La pandemia ya no ocupa al gobierno que actúa como si no existiera. Desplazada de las noticias centrales, ya no justifica la aplicación de medidas y ni siquiera una crítica encendida por no tomar medidas para frenarla. El gobierno que el 23 de marzo, más de 2500 muertes atrás, decidió que no había nada para hacer, ahora simplemente la ignora, como si el acto esquivar suprimiera al virus y sus consecuencias.
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Recordemos por un momento aquel hallazgo publicitario tan festejado, “blindar abril”. La consigna carecía de un contenido unívoco por lo que sirvió para que se apropiara todo el mundo, como una instrucción liviana de libro autoayuda. Pero obviando la exégesis o el análisis de su ambigüedad en relación a quién tenía la responsabilidad de blindar, cabe detenerse en el optimismo irracional de la hipótesis que subyacía a los términos de ese blindaje. ¿Por qué había que blindar abril? Porque una teoría anticientífica surgida de las opacidades de la torre ejecutiva había asegurado que el ritmo de vacunación iba a a conseguir que en las primeras semanas de mayo la epidemia descendiera estrepitosamente. Han pasado esas semanas de mayo, y ese escenario de máximo optimismo y mínima evidencia no se cumplió: los casos superan los tres mil por día detectados en relativamente pocos tests (positividades superiores al 20%), las muertes diarias alcanzan las 50 en promedio (van casi mil muertes en mayo), hay más de 500 personas internadas en CTI y todos los días otras 50 personas ingresan en estado crítico. ¿Eso significa que las vacunas no sirven para nada como piensan y promueven los escépticos y antivacunas? No, pero sí confirma que, tal como se advirtió, las vacunas no son instrumentos mágicos capaces de parar una epidemia en seco y menos aún en el pico de la propagación. Las vacunas o bien previenen contagios (en algunos casos), o previenen la enfermedad sintomática (en muchos otros) o, lo más habitual, evitan las formas graves de la enfermedad, pero el virus sigue circulando y cuando alcanza gente vulnerable o no completamente inmunizada, que todavía constituyen un mayoría abrumadora del país, puede hacer estragos y, de hecho, los hace. A este panorama hay que sumarle que la vacuna más utilizada (Sinovac) es una vacuna que se ha mostrado muy buena para evitar la internación en CTI o la muerte, pero no así para prevenir contagios y menos aún con la variante de Manaos, esa variante que se apropió de nuestro territorio en un rato, desplazando a la variante que prevaleció el año pasado.
La estrategia de la negación, secundada por los medios y silenciosamente acompañada por una parte de la población que se habituó a este desastre y ya no presta atención a lo que está pasando salvo que lo toque como tragedia personal, va a seguir profundizando el desastre y acumulando muertes. ¿Cuántas? No podemos saberlo, pero muchas de ellas evitables si se asumiera una estrategia racional para achicar los contagios, mientras damos tiempos a la vacunación. Naturalizar que una enfermedad infecciosa se haya convertido durante este año en la primera causa de mortalidad en nuestro país, superando largamente todas las otras causas, incluyendo las más típicas, transforma la catástrofe sanitaria en una catástrofe moral, porque en nuestro país no se está actuando con la intención de salvar vidas y eso es imperdonable. Una cosa es hacer todo lo posible y, si no sale bien, tener resultados discretos y otra muy distinta es no hacer nada o hacer deliberadamente poco, disponiendo en los hechos que “mueran los que tengan que morir”, como si en las manos del Estado no hubiese ninguna herramienta para aminorar el daño.
Es asombroso lo que está sucediendo. Uruguay lleva semanas como el país de mayor mortalidad del mundo y casi dos meses como uno de los países con mayor cantidad de contagios diarios en relación con su población y el gobierno no sólo no evalúa medidas adicionales, sino que flexibiliza o elimina las pocas que existen, haciendo gárgaras con una campaña de vacunación relativamente rápida, pero sin mirar los datos cotidianos que desmienten cualquier hipótesis de mejoría, salvo que el crecimiento de casos y muertes se mantiene constante en un número altísimo, pero no siguió creciendo a números todavía peores, como podría haber sucedido si a la estupidez de no restringir la movilidad se le añadía una campaña de vacunación más lenta.
En algún momento esto va a terminar. Y todo esperamos que sea pronto. Pero no se puede imponer administrativamente el fin de una pandemia. La pandemia no termina cuando se decide ignorarla, termina cuando termina. Cuando finalmente los casos empiezan a caer, los ingresos hospitalarios son cada vez menos y las muertes dejan progresivamente de producirse. Hasta que eso no se sucede, la pandemia está, y hay que asumirla y afrontarla como un verdadero flagelo que pone riesgo a la gente. No puede reducirse todo a una estrategia de marketing político, donde lo importante no es lo que sucede sino lo que se transmite, lo que se comunica y lo que se oculta. Esto ya se pasó de castaño oscuro y no sólo el gobierno ha dado muestra extrema de indolencia e irresponsabilidad con la crisis sanitaria, sino que actúan con perfidia, concentrados en una costosa ingeniería de la opinión pública sólo para mantener su camino de ajuste y a los “malla oro” que, por cierto, son ellos mismos y los verdaderos intereses que representan.