A lo largo de su historia, el territorio oriental del Uruguay ha transitado por diferentes etapas, avatares políticos, hasta la formación y conformación de Uruguay como una realidad diferente al resto de las regiones. Ese proceso nos ha dejado una variedad interesante de blasones, de banderas que nos hablan de la inestabilidad política de estas tierras en otros tiempos. ¿Cuántas banderas flamearon en los mástiles de estas tierras? ¿Cuántos poderes sucesivos fueron estableciendo sus blasones y poder?
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El 11 de julio de 1830, tan sólo siete días antes de la jura de la primera Constitución, el recién nacido Estado Oriental del Uruguay ostentaba su bandera definitiva. Esa bandera flameará orgullosa en la jura de la Constitución, en el improvisado tablado colocado para la ocasión frente al Cabildo de Montevideo, donde se reunieron los entusiastas vecinos y respondieron con un grito fuerte al juramento leído por José Ellauri: “Sí, juro”. Ese día flameaban tres banderas más a los lados del tablado, la del Reino Unido, la de las Provincias Unidas y la del Imperio de Brasil. Ese era justamente uno de los inocentes cuestionamientos del niño que imaginó Roy Berocay en su maravilloso libro El país de las cercanías. El nacimiento de Uruguay era pues un principio, pero también un final, el fin del sueño regional, de una unidad natural y duradera hasta el momento. Ninguno de aquellos revolucionarios luchaba por secesiones, sino por el destino de la unidad, o en clave federal (o confederal), como lo hará José Artigas y otro puñado de revolucionarios en clave centralista (unitaria poco después), como lo llevó a cabo Buenos Aires y otro puñado de revolucionarios. Pero la unidad no era discutida en aquellos tiempos.
Por tanto, nuestra balcanización, como las demás, terminará por tener un sabor de boca amargo para la posteridad, mas no para aquellos protagonistas. Estaban fundando en definitiva un nuevo Estado. Un estado de bachilleres, proyecto momentáneo y acomodaticio de gran parte del patriciado uruguayo (como lo denominó Carlos Real de Azúa en su libro homónimo), estado secesionista, nacido del proceso de balcanización agitado por los intereses ingleses en la región. Las revoluciones con que se inició el siglo XIX veían mutar los proyectos iniciáticos, de la unión a la fragmentación, y la Banda Oriental –reconvertida en el orgulloso Estado Oriental del Uruguay y de espaldas al artiguismo– seguía esta misma lógica. “La victoria criolla tuvo aquí un resultado paradójico, la revolución destruyó lo que debía ser el premio de los vencedores” (Tulio Halperin Donghi). Bajo este signo, los orientales forzosamente uruguayos juraban su Constitución con tres banderas monitoreando sus pasos, custodiando su libertad. La del Imperio del Brasil y la de las Provincias Unidas del Río de la Plata, hacedores (según consta en actas) de la independencia o la secesión (a través de la Convención Preliminar de Paz), y la del Reino Unido, garante de lujo de esta transacción. Por tanto, aquella bandera que se agitaba ese 18 de julio no era la primera que flameó en ese mástil. Una historia se escondía detrás.
Bandera blanca de los Borbones
Esa no fue obviamente, en ningún caso, nuestra primera bandera ni tampoco aquel (Estado Oriental del Uruguay) fue nuestro único nombre. Detrás de la historia de Uruguay existe una compleja trama, que nos conduce indefectiblemente hacia la Revolución oriental, iniciada el 28 de febrero de 1811 en los campos de Asencio. Tras la ruptura colonial, nuestro nombre propio de Banda Oriental del río Uruguay pasó al de Provincia Oriental, formando parte de la unión argentina. Los inicios de la revolución (que fue en todo caso regional y nunca nacional) fueron complejos y confusos. Al principio una “máscara” escondía mayores empresas: la denominada por algunos historiadores “máscara de Fernando VII”. O sea que los revolucionarios al inicio de la rebelión no luchaban por la independencia per se, sino por la autonomía del Reino de Indias. Tras las invasiones de Napoleón Bonaparte a España y Portugal y las denominadas Abdicaciones de Bayona (en las que Carlos IV fue obligado a abdicar en nombre de su hijo Fernando VII y este a su vez lo hizo en favor de Napoleón Bonaparte), España quedó a merced de Napoleón (dominada por su hermano, José) y su imperio. En el reino ibérico se gestó inmediatamente la resistencia, tanto en las calles como en los órganos de gobierno. Se declaró a Fernando VII legítimo rey y se comenzaron a establecer las juntas locales, que tiempo después desembocarían en la Junta Suprema Central. Bajo este signo y alumbrados por la misma lógica, los americanos exigieron sus propias juntas; en definitiva estaban poniendo en práctica la retroversión de la soberanía que los peninsulares habían adoptado. Por esta razón los “patriotas” americanos luchaban en defensa de los derechos de Fernando VII “el deseado” y no por la independencia en una primera instancia. Por tanto, la primera bandera que ostentaron los ejércitos artiguistas no fue la tricolor (relacionada indefectiblemente con la Revolución francesa, que paradójicamente ocupaba España de la mano de Bonaparte), sino la bandera blanca de los Borbones. En la Batalla de las Piedras (18 de mayo 1811) flameaba orgullosa la bandera de la casa de los Borbones, pues la lucha no era todavía entre independentistas y monárquicos, dado que ambos bandos luchaban en nombre del rey.
Rojo color de la República
Las banderas artiguistas fueron en realidad nuestros primeros blasones propiamente vernáculos, a pesar de que estaban basados en diseños revolucionarios franceses. Más allá de esto, la secuencia de banderas enarboladas por Artigas estaban basadas en la de Manuel Belgrano, pero con el agregado del rojo para diferenciarse. Artigas lo declara en un documento del 1º de marzo de 1815: “Yo he ordenado en todos los pueblos libres de aquella opresión, que se levante una igual a la de mi Ctel. Gral., blanca en medio, azul en los dos extremos, y en medio de estos unos listones colorados signo de la distinción de nuestra grandeza, de nuestra decisión por la República, y de la sangre derramada para sostener nuestra libertad e independencia”. Las banderas artiguistas seguirán el mismo patrón de colores, pero cambiarán los diseños, despuntando entre todas la bandera de la Unión de los Pueblos Libres, la que actualmente ostenta la provincia de Entre Ríos, y la bandera de Fernando de Otorgués, izada por primera vez el 26 de marzo de 1815.
Verde cisplatina
Tras los nueve agitados años de revolución, que culminaron con la derrota artiguista y el final ostracismo del prócer, los portugueses invadieron y estos territorios pasaron a denominarse Provincia Cisplatina. Después del Congreso Cisplatino en 1821, en el que la provincia pasó a formar parte del imperio, la bandera que flameó en los cuarteles fue la verde y blanca, diseño basado en el imperio de Portugal, Brasil y Algarbes. Colores y simbología portuguesa, con un emblema central formado por una esfera armilar superpuesta a la Orden de la Cruz de Cristo. Por lejos, la bandera más extraña a nuestros ojos.
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Tras la lucha revolucionaria de 1825, la Cruzada Libertadora, las batallas y la intimación a la unión nuevamente con las Provincias Unidas, una vez más fuimos la Provincia Oriental, también denominada de Montevideo por algunos. El blasón que viajaba en aquellos dos lanchones con los patriotas pasó a ser nuestra bandera provincial, aquella azul, blanca y punzó, de los Treinta y Tres Orientales (que no eran treinta y tres ni todos orientales). “[…] compuesto por tres franjas horizontales, celeste, blanco y punzó, por ahora, hasta tanto que, incorporados los diputados de esta provincia a la soberanía nacional, se enarbole el reconocido por el de las unidades del Río de la Plata a la que pertenece”. La bandera que izarían el 25 de agosto de 1825, día en que se promulgaron tres leyes (entre ellas la de independencia, que da nombre a la fecha, pero que no la define), sería la misma, pero sin el lema.
Un nombre y 19 franjas
En medio de las negociaciones de paz entre las Provincias Unidas (incluida la Provincia Oriental, que a pesar de eso no estuvo en las negociaciones), y el Imperio del Brasil, con la mediación expresa de Inglaterra, nació entonces un nuevo Estado como salida a la guerra. Tras la paz y el nacimiento del nuevo Estado (1828), la pregunta persistente era, pues, cual sería el nombre del nuevo país y cuál sería su blasón. Muchas discusiones, horas de tertulias y especulaciones pasaron, los nombres propuestos eran muchos y muy diversos: Estado de Solís, Estado del caudaloso Plata, Estado de Montevideo o el definitivamente horripilante Estado del Nord Argentino. Hasta que llegaron al acuerdo de Estado Oriental del Uruguay, nada nuevo bajo el sol. Por otra parte, el pabellón ahora más nacional que nunca, sería uno muy diferente a los anteriores. Pues entonces, el Estado Oriental comenzó su historia con un pabellón diferente al actual. El número de franjas del primer pabellón nacional sumaba nueve de color azul celeste, según la ley del 16 de diciembre de 1828. Haciéndola extremadamente barroca y cargada, pero obedeciendo al número de departamentos. Nueve franjas azules por los nueve departamentos (Montevideo, Maldonado, Canelones, San José, Colonia, Soriano, Paysandú, Durazno y Cerro Largo). El sol que aparecería orgulloso en su ángulo superior izquierdo sería el “Sol de mayo”, tomando la simbología de la independencia argentina.
La última bandera
Más tarde, el 11 de julio de 1830 se cambió por la actual, de nueve franjas pero en total: “El pabellón nacional contará de cuatro listas horizontales en campo blanco, distribuidas con igualdad en su extensión, quedando en lo demás conforme al que establece la ley del 16 de octubre de 1828”. De esta forma serían nueve franjas en total y el sol fue cambiado por el utilizado en el escudo, aunque el diseño de mayo fue utilizado hasta 1930 aproximadamente.