Conocí a Picasso a los seis años. No en persona, sino por obra y gracia de los libros de arte que mis padres atesoraban en largas bibliotecas de madera pintada de blanco. Lo vine a conocer en la lejana chacra de mi infancia, sentada frente a un ventanal que daba a los rosales y a la parra. Uno de aquellos libros, cuya tapa aún me parece estar viendo, se llamaba Picasso antes de Picasso; mi madre lo colocó ante mí, sobre la mesa, y yo lo abrí al azar. Confieso que me espanté un poco.
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Desde ese día le tuve cierto temor, y también una vaga repulsión a su arte; durante años creí que el asunto se resolvía en una fórmula demasiado simple: Picasso no me gustaba. Miles de días y de noches, acontecimientos exteriores y terremotos interiores tuvieron que pasar para que me diera cuenta. Se trataba de un sentimiento tan visceral como auténtico, una reacción de alma infantil a los signos más hondos de Picasso. De todos modos, en algún momento tomé unas cuantas hojas en blanco y me puse a borronear dibujos que recreaban los suyos, les daban vueltas, les seguían la línea; estaba buscándolo, interrogándolo. No obtenía respuestas. Yo solamente miraba y dibujaba, y seguía diciéndome para mis adentros que aquello no me gustaba. Pero Picasso y sus contrastes, Picasso y su ego desmedido, Picasso y sus mujeres, Picasso y su rebeldía, se quedaron en mí; y conmigo se fueron por el mundo. Nuestra relación, como dije, nunca fue amable.
Mis padres se portaron como verdaderos sabios; jamás me dijeron que yo era una ignorante, o que él era un genio o cosa parecida. Por el contrario. Si algo se me enseñó, fue a no reverenciarlo vanamente, a no incurrir en esa postura que con toda justicia Gombrich, el crítico inglés, llama “esnobismo”. Se me conminó a mirar el arte con ojos limpios. A callarme ante él, sin agrandar los ojos, sin hacerme la entendida, sin adoptar poses de admiración forzada. Tal vez por eso pude llevarme a Picasso conmigo por la vida; y a cuestas con él, me arrastré como pude por los caminos difíciles de la comprensión del fenómeno artístico.
Por estos días me entero de que su nombre ha vuelto a cobrar una alta resonancia; el museo Reina Sofía realiza una exposición de 180 de sus obras, entre las que sobresale como principal protagonista el Guernica, que es algo más y también algo menos de lo que la hermenéutica contemporánea ha querido leer en él. Cuando digo algo menos no pretendo realizar juicio alguno de degradación, sino mostrar la punta del iceberg, el comienzo de la desmesura mediática, casi siempre tan frívola, que ha rodeado al Guernica desde siempre.
Picasso pintó la obra en 1937, a pedido de la República para el pabellón de España en la Exposición Universal de París. La tela, monumental y fatigada –tal como expresa acertadamente la noticia que acabo de leer– cumple ahora 80 años. Y como Picasso parece ser inagotable, sucede que los expositores decidieron explorar los recovecos más recónditos de su intención artística, y con tal motivo pusieron a la muestra el sugerente título de Piedad y terror en Picasso.
A él le tocó vivir un momento histórico terrible, claro está. Quien piense en Picasso como un vanguardista eufórico, que alternaba con bohemios parisinos, prostitutas, artistas de circo, vasos de vino y mozos de café, se ha quedado sólo con una parte del relato. Su tiempo estuvo signado por la muerte. Una acometida bélica como el mundo no había experimentado jamás, un apocalipsis en que todo lo conocido se caía a pedazos.
Ese año 1937, en que crea el Guernica, Europa vivía o sobrevivía en el llamado mundo entre dos guerras, aunque para muchos historiadores ese período no fue más que la continuación de una larga y monstruosa contienda que comenzó oficialmente en 1914 y se extendió hasta 1945. Si hasta entonces Picasso había logrado hallar cierto equilibrio en su propia búsqueda estética, a partir de los años 30 manda al diablo esa suerte de optimismo que caracterizó su experimentación cubista. Como todo artista, Picasso padeció en carne propia la enorme crisis de su tiempo y la llevó a cuestas como si se tratara de una herida abierta. Empieza entonces, con esa guerra interminable, con esa llaga irredenta, lo que los organizadores de la exposición llaman “el largo camino hacia el Guernica”.
Debo aclarar que no soy ninguna experta en arte, fuera de mi formación docente teórica y de mi paso por Bellas Artes y por Artes Gráficas (UTU). Pero cada vez que analizo el Guernica junto a mis alumnos sucede alguna cosa inaugural. Un acontecimiento de reformulación de lo nuevo y de lo viejo, de lo que pasó y de lo que aún puede pasar. El arte del Guernica es y no es historia, es y no es drama, es y no es monstruosidad. Permanece levantado sobre la ruina humana, como razón y testimonio, como lenguaje impúdico, en una especie de bofetada eterna a la banalidad de quienes se plantan frente a él para lanzar exclamaciones de admiración, olvidados de la sustancia visceral de su mensaje. Yo creo que recién ahora me estoy reconciliando con Picasso; comienzo a ver la intención de los cuerpos quebrados y los rostros reformulados, deshechos y vueltos a hacer, el lenguaje con el que acomete la figura femenina, la destrucción de la belleza (o de la pretendida idea de belleza) para dar paso a otra cosa, llena de fuerza letal, de bestialidad y de violencia.
Comencemos, entonces, por situar históricamente al Guernica. Tiene su origen o su inspiración en el bombardeo al que fue sometida la población vasca del mismo nombre por parte de la Legión Cóndor alemana, integrada por aliados de Franco, en el marco de la guerra civil española. Un ataque precedido y continuado por muchos otros: en Jaén, apenas un mes después, hubo más muertos que en Guernica. Poco importa en cualquier caso la precisión; se trata de una pintura sobre toda guerra, y se trata también de la inauguración de otra etapa artística en Picasso, una en la que entran de lleno todos los horrores y todas las barbaries y se mimetizan con la condición humana.
Han querido hacerse infinitas lecturas de la pintura; fueron tantas que llegaron a abrumar al artista. La paloma –por ejemplo– es uno de los símbolos más llevados y traídos. Pero la obra no se agota en el análisis puntual de las figuras del caballo y el toro, de la lámpara o de los niños y mujeres sufrientes. Todo está allí en clave de desesperación, en desconcierto de alarido. Se trata de poner de manifiesto a los vulnerables, a los infelices, a los que sucumben en todo tiempo por su sola condición de existentes, colocados bajo la lupa de la destrucción.
Ante el Guernica uno puede verse reflejado en su doble condición de potencial víctima y de potencial victimario. Ya no se trata de poner la monstruosidad en un tercero que está fuera de mí, sino de cuestionar mi propia monstruosidad latente, que hoy por hoy emerge de manera renovada y multidireccional a través de las redes sociales y por medio de la apatía o la curiosidad inútil y morbosa que se despierta (o no se despierta) ante ciertas situaciones de violencia. Esta es la verdad brutal del arte. Esto es lo que el Guernica desnuda.
El mundo es selectivo cuando de horror se trata, y seguramente esto habrá sido así desde la noche de los tiempos, cuando nuestros antepasados se acometían unos a otros por la posesión del fuego, de un montón de carroña o de un rincón propicio en una cueva. Los bombardeos de Estados Unidos sobre Siria no parecen conmover demasiado a nadie; hay miedo, incluso, en nombrar al verdadero enemigo por su nombre. Se puede decir Siria, pero no se puede decir Estados Unidos. Y, sin embargo, Siria es hoy por hoy el Guernica, lo mismo que cualquier otro puñado de seres humanos aniquilados por un poder que de tan intocable parece casi omnímodo. Será por eso que Picasso dijo: “No, la pintura no está hecha para decorar apartamentos, es un instrumento de guerra ofensiva y defensiva contra el enemigo”.