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Oteando el horizonte

Crispados, irritables, andan de mufa. El estado de malestar constante en que la derecha política uruguaya se encuentra desde la pérdida de las elecciones nacionales en el 2004 parece haber ido ganando terreno y contagiando diversas tiendas partidarias. Al menos, algunos grandes medios de prensa trabajan cotidianamente en la construcción de esta suerte de neurosis colectiva, abonada por una población demasiado hipercrítica.

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Por Ricardo Pose

Oda al empacado Somos algo más de tres millones de técnicos de fútbol, al menos los uruguayos en Uruguay; inconformistas, algo desconfiados por la herencia criolla, en los ejemplos más extremos, pardofloristas, embriagados de nihilismo e insufribles cuestionadores. Estos rasgos, estas características de la personalidad uruguaya en términos generales, en algunos casos operan como un motorcito para intentar siempre un resultado mejor del obtenido. Pero en otras circunstancias, suele convertirse en un terreno fértil, para alguna gente, de la  desilusión. Algunas barras  que militaban, pintaban y levantaban un programa político contra el país gris no han logrado desarrollar antídotos contra el clima de cuestionamiento constante, con el poder visualizar los problemas y las dificultades como oportunidades o desviaciones a enmendar. Aquella clarísima consigna repetida una y otra vez que sugería que “quien piense que vamos a cambiar todo en cinco años mejor no nos vote”, dejó a la deriva el llanto histérico de la derecha, los que se autoilusionaron con el arribo inmediato del socialismo o la mejora sustancial de sus ingresos. Aquellos sectores de clase media que dieron una oportunidad a la Izquierda para darles prolijidad a los desastres administrativos de los partidos tradicionales, erizaron el lomo con la aplicación del IRPF. En una sociedad con alto índice de suicidios, mortandad por accidentes de tránsito, que tiene como uno de los factores de ese alto índice una manera casi violenta de conducir, que ha hecho gala de una pésima interpretación de la garra charrúa y el duelo criollo, que tiene índices vergonzantes de violencia doméstica, el discurso apocalíptico, el aclamado ‘fin de la Historia’, se convierte en el discurso y relato dominante de los sectores  reaccionarios: el país donde los políticos están para la joda, donde no hay acciones desinteresadas, donde los planes sociales son para financiar vagos, los sindicalistas son patoteros, la incapacidad es una característica de la gente de izquierda. Pancistas, conformistas y arrogantes. La gran cuestionada entonces es la actividad política y quienes se dedican a ella, entendiendo por dedicación el concepto de militancia política; ese concepto que encierra una serie de conductas contrarias a lo que la derecha política ha desarrollado como práctica. Según esta el rol del ciudadano en la política es su derecho al sufragio; es la política del pancismo, de no involucrarse activamente porque para eso están los políticos profesionales; desde quienes ocupan el lugar de ministro hasta el último de los caudillitos barriales, la política es el arte de los pocos elegidos que entienden de qué viene la cosa. El pancismo va de la mano de  la viveza criolla; el pancismo del funcionario público como practica y concepto contra el de servidor público. El de aumentar en el mundo empresarial  los márgenes de ganancia en la evasión de aportes, el disfrazar gastos para achicar el pago de  impuestos, el sobremarcar precios, el de jugar especulando con la oferta. La pobreza es producto, claro está, de la mala suerte, de no haber caminado a pies juntillas bajo los dictados de la fe cristiana, de las malas rachas de la economía, de no haber aprovechado las oportunidades de estudio o del sacrificio suficiente en el laburo. Para estas concepciones, además, la pobreza no es producto de una mala distribución del ingreso y la riqueza, sino de no haber logrado un crecimiento de la torta que permita aumentar las porciones, así que lo mejor es conformarse hasta que venga la nueva buena. Conformarse ante dios, la patria y el patrón. Y por supuesto, prosa tan florida galantea en la arrogancia; son los que siempre han estado en el poder económico, político, social y militar. Son los poseedores de los medios de producción, de los grandes medios de comunicación, de coerción; no abrirán jamás una portera para que el vulgo participe y forme parte, pero van a generar una mística para que el vulgo aspire a ser como ellos. Así, nos toparemos con  el mismo relato, las mismas lógicas de pensamiento, en las damas de caridad, legisladores e intendentes, gerentes de empresas o quien tira de un carro juntando basura. Goteras de ansiedad. El cortoplacismo, la búsqueda de atajos, el idealismo de pensar que la voluntad se puede imponer al ritmo de la marcha de un pueblo, son conductas inapropiadas pero frecuentes en la historia de ciertos sectores de izquierda. Se confunde la profundidad de un programa y los objetivos finales con las posibilidades concretas de materializar lo posible; en el otro extremo se confunde en la gestión el arte de lo posible con la desviación del pragmatismo. En ambos casos cunde la aflicción; la ansiedad se convierte en una gotera constante, estimulada por una necesidad de consumo que no solo implica lo material y fungible. La mala gestión de gobierno, las acciones en el sentido de lo que la Izquierda no iba a ser, se suma y cristaliza esa sensación de que ‘todo está mal’. En tanto nos carcome la ansiedad por  lograr los compromisos  del programa, ansiedad por demostrar que somos mejores, capaces, por ganar terreno en la opinión pública en esta cotidiana y desigual lucha contra la gran prensa. Del pan y las rosas. Compartimos con el cristianismo el amor por la humanidad; no hay peripecia más importante que el transitar de la especie humana y tomar como bandera el alcanzar un vínculo de armonía, fraternidad, justo, igualitario en derechos y equitativo en oportunidades. Nuestro concepto de democracia, valorizando el sufragio universal y el valor republicano, no es el de un gobierno del pueblo que se detiene en el umbral de los cuarteles, de las entidades financieras, de las oficinas gerenciales, en las tranqueras de las estancias. Nuestro objetivo de derrocar la cultura de consumo, la pobreza, de quitar de las manos de las clases dominantes los resortes de decisión de la economía no está basado en el resentimiento. Tampoco es un camino de carmelitas descalzas; la historia viene confirmando que la disputa por el poder no es una transición nada amigable, que el partido se pica y se tranca contra el tobillo; que el juez además, está a favor de ellos y con el VAR apagado. Nuestra bandera es de paz entre los pueblos y en contra del uso de la violencia, pero con los niveles de contundencia necesaria para que esa consigna sea posible y prime el sentido común. La indiferencia, la abstención, es la herramienta fundamental de los poderosos cuando logran que se transformen en conducta de los humildes. Sí aflige e irrita, desde tiempos inmemoriales, saber que las profundas injusticias que padece buena parte de nuestro pueblo tienen causas fungibles, palpables y, además, solucionables. Que mientras predomine esta forma de producción entre el capital y el trabajo, el destino de los trabajadores y del pueblo en general estará lejos de sus aspiraciones; que el poder no se toma de una sola vez y para siempre  y que para irse apropiando hay que irse formando. Entonces, si bien no podemos contagiar de un optimismo biológico, el sobreponerse al clima general de descontento, de desilusión, quitar la trompa de empacado, es una actitud revolucionaria; que las críticas y autocríticas como en cualquier familia que se digne de tal están basadas  a veces en severos pero siempre actos de amor.  

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