oirás en ese periplo tecnológico tan frustrante, cuando algo no funciona como debiera, lo que ocurre todos los días, será «¡qué raro!». Porque lo real viene a ser lo contrario, de modo que lo que es rarísimo es que funcione como debiera; te dijeron y lamentablemente esperás que suceda. A estas situaciones cotidianas se suma el hecho de que tus cosas son infinitamente más espiables y hackeables que nunca. La propaganda y publicidad comercial y política basadas en los llamados big data son poco más que un espionaje y explotación sistemática de tus comunicaciones cotidianas, tus compras, ventas, intercambios financieros y sentimentales y gustos privados. No creas, por otra parte, que tus ‘mensajes’ en Facebook están acotados a quienes querés, a tus amistades virtuales. Es importante tener presente que todos quienes tienen cierta notoriedad pública saben que pueden ser calumniados, injuriados y difamados con cualquier frecuencia y lenguaje soez desde ‘nubes’ informáticas donde cobardes y financiados ‘anónimos’ pueden disfrutar de impunidad ante quien quisiera exigirles responsabilidad civil o penal por sus dichos. Este procedimiento no sólo lo usan ‘enemigos’ personales, comerciales o sentimentales; las agencias de seguridad de los Estados y las redes de servicios de seguridad utilizan este procedimiento con gran frecuencia y destreza para estigmatizar y ensuciar a personas indeseables política o ideológicamente. Por tanto, sugiero que no sonrías tanto cuando te estén filmando; no siempre es para tu bien, ni tu conversación es monitoreada para mejorar el servicio (puede ser para mejorar ‘otros’ servicios). Somos infinitamente más vulnerables y podemos perder mucho más con los accidentes informáticos, los espionajes, los hackers y los difamadores profesionales que antes de existir esas maravillas técnicas y esas tecnologías. La banalidad multiplicada A partir de la indudable capacidad de almacenar e intercambiar información que estos recursos tecnológicos proporcionan -y que muchos millones usamos, por suerte- nos chocamos con la realidad de que, por lejos, los sitios más visitados de internet y similares son los de contenido relacionado con pornografía. Es muy probable que tendremos nuevas generaciones con destrezas sexuales mejoradas, ya que los adolescentes son sus mayores usuarios. De hecho, las ‘seguridades’ informáticas que adultos y padres creen que tienen para controlarlo son patéticamente ingenuas y no cuentan con la asimetría de habilidades entre adultos aprendices y ‘nativos’ en esos universos tecnológicos para el uso real y práctico de las redes. Pero esta fascinación por el porno no debería preocupar tanto; siempre recuerdo cuando pregunté en un sex shop sueco, hace 25 años, qué pasaba con el acceso de menores y me respondieron, con gesto perezoso: “Se aburren y se saturan rápido”. Mucho más grave es lo que sucede con la banalidad de los contenidos, con su incidencia en el nivel de lo comunicado, con el tiempo diario de su uso y con las destrezas comunicacionales que desarrolla y subdesarrolla. La banalidad es creciente. No hay nada más tentador para quien tiene un rato o meramente algunos minutos libres, que usar WhatsApp y comunicarse con alguien, aunque no haya nada que decir. La pereza de hacer algo por uno mismo, como la acción de leer, de ver una película, o simplemente conversar en vivo con otros, está llevando a un empobrecimiento acelerado de la inversión del tiempo cotidiano, que transcurre entre retransmisiones de comunicaciones ‘virales’, o pasando o recibiendo imágenes de perritos o de niños, cambios de perfil en Facebook. El tiempo propio, de formación o introspección mínimos, desaparece en pro de una hiperconectividad invasiva y sin filtros. Es cierto que se puede ‘salir’ de la red ante una saturación o necesidad de alejarse; pero sentirá entonces la culpabilidad de abandonar a los interlocutores y de ‘perderse’ la ubicuidad e instantaneidad posible de la novedad viral, sentimiento indudablemente de una estupidez insuperable por su potencia. Es enorme el daño que sufren el lenguaje y la riqueza de discursos y narraciones. Ya desde el lenguaje reducido de los mensajes de celulares, de los que desaparecen mayúsculas, tildes, puntuación y ortografía, el proceso avanza hacia la sustitución del repertorio de adjetivos y adverbios por el menú de emoticones disponible, con lo cual estamos regresando hacia un lenguaje neoideográfico que se pensaba superado. Los efectos de la comunicación por Twitter son también temibles porque reducen argumentación y elementos discursivos y narrativos a los espacios del sistema. Si ya la competencia sustantiva y comunicacional de los políticos se reduce, el tener que limitarse a esos espacios para ser leído por los analfabetos funcionales que el sistema produce lleva a la ‘trumpización’ retórica del discurso político, transmisible a otros ámbitos. Nadie que sepa de algún tema puede comunicarse adecuadamente por Twitter; y forzar a la gente a banalizar el discurso para ‘llegar’ a la gente por esa red significa la banalización creciente de la comunicación y de las sustancias a comunicar. Esta maldita espiral de trivialización, que advirtió hace 50 años Abraham Moles, es imparable: emisores y receptores multiplican exponencialmente su banalidad y carencia de riqueza en formas y contenidos comunicacionales. Casi nadie tolera psíquicamente hoy -sumando la histeria de la ansiedad- la lectura de un texto, o de un libro, o de un contenido de un diario o revista. Solo títulos, imágenes y videos de corta duración. Emoticones y mensajes de Twitter son nuestro horizonte comunicacional regresivo a partir del progreso tecnológico. ¿Piqueta fatal? Sí, aunque podemos y debemos reconocer un beneficio de internet en mejorar la capacidad de lectura de textos al enriquecer la lectura multidireccional de la pantalla y superar nuestra lectura tradicional basada en ir de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha. Pero aquel avance se vuelve regresivo cuando la lectura multidireccional y mucho más dinámica se utiliza para descubrir, con mayor velocidad, mayor cantidad de estupideces. Hay mucha tela para cortar, lector, pero merece conversarse, eso sí, mano a mano, interpersonalmente, cara a cara, hablando y expresándose con palabras, sin emoticones. Eso sí, también reconozcamos que favorece la sociabilidad a distancia y en cantidad de interlocutores, como sucede en un mundo globalizado.
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