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Morir en el siglo XXI

Por Leonardo Borges.

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Caras y Caretas Diario

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“Todos los finales son el mismo repetido…”, cantaba Joaquín Sabina mientras contaba las vicisitudes de sus padres, sus peleas y su amor incondicional y perverso que hacía mucho ruido. Cuando hablamos del ser, los finales son en esencia, y salvo en la literatura, los mismos finales. “Todo lo que termina, termina mal, poco a poco, y si no termina, se contamina mal, y eso se cubre de polvo”, escribió en la misma sintonía Andrés Calamaro en sus “Crímenes perfectos”, subjetivando esa conclusión. Las historias no pueden tener otro final que un final, y justamente ese final debe ser egoísta. Debe ser el final de mi mundo. Un final abierto o cerrado, un destello de genialidad o simplemente una serie de pensamientos desordenados, en otros tiempos, o en este mismo. Todos intuimos que la vida está formada por momentos, instantes que se mueven raudamente entre la alegría y el dolor, entre problemas y soluciones, entre felicidad y tristeza. ¿Cuál es la esencia del fin? ¿Cómo enfrentarse al final de algo? Cómo culminar la historia de un pueblo, esa estructura nacional, patriótica que forma los intestinos del pueblo, que siente y que sobre todo se siente especial, que posee una cuota de ego que no puede comprender su existencia. Detrás de cada pueblo se esconde un destino, y detrás de cada destino, existe otro.   “Dèyè mòn, gen mòn” “Detrás de la montaña, hay otra montaña” (dicho popular haitiano). Somos seres que esperamos el final, de una u otra forma contenemos dentro de nuestras almas el miedo irrefrenable de no ser inmortales. Los pueblos de la misma forma esperan la inmortalidad y la gloria como acicate a sus debilidades. Pero la muerte es el inevitable fin. “Es que la muerte está tan segura de vencer que nos da toda una vida de ventaja”, cantaba La Renga en “El final es en donde partí”. La ventaja, en mayor o menor medida, es la vida que vivimos, pero que tiene fecha de caducidad. Ese miedo ha minado todos los tiempos históricos de diferentes formas, el miedo al fin de nuestros mundos. Algunos acumulan capital como una forma de ir más allá, hay seres que son felices contando billetes, otros asesinan sin piedad a un grupo de jóvenes en una universidad, pues eso es lo que queremos todos de una forma o de otra. Detrás del artista, hijo de su tiempo, iluminado, existe un ser con miedo que intenta trascender, como una necesidad humana. En tiempos tan veloces, de cambios repentinos, de ciudades infectadas de seres sin tiempo, de comunicaciones instantáneas y sueños supersport, no tenemos mucho tiempo de pensar en el fin, pero está allí. Apretando cada vez más nuestras sienes que sueñan con llegar. ¿Se puede hacer arte en la aldea global de Marshall McLuhan? ¿La cultura actual (prominentemente vaciada de contenido) resiste la alquimia de los sentimientos? La muerte es la misma que en los tiempos medievales, que en la época clásica, lo que cambia es la forma en que cada cultura la enfrenta. En tiempos de cambios vertiginosos, de identidades escondidas tras pantallas fabuladoras y mentirosas, tras un protector de pantalla, tras un perfil de Facebook o un hashtag de Twitter. En tiempos de la incomunicación de la comunicación. ¿Se puede hacer arte en “tiempo real”? ¿Se puede decir la verdad? ¿Hasta qué punto nuestra sociedad moderna y modernizada perdió la capacidad de asombro ante la muerte que nos sea propia o de propios? La historia de las mentalidades (como quieren los franceses), o que José Pedro Barrán ha bautizado con maestría como Historia de la sensibilidad, nos ha enseñado que en distintos tiempos cada cultura posee una diferente facultad de “sentir, de percibir el placer y el dolor”. El propio Barrán lo definió en estas palabras: “…una historia de las emociones, de la rotundidad o la brevedad culposa de la risa y el goce; de la pasión que lo invade todo, hasta la vida pública, o del sentimiento encogido y reducido a la intimidad; del cuerpo desenvuelto o del encorsetado por la vestimenta y la coacción social que juzga impúdica toda soltura”. De esta manera, cada época siente de una forma diferente: ríe, llora, goza, huele y sufre abrazada a una misma sensibilidad, relacionada inevitablemente con su economía y condiciones sociales. El gran historiador francés Jacques Le Goff, agrega que esa historia de las mentalidades “se sitúa en el punto de conjunción de lo individual y de lo colectivo, del tiempo largo y del tiempo cotidiano, de lo inconsciente y de lo intencional, de lo estructural y de lo coyuntural, de lo marginal y de lo general”. Así, la sensibilidad denominada “bárbara” (sin el aditamento sarmientino) veía la muerte y sentía el dolor con más naturalidad que en nuestros días, dada la familiaridad con la que se vivía, tanto en uno como en el otro. En el siglo XIX, la muerte de un ser humano era vista con la naturalidad típica de una sociedad en la que la mitad de los muertos eran niños y la tasa de mortalidad era excesiva, tanto como la de natalidad. La capacidad de empatía era nula, pues la muerte era familiar a todos. Degollamientos y desollamientos, empalamientos y torturas vistieron de gala el siglo del “progreso” y la ciencia. Mientras que – tiempo más tarde- la muerte fue alejándose y el duelo y la muerte misma se volvieron raros. Al mismo tiempo se sufre mucho más. Pero hoy día nos encontramos en una etapa análoga quizás a la barbarie, en la que los medios masivos de comunicación nos han quitado la capacidad de asombro y, tal vez, la de empatía. Estamos anestesiados ante el dolor de los demás (que no sea nuestro). La velocidad en que digerimos los cambios (o eso creemos), la velocidad con que nos acercamos a los demás (o eso creemos) y la cantidad de años que vivimos de más, regalados en el mundo, nos hacen sentir superhombres modernos, pero eso nos hace estúpidos y, al mismo tiempo, nuestra propia capacidad de dominar la naturaleza nos vuelve soberbios. Y no existe peor combinación de condiciones que la estupidez y la soberbia. No tenemos tiempo para cavilar sobre la llegada de la dama oscura, momento de reflexión extrema. ¿Cómo será la victoria definitiva de la muerte? ¿Cómo me tomará?, ¿qué veré al abrazarla con fuerza y pedirle por favor que me lleve? ¿Cómo será el fin de mi mundo?

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