Por Isabel Prieto Fernández
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“Yo lo maté. Estuve cuatro años presa porque me dijeron que fue a sangre fría, pero no es verdad. Sí es cierto que durante mucho tiempo planifiqué el asesinato, pero nunca me animé. Pensaba cómo envenenarlo, cómo provocar un incendio, no sé, mil cosas que siempre quedaban en la nada. Una vez fui a hacer la denuncia, porque me había dejado la cara a la miseria. En la comisaría me tomaban el pelo. Me acuerdo que lloraba y me decían: ‘¿Qué hiciste para que te dejara así?’. Les decía que nada, que él llegaba borracho y me pegaba y que con resaca era peor, porque tenía más fuerza. Que tenía hijos. Eso era peor, porque ellos me echaron: ‘Bueno, pensá en tus hijos. Andá a tu casa, ponete hielo, tratalo bien y vas a ver que se le pasa el enojo’. Les explicaba que tampoco podía trabajar, porque yo era maestra y no me podía presentar así ante mis alumnos. ‘Pintate la cara, que no se te nota’, me decían. Me acuerdo de que estaba de moda el color lila para los ojos, y yo iba a la escuela que parecía una mascarita. Me daba tanta vergüenza… Después ni siquiera le dije a mi familia que había ido a la comisaría. Él se dedicaba a los bienes raíces. Ganaba muy bien, pero nos hizo la vida imposible”. María no llora. Lo que cuenta, lo hace desde la distancia que da el tiempo. Un día en que sus hijos se quedaron a dormir en lo de los abuelos, María aprovechó para hablar con el marido sobre la separación. “’Puta’ fue lo más liviano que me dijo. Me tiró whisky a la cara y después con el vaso, que se estrelló contra la pared. Agarró el arma, la cargó y me la puso en la sien, diciéndome: ‘Andate, dale, andate’. Cuando se durmió, yo agarré el revólver y le disparé. Después llamé a la Policía. Más temprano que tarde, él me hubiera matado a mí”. Tuvo algunos novios en su vida, pero nunca más quiso vivir con un hombre: “Después de que mis hijos fueron grandes; todos de vieja [se ríe]. Paseos, salidas, toma y daca de consejos; una compañía. Ante la menor falta de respeto, la relación terminaba”. Así de simple. María es anciana. Tiene 84 años y sus emociones tienen que cargar con el suicidio de un hijo, ya hecho hombre y padre. De eso sólo dice: “Quizá la muerte de mi esposo tuvo que ver; no sé, él era muy chico”. Imposible preguntar al respecto. No me parece adecuado. Pero en todo el relato una cosa me llamó poderosamente la atención: siempre habló de “mi esposo”, y, cuando pregunté su nombre, siguió de largo, haciendo como que no me escuchaba. Por ser mujer Hay muchas historias para contar. Basta agarrar un diario de enero de 2017 para ver qué pasa con la violencia hacia las mujeres. Cuatro femicidios. Una quinta mujer lucha por su vida. ¿Por qué comenzar con una historia vieja de una mujer que mata a su pareja? No se necesita ser un experto en los laberintos de la mente humana para darse cuenta de que María, la castigada maestra que un día empuñó un arma, fue la víctima en esa relación, en la que el muerto es el victimario. En domingo 29 de enero sucedió un asesinato sin precedentes: un hombre mató a su pareja en plena visita en el Penal de Libertad. El asesino era un recluso que, hasta ese entonces, tenía cargos de rapiñas en su haber. Una cantidad considerable de internautas se agarraró de esa información para comentar en las redes sociales. Dos ejemplos: Arbucio escribió: “No entiendo nada, ¿a qué fue la mujer?, ¿por qué estaba en un baño, sin control, con él?, ¿estaba o no en una relación con otro hombre? Si estaba con otro hombre, ¿qué tenía que ir a visitar a este?, ¿fue a tener sexo con él? Estamos todos locos… ¿Por qué tienen tantos derechos?”; alguien que firma como Juanforero hizo la siguiente reflexión: “Espero que al menos el caso sirva de ejemplo para las mujeres de los delincuentes, si te juntas con esa lacra no podes esperar nada bueno”. Por supuesto que el término pichi anduvo por todos lados, como una señal inequívoca de que ese era el problema. Pero hete aquí que, a las pocas horas, un policía mató con su arma de reglamento, y delante de sus hijos, a su expareja. Ahí los comentarios eran de esta profundidad: “Por qué mier… usan esa espantosa palabra inventada, ‘femicidio’, fue un homicidio”; a lo que Facundo contestó: “O sea que, si fuera hombre, sería ‘mascucidio’. Jajajaja. No inventen, ya está todo inventado”. Otro se preocupaba en aclarar: “Expolicía, titulen bien que están para eso”. Esta es la misma sociedad que reclama que seamos todos iguales ante la ley. Qué cosa, ¿no? Ante la sociedad parece que no lo somos. Cuenta la condición del asesino y la de la víctima. Todo se mide de acuerdo con el preconcepto que se tenga. Mientras se discute si está bien decir femicidio, feminicidio, homicidio o como sea, las mujeres son asesinadas. Eterno patriarcado Sobre estos hechos de violencia de género, Caras y Caretas dialogó con Lilián Celiberti, coordinadora de Cotidiano Mujer: “La violencia convive con una visión patriarcal del mundo que sigue estando presente en nuestros actos cotidianos, en nuestras relaciones de trabajo, de familia, políticas; no es ajeno a eso. Hay una crisis civilizatoria que nos afecta y que de alguna manera está crujiendo por el acto de que las mujeres crecen, buscan su autonomía, su espacio de decisión. Como contrapartida, vemos una masculinidad violenta que no acepta eso. Creo que todas, en distintos planos, tenemos experiencias en ese sentido”, expresó. Para reafirmar su visión sobre el tema, que toma el rumbo de no mirar la violencia individual, Celiberti citó a la antropóloga Rita Segato, quien afirma que hay una pedagogía de la crueldad, “que de alguna manera se expresa sobre el cuerpo de las mujeres y tiene que ver con este choque entre las ansias de autonomía y libertad, y lo que habilita el patriarcado”. La educación es vista como una herramienta fundamental para terminar con la situación de que las mujeres sean víctimas por el solo hecho de ser mujeres: “¿Qué es lo que se enseña, se practica en las escuelas y liceos? Sobre todo, la escuela, que es lo más universal que tenemos. ¿Qué grado de autonomía propiciamos en las niñas y en los varones que constituyen su identidad en torno a la violencia? La violencia es concreta, pero también es simbólica; es la que marca eso de ‘yo soy superior’. Lo que nosotras fuimos agredidas por levantar una carta para que no pusieran Esposa joven [telenovela turca] en la televisión. Esas cosas se enseñan también. Generan modelos y refuerzan (no crean) sumisas. Se debe profundizar un poco para no quedarnos en el momento en que suceden los hechos que impactan”. Consultada sobre si no le parecía algo normal que la gente se detuviera ante algunos hechos, como el del asesinato de la mujer en la visita en el Penal de Libertad o el del hombre que mató a su esposa frente a sus hijos, respondió: “Claro que impacta. Por un lado, estamos completamente vigilados y, por otro, desde la prisión pasa esto. Pero lo que sucede es que se minimizan detalles como las relaciones de poder entre hombres y mujeres, y nos asustamos cuando llega el caso de la muerte. Es grave; existe una interpelación muy radical a nuestros imaginarios colectivos, sobre todo a las consideraciones de la lucha contra el patriarcado”. Para Celiberti, “la violencia también es una relación, y el miedo que la mujer tiene por el tipo violento también puede formar parte del circuito. Por eso digo que es complejo. Cuando una mujer quiere romper ese vínculo, lo logra. Ahora, cuando el tipo no acepta esa situación, también hace todo lo posible por llegar a ella y, en general, acá hay omisiones institucionales cuando existen hijos”. Según dijo, muchas veces esas omisiones ocurren en la Justicia: “Cuando un juez determina, en una situación de violencia hacia las mujeres, que el hombre tiene derecho a ver a sus hijos, está tomando partido por el hombre. Así los tipos van a seguir matando a las mujeres. El fenómeno de la violencia intrafamiliar y la de género es muy invisibilizado, porque está poco comprendido en toda su dimensión. Tanto que poner un límite a la concepción patriarcal es mal visto, casi un problema”. Ante casos de violencia, es fundamental la intervención y la denuncia, la policial y la social, para “crear más conciencia, más solidaridad y que la gente no dé vuelta la cara”. Celiberti también habló de la “violencia institucional”, que revictimiza a la víctima: “Eso se da cuando la Policía y la Justicia creen más en la palabra del hombre que en la de la mujer, o tienden a dudar de lo que la mujer está denunciando. Por eso, educar a los que toman la denuncia es imprescindible”. Mariela tiene una hija que tiene una madre, un padre y tenía un compañero hasta el día que comenzó a pegarle para transformarse en su enemigo. Un día la hija decidió denunciar. Cuando la llamaron de la Comisaría de la Mujer, Mariela la acompañó: “Íbamos en el ómnibus y me decía que retiraría la denuncia. No la podía convencer de que era un disparate. Me decía que le daba lástima, que la había llamado para decirle que la extrañaba, que la perdonara, que se había equivocado. Casi me muero de la angustia, porque parecía olvidar que eso ya había pasado otras veces. Cuando llegamos a la comisaría, mi hija dijo que retiraba la denuncia y la policía le dijo que de ninguna manera. ‘Mirá, yo no voy a sacar nada. Vos decís eso porque él te manipula, pero ese tipo es un riesgo. Yo no voy a sacar nada. Si se equivocó, como dice, y ahora va derechito, no va a tener problema. Pero si vos te equivocás ahora, tenés más chances de terminar lastimada o muerta. Así que que se la banque’. Una crack, casi la abrazo”. Me quedé mirando a Mariela y su cara de felicidad por esa hija que podía seguir siendo. Por algo se empieza.
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