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Mercedes Clara: «Mientras nos peleamos, muchos quedan por el camino»

En este tiempo presente de relatos hegemónicos salvajes, urge abrir los poros, los tímpanos y el alma para intercambiar ideas en clave sensible y humana. Por ello, invitamos a la escritora y licenciada en comunicación social Mercedes Clara, para charlar sobre nosotros y los otros, la estigmatización del distinto, la aporofobia, la cultura del odio, el rol de los medios, la construcción del relato y la producción social del miedo.

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Por Alfredo Percovich

 

Cada tanto conversa con el padre Cacho. Necesita escucharlo, especialmente cuando siente que se le duermen la sensibilidad o la rebeldía y está a punto de resignarse. Dice que Cacho siempre la sorprende con guiños imprevistos, con algún encuentro, una idea, «o esos gestos de belleza y dolor que se tejen en el barrio, en las pequeñas historias, en los rostros y revelan alguna clave para seguir caminando en la esperanza». Mercedes Clara no habla en voz alta. Susurra ideas profundas. Está convencida de que hay otro mundo posible y trabaja en eso mismo. «En la forma en la que nos juzgamos entre nosotros, cómo miramos las realidades de pobreza y exclusión, cómo leemos los mensajes silenciosos que expresan los jóvenes, cómo escuchamos lo que la realidad nos grita en la cara, se juega el país que estamos construyendo». Sostiene que es imperioso nivelar la balanza y encontrar los caminos «que reparen esta deuda social, que nos despierten y nos lleven a integrarnos a una sociedad distinta, que sea capaz de mirar a la pobreza a los ojos y de desnudar los mecanismos que perpetúan la desigualdad».

 

¿Hay una mirada discriminadora oculta o estamos ingresando en un tiempo de cruda sinceridad en el que no existe tanto reparo en admitir el rechazo hacia los pobres, las minorías, los distintos, los excluidos?

Creo que ambas cosas. Siempre miramos la realidad a través de juicios, de nuestra experiencia. Es normal eso. Somos parte de una cultura. El problema es cuando no entendemos que nuestra mirada y experiencia es solo una entre otras; y limitada por naturaleza. De ahí la necesidad de intercambiar, de escuchar, de aprender del otro, para ir comprendiendo quiénes somos y las realidades en las que nos movemos. El problema es creernos que los prejuicios con los que nos acercamos y juzgamos hechos y personas son la verdad. Ahí nos encerramos, creamos ficciones, negamos al otro y a nosotros la posibilidad de ser otra cosa. Es más fácil simplificar la realidad, dividirla en buenos y malos, víctimas y victimarios, diseñarla a nuestra medida, empobrecerla y empobrecernos, sin permitir al “otro real” entrar en nuestra historia. Preferimos quedarnos con el otro previsto, etiquetado, reducido al estigma que le asignamos, que abrirnos a su misterio, a la mirada que tiene para devolverme de mí mismo. Porque la mirada del otro cuestiona, nos exige salir de nuestro esquema. Abrirnos al otro atenta contra nuestra ilusión de control. Supone una cuota de riesgo, e inevitablemente mueve al cambio; empatizar con la perspectiva del otro nos hace mover de sitio.

Creo que en este tiempo, en que se polarizan tanto las posturas, se expresa con más crudeza ese rechazo a los otros distintos, distantes, excluidos de los círculos donde nos

movemos. La sensibilidad como oportunidad de conectar con la vida del otro “extraño” da paso a una sensibilidad exacerbada por el miedo, la violencia, la indiferencia, el individualismo. El otro se transforma en una amenaza, y preferimos mantenerlo lejos. Bien lejos. Encorsetado en el mundo de nuestras ideas. Y si se acerca, por las dudas, nos defendemos antes, atacamos, “porque nada bueno puede salir de ahí”. La aporofobia -el rechazo al pobre- y la xenofobia son expresión de esto. Es un tiempo duro en ese sentido, hay realidades que nos reflejan un escenario desalentador. Las distancias entre “ellos y nosotros” se profundizan; se abonan con discursos de odio que se materializan en hechos violentos, que llegan a veces hasta la muerte. Es fuerte ver el grado de deshumanización en que vivimos. Y que ya no vemos. Hemos naturalizado esa violencia cotidiana que reforzamos en las conversaciones, en los modos de referirnos a los otros, en la falta de empatía, en las luchas empedernidas por tener la razón. Y perdemos la capacidad de mirar más allá, de mirarnos en esa trama que tejemos y nos teje al mismo tiempo. Nos volvemos prisioneros de nosotros mismos y como sociedad seguimos rompiendo lazos y alejándonos unos de otros.

 

Hace un tiempo se instaló en el debate público el concepto de la «apariencia delictiva». Más allá de los aspectos jurídicos o incluso políticos en relación a la Ley de Urgente Consideración (LUC), se discutió sobre la mirada estigmatizadora de parte de la sociedad hacia un sector de los jóvenes. ¿Por qué crees que hay quienes consideran un riesgo para la sociedad cierto estereotipo de jóvenes que usan gorrita, tatuajes, piercing o que hablan «distinto» a la clase media predominante?

Lo de la “apariencia delictiva” no es nuevo, sino que es una característica de cómo funcionamos en el mundo. El jurista argentino Eugenio Zaffaroni aporta una mirada interesante. Según él, los códigos penales de la mayoría de los países occidentales son sumamente complejos y detallistas; y pueden aplicarse con base en un principio de selectividad. Si no hubiera una selectividad en la aplicación del Código Penal, la mayoría de la población estaría presa y se paralizarían los países. La selectividad es parte del código. ¿Cuándo se transforma esto en algo peligroso o cuestionable? Cuando esta selectividad es mayor y se realiza basada en estereotipos y estigmatizaciones. Si se presume que una persona tiene mayores probabilidades de cometer un delito por su “apariencia”, estamos hablando de discriminación. Y esa discriminación, sumada a la selectividad en la aplicación del Código Penal, genera vulneraciones de derechos en grupos específicos de la población.

¿Y por qué esa asociación entre inseguridad y cierto estereotipo de jóvenes que usan gorrita, tatuajes o que hablan «distinto»? Por un lado, tenemos miedo al distinto, al que no se ajusta a nuestros parámetros. Las sociedades siempre depositan los miedos en lo que no conoce. Por otro lado, las noticias que vemos nos han enseñado un estereotipo de criminal. No demonizo a los medios de comunicación masivos, creo que son reflejo de la sociedad que los produce, pero es innegable que juegan un papel fundamental en el relato sobre la inseguridad y la producción social del miedo. La seguridad es un tema central en los informativos; las noticias policiales cada vez tienen más espacio y están en los segmentos centrales. Los hechos delictivos se muestran unos sobre otros, sin tiempo para un seguimiento más profundo. En muchos casos se teatralizan las narraciones, se usan recursos como el suspenso, el énfasis en el perfil de los protagonistas, el tono emocional. La cobertura informativa describe hechos sin contextos, personas sin historia. Los acontecimientos aparecen sin referencias sociales y culturales, sin causas ni consecuencias. Es común la tendencia a caer en una criminalización del otro; recurrir a estereotipos del crimen y del criminal. Los grandes protagonistas de la crónica roja son en general los pobres; sobre todo, los jóvenes pobres, de asentamientos y barrios periféricos, desempleados, relacionados con la droga, que usan gorrita, etc. Y como público aceptamos ese estereotipo, sin mirar más allá, sin recordar a los ladrones de guante blanco que vacían bancos y empresas, que afectan la vida de centenas de familias, o los que venden nuestros datos, o los que roban a países.

Es interesante, porque la gorra, los tatuajes, los piercing, no son rasgos “exclusivos” de ciertos sectores socioeconómicos, hoy trascienden las clases sociales. Más bien expresan la “ruptura” de las subculturas juveniles, que siempre resulta amenazante para el mundo adulto. Quizás cabría preguntarse si no hay elementos de discriminación racial vinculados a estas modalidades de discriminación.

En este sentido, la LUC disparó discusiones importantes; puso en debate temas que necesitamos mirar: la desigualdad, la vulneración de derechos, la discriminación. Temas que nos devuelven la complejidad de la inseguridad que vivimos. Ojalá ahondemos en estas preocupaciones con lucidez, trascendiendo banderas, buscando caminos que aborden el problema en su magnitud, desde la raíz y que involucren la participación de todos los grupos implicados. Porque en cómo nos juzgamos entre nosotros, cómo miramos las realidades de pobreza y exclusión, cómo leemos los mensajes silenciosos que expresan los jóvenes, cómo escuchamos lo que la realidad nos grita en la cara, se juega el país que estamos construyendo. Una sociedad fragmentada como la nuestra, en que la convivencia entre los distintos sectores sociales está marcada por la hostilidad y el desencuentro, necesita que todos asumamos la cuota de responsabilidad que nos corresponde. Mientras sigamos pensando que la amenaza y el problema son los otros, vamos mal. Mientras veamos solo una violencia, que es consecuencia de una espiral de violencias que viven muchos de nuestros jóvenes desde que nacen, seguiremos deshumanizándonos.

 

¿Cómo crees que perciben los que son etiquetados bajo la apariencia delictiva -los excluidos, los ninguneados- la mirada estigmatizante de otra parte de la sociedad?

Esa mirada estigmatizante hace daño. Porque en muchos casos llega un momento en que la persona internaliza esa mirada y surge un problema más profundo: la autoexclusión. Cuando todos los días el sistema te hace sentir que valés poco, que sos una amenaza, que tenés la culpa de vivir como vivís, que deberías ser otro. Cuando aquellos que tendrían que defenderte no lo hacen, o lo hacen de mala gana o con desprecio. Cuando se te cierran puertas para trabajar. Cuando te metieron en la cabeza que sos “burro”, que sos “problemático”, que lo tuyo no es estudiar. Cuando vivís en un rancho, comés de las sobras de otros, los servicios no entran a tu barrio, tenés un helicóptero sobrevolando todos los días tu casa. Es muy difícil no sentirse fuera, no bajar los brazos, creer que se puede vivir de otro modo. Hasta el punto que, cuando llega alguna ayuda real, la persona a veces opta por no ser parte; y si quienes traen estas oportunidades no son conscientes de esta realidad, terminan reforzando ideas como “son pobres porque quieren, querés ayudarlos y no te dejan”. No es cuestión de “ayuda”, eso refuerza el estigma. Es cuestión de derechos. De mirar al otro y reconocerlo en su dignidad, en su potencial. Está claro que los caminos de salida no se construyen “desde afuera”, son procesos lentos, en que lo más difícil es sanar esa herida que el estigma causó en la mirada de la persona sobre sí misma.

Conozco muchas personas también, de una fuerza tremenda, que son capaces de rebelarse ante esa mirada. Y no se dejan etiquetar. Se ponen sus barrios al hombro, dedican toda su energía para cambiar las condiciones de vida de los vecinos. Tienen iniciativa, experiencia, conocimiento de la realidad, sabiduría, visión, capacidad de liderazgo, una generosidad  infinita. Si aprendiéramos un poco más de ellas, todo sería distinto.

 

Hay un reclamo notorio de una parte de la sociedad de ir hacia un escenario de mano dura, de aumento de penas para los jóvenes infractores o en conflicto con la ley penal. ¿Qué piensas al respecto? ¿Cómo lo ves?

Es necesario mirar qué hay detrás de esos reclamos de “mano dura”. Posiblemente hay miedo, identificación con las víctimas de algunos delitos. Eso es algo natural que ocurra. Uno siempre se identifica con ciertos personajes de la realidad y juzga los hechos desde esa perspectiva. Y entiendo que a muchas personas les sea más fácil empatizar con las víctimas de un robo, de una rapiña o incluso de un homicidio, sentir ese dolor, imaginar cómo se sentirían si la víctima fuera un hijo o hija, o incluso ellos mismos. Pero también es necesario identificarse con el otro lado de la historia. Eso ya es más difícil. ¿Cómo nos sentiríamos si nuestro hijo o hija cometiera un error? ¿Cómo querríamos que fuera tratado por la sociedad? ¿Quiénes seríamos nosotros si hubiéramos nacido sin posibilidades de crecer, si se nos cerraran puertas, si nos negaran los derechos fundamentales de un ser humano?

La mayoría de los países del mundo que encontraron soluciones más o menos estables a la situación de adolescentes y jóvenes en conflicto con la ley penal lo ha hecho a través de la búsqueda de medidas socioeducativas no privativas de libertad. Y no solamente países nórdicos o ejemplos excepcionales, sino muchos países latinoamericanos desarrollaron sistemas de justicia penal juvenil con alternativas a la privación de libertad que han dado buenos resultados en términos de reinserción social.

Nuestro problema es que se enquistaron los discursos y cada vez es más difícil encontrar puntos de encuentro entre las diferentes posturas: unos entienden que si el adolescente que comete un delito no va preso por el mayor tiempo posible, se fomenta la impunidad. Desde el otro lado, corremos el riesgo de bloquear los diálogos por etiquetar a las personas que realizan estos reclamos, sin entender que hay algo de la realidad que perciben, y que es necesario atender. En síntesis, creo que los escenarios de “mano dura”, como se están planteando, incrementan la violencia. Es el camino más rápido para responder al reclamo de algunos sectores de la sociedad que no se dan cuenta de que ese camino, lejos de solucionar el problema, lo agrava. Ataca las consecuencias, no las causas. Son parches. Patas muy cortas para transitar caminos de transformación verdadera. Pero sí es claro que urge enfrentar el problema y ensayar nuevas respuestas.

 

¿Cuánto incide la pobreza en la desintegración social? En cierta medida, ¿no estamos «descartando» una parte de la sociedad al condenarla, antes de nacer, a no tener futuro?

Sí. Eso ya lo vemos: la condena de tantos a una vida sin futuro. La desigualdad que volvemos invisible. Nos acostumbramos a la pobreza y no es natural que existan personas que vivan en condiciones inhumanas. Esa es una de las causas más profundas de la inseguridad. Una sociedad en que un gran porcentaje de personas nacen, crecen y mueren sin poder ejercer los derechos que les pertenecen, sin poder ser lo que están llamadas a ser por su naturaleza humana, es una sociedad en peligro. Y claro que la pobreza incide en la desintegración social, porque nos vamos rompiendo. El lazo social ya no nos liga, nos desconectamos cada día más. Los distintos grupos sociales se cierran sobre sí mismos, generan sus propias pautas de comportamiento, sus sentidos, sus olvidos. No hay intercambio. Vamos perdiendo las significaciones compartidas. La posibilidad de hablar el mismo idioma. Nos vamos volviendo extranjeros en nuestro propio país. La desigualdad desequilibra la balanza. El niño que no se alimenta bien los primeros años de vida, que vive situaciones de carencia, de falta de estímulos y oportunidades de desarrollo, ya parte de atrás. Y sabemos que hay daños irreparables. Que muchos quedan por el camino, mueren antes de tiempo, mientras nos peleamos por quién tiene la razón o quién hace más. Urge la búsqueda de caminos que nivelen la balanza, que reparen esta deuda social, que nos despierten y nos lleven a integrarnos a una sociedad distinta, que sea capaz de mirar a la pobreza a los ojos, y de desnudar los mecanismos que perpetúan la desigualdad.

***

En pocas palabras

¿Qué es el sufrimiento?

Tocar la herida y no saber qué hacer con ella. A veces no reconocer que sangra y está abierta, otras, taparla, negarla, anestesiarla, pero actuar desde ella.

¿Qué cosas te llenan el alma?

Los encuentros que nos acercan, que nos cambian, que nos alimentan. Los encuentros que nos permiten descubrir algo nuevo de la realidad, del otro, de nosotros mismos. Esos encuentros en que rozamos el misterio que somos y nos quedamos en silencio, contemplando lo que no puede ser nombrado.

 

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